Fue
una sensación extraña desde la llegada al recinto. Un lugar donde
habían pasado tantos momentos estupendos, que el recuerdo aún no
había expulsado de sus lindes.
¡Cuantos
años han pasado!, cuantas personas faltan desde aquellas fechas de
la memoria. Tantas cosas han sucedido, lejos y cerca de aquel vergel.
Unas
reales y otras, inexplicables, dejando una sucesiva carga de
consecuencias que a pocos le importan, y a falta de las escenas
reales, poco a poco se deshacen entre los periodos y los olvidos,
volví a la realidad por unos instantes.
Salí
al jardín posterior, donde una vez sentado en un taburete,
celebrando una de las cenas famosas que he mencionado, perdí el
equilibrio y caí de espaldas sobre un frondoso rosal, que aún
estaba. Ahora, para recordarme el suceso.
Todo
estaba casi igual. Parecía esperarme, la paciencia hecha mujer,
perfumando el ambiente, con los racimos de uva verde, que pendían,
sinceros y redondos, de las parras esparcidas sobre el tenderete de
hierro, aparatoso artilugio que las aguantaba estoico, en su descanso
amplio, para resguardarnos
del
sol.
La
tarde fue andando en su transcurso y a pesar de ser verano, la luz
comenzaba a esfumarse entre aquellos árboles.
Antonio
y Estefanía llegaron, mientras Rosinda nos explicaba a Ana María y
a mí, el despido del hijo del señor Paco, que su propio sobrino lo
había despedido del negocio familiar.
La
conversación cambio de tema, en cuanto llegaron a nuestra altura,
saludando a los que habíamos llegado mucho antes a la cena que se
preparaba para celebrar entre los amigos previstos.
No
todos los habituales, ya que algunos ya habían partido hacia sus
domicilios habituales, dando por finalizado el periodo estival y
otros ya no existían y los echamos de menos, en no pocas ocasiones.
Tan
solo estábamos citados aquellos colegas, los que Rosinda con mucha
ilusión había llamado la tarde del día anterior.
Fueron
llegando y saludando con esa alegría comedida de los educados, la
nieta de Estefanía y Antonio, Emily, también se apuntó a la cena,
y ya jugaba con los tres gatos de la finca: The Ordchard
Ni
el intendente y su mujer habían llegado, ya estaban en Segovia,
aquejados de una enfermedad de cejas de la dama.
Thomas
Grainer ya difunto y su esposa Clarencia, no vendrían. Ella había
dejado hacía dos temporadas, la amistad con el grupo.
Pascuale
Silvetty, también estaba difunto y Nelida, tampoco estaría. Buscaba
otros derroteros de relación, donde poder ocultar su edad y dejar
esparcido su cabello mustio sobre sus hombros decaídos.
El
esposo de Rosinda, Jhony también fallecido, era el que de los
difuntos más presente estaba, su hijo Nestor, nos acompañaba en un
vértice de la gran mesa y quizás también faltaba el amigo de
cacerías de Jhony, José Garriancha, un ex cocinero del camping del
Toro Bravo de la carretera de Casteldefels, en los años sesenta.
Se
montó la mesa, casi a oscuras, iluminada por dos velas de cera de
las opacas, en el jardín de los rosales.
La
única flor que presidia la mesa era la de la anciana Doña Amable,
prima de Rosinda, que con su gracia, explicaba sucesos de los años
treinta poco más o menos. La más vieja, de todos los comensales, la
mas jovencita, la nieta de Estefanía, Emily Bronteuse.
Miré
hacia arriba, al cielo estrellado, y allí en uno de los rincones,
estaban todos los ausentes obligados, no habían envejecido, los veía
de la misma forma estupenda que cuando se marcharon, sin el permiso
de ninguno de sus amigos.
Entonces
comprendí que los allí reunidos, sumábamos entre todos 478 años,
y que no se volvería a dar aquella cena del mismo modo, ni con los
mismos comensales, en que se daba aquel verano de la gracia del
cielo.
El
lugar me recordó las ausencias, los olores de ocasiones anteriores,
las frases de cada uno de los presentes y los ausentes, los
comentarios y con aquellos recuerdos quisiera quedarme y que no se
pudieran borrar jamás de mi memoria.
Aunque
sé; que lo que pido, no se cumplirá.
Desde
aquí, os recuerdo, amigos y me emociono intuyendo que no andáis muy
lejos de nosotros, ¡Gracias por lo que nos disteis!
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