lunes, 14 de octubre de 2019

El plagio



Tenia la costumbre de tomar aquel tren de cercanías todas las mañanas, en la estación del Clot con destino hacia el trabajo. Frecuentaba el mismo vagón y su viaje siempre lo hacia a la misma hora, sin defecto, por cumplir con el horario tan exigente al que se enfrentaba. Así que en el último coche del convoy de Renfe, y en la tercera fila desde la ultima puerta a la izquierda, compartía viaje con Don Terencio Aguilera.
Estos ya se conocían de tanto darle a la «sin hueso» y aquella mañana al llegar al departamento del ferro transportado de pasajeros lo saludó, como de costumbre.
Como siempre iba escribiendo en chino, «escribir en chino, era la broma que le gastaba al músico, por componer sus partituras en el papel pautado de solfeo».

Paulino, laboraba en una oficina dedicada al servicio informático, uno de los antiguos Centros de Cálculo. Aquellos núcleos que daban avío particular de sus grandes procesos, a diversas empresas menores, que no tenían posibilidad de sostener en sus departamentos; uno de aquellos ordenadores de IBM, Siemens, o Nixdorf y el personal dotado, para llevar a cabo aquellos trabajos mecanizados y puntuales. Donde la tecnología estaba tomando cuerpo y sustituyendo los «manguitos», de aquellos contables de principios y mediados de siglo, con visera incluida, que dedicaban horas y horas, a cuadrar los números.
Envueltos con la teneduria de libros, mercadeando con las entradas y salidas de partidas contables y hasta que el saldo arrojado no era el correcto, y todo estaba cuadrado al céntimo, nadie abandonaba la brega.
Fue el comienzo de la década de los años setenta, y era cuando estaban de moda todas aquellas «”maquinazas o maquinones”» dotados de una Unidad Central de Proceso «UCP», y a lo sumo una lectora de tarjetas perforadas y una impresora.
Unos trastos poco vistos para el gran público, y grandiosos en su enjundia, que tras el cálculo y sus operaciones lo imprimían, en miles y miles de hojas continuas, de sobres de nóminas, pedidos de material a diferentes proveedores, para las empresas grandes y medianas.
Se repartía aquella nueva tecnología, por el suelo patrio, a cuenta gotas. Contaban con ellas, tan solo aquellos Consorcios inmensos o las sociedades anónimas potentes, por ser las que podían utilizar la informática.
Dentro de ese «grupeto» privilegiado estaban las ya, poderosas Constructoras de automóviles, los diferentes Ministerios del Estado, el Banco de España, las poderosas eléctricas del país, los influyentes bancos importantes y como no; en nuestro territorio, la Empresa Nacional, mas grande de transporte ferroviario.

En una de ellas es donde trabajaba Paulino, interviniendo y manipulando, uno de esos «”cacharrones”», con una memoria de proceso de unos 56 kilobytes, que por aquellos tiempos, eran lo más sofisticado y avanzado en ofimática.
Venidos de Estados Unidos y avalados por la firma americana, la conocida como «International Busines Machines; IBM». Destacando de entre la familia de las Unidades Centrales de Proceso, la IBM 370, que fue la unidad central más famosa de su generación.
Aquel joven se las prometía, más que nada por el sueldo que gracias a su trabajo, y los estudios que conllevaba, estaba aportando a su casa.
Su edad, sus ideales, sus inicios, sus conquistas juveniles, y ver que la política, dominaba a casi todas las rendijas y a todos los habitantes de su entorno. Sin descubrir de momento los engaños y mentiras de todos los que se dedicaban a ella, para medrarse y jamás para ayudar al pueblo.
En aquel tiempo trataban a la mayoría de los mortales, como rutilantes catetos y desinformados, y el país estaba en manos de las familias mas poderosas y millonarias.
Para Paulino, todo era precioso, y no podía ver la trampa y los embustes que la vida le iba a ir mostrando a partir precisamente de aquel tiempo y el que le iba a abrir los ojos de las tantas mentiras, iba a ser precisamente su compañero de viaje.

Desde el comienzo, entre ellos, hubo una especie de caricias invisibles, al conocer a Don Terencio. Este hombre solitario y aguerrido, le tomó una especie de cariño, al muchacho, detalle que se hizo recíproco y notorio y disfrutaban ambos del viaje hacia sus respectivas faenas, cada mañana.
No iba a ser diferente de otros días, viéndole muy preocupado, más que eso totalmente cabreado y déspota, con lo que Paulino al advertir, semejante situación preguntó.
Quizás esté enfadado porque le distraigo y no puede concentrarse en esa música. Su saludo ha sido muy flaco y desanimado, ¿Le ocurre algo, Terencio?
Aquel señor bigotudo, entrado en edad, iba a propinarle una contestación en Sol mayor, pero «pensó con certeza», que Paulino, no tenía pizca de ritmo sostenido, ni culpa, en que «las corcheas» estuvieran mal dibujadas en el papel pautado, y afinó la voz para decirle
No digas nada, pero me tienen hasta los mondongos, por no decir una barbaridad—significó Terencio, con ese afecto que entre ambos se dispensaban.
Cuente Ud, Don “Teren”, que quiero enterarme de todo el follinete, que lleva entre manos y acabe de contarme como acabó la edición de aquel festival famoso de San Remo, al que hicieron ganar a quien ellos les dio la gana, sin merecerlo y a uno de los participantes encontraron muerto en la habitación del hotel.
¿Y tu cómo sabes eso?—le susurró Don Terencio
Pues, porque Ud. en una ocasión medio cabreado aquí en este perímetro, lo iba hablando entre cambios en la partitura, y entre borrones, entre la ringlera de su música blanca y pensé en preguntarle en alguna ocasión.

El músico, viendo la frescura de Paulino, y sus grandes aptitudes para asimilar lo que pudiera llegarle como experiencia le contó «Si supieras amigo juvenil, lo que he de hacer para poder comer, te quedarías perplejo; que sepas—ahora mismo, afirmó Terencio—esta partitura no es para mi—le confesó musicalmente a su alegre compañero de viaje
La estoy componiendo, para el famoso y televisivo esposo de la «cantarina sevillana» ¡Esa tan requetecuapa!, y que sepas que será una de las canciones más populares, del verano de este, mil nueve setenta y tres.
¡No joda, Don “Teren”!—Dijo Plácido, compungido—Interesándose por más noticias del zurrón del viejo músico, que había pasado por todas. Desde que le pusieron de “patitas en la avenida”, cuando colaboraba como pianista en la Orquesta Malavella.
Durante el bien sabido año del cincuenta y ocho, por «azafranarse» a la cantante principal, y amante del mecenas y dueño de la banda musical.
Don Terencio, no me diga, que usted está componiendo para otros músicos, a cambio de una limosna, o aunque no lo sea, a cambio de un «sueldecito» moderado, para estos destacados “melenas” que a cada momento están sacando una canción del verano y ademas con éxito.
Así es; y para más «inri» disponen de la plataforma de la televisión estatal, presumiendo de unas canciones de mi autoría, que se han compuesto en el trayecto desde la estación de Renfe en el Clot, hasta llegar a la neblinosa ciudad de Mollet, ¡¿Que te parece?!
Me parece muy mal, ¡pero usted!, por qué, lo hace.
¡Para poder comer!
Amigo Plácido, ¡Para poder comer!






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