Aquí les dejo cinco centavos de lo que expusimos por encima en una conversación amena y divertida.
Amancio respiró y agradeció a Lucrecia, el amor que le profesaba, respondiendo a la par que se metía en el devenir de aquel tiempo, que rancio trataba de airear.
—Parece, ahora con el tiempo, que es un angelito, pero cometió fechorías muy graves —ató el bisnieto, todavía cauto con el pronto de su compañera—. Matando al que se le ponía por delante. No pudieron cazarlo a tiempo, y siempre anduvo perseguido por la Guardia Civil.
»Daba miedo entre los agricultores, y no te digo nada, el mucho respeto que le guardaban los camineros, pastores, labradores y carreteros de esta tierra.
Estaban hartos de él, porque cada vez que se le antojaba, me contaba mi yayo, el sometido y asustado abuelo.
»Les hacía un siete y les quitaba lo poco que ellos tenían. Era un enfermo desequilibrado, que creía ser un súper hombre. Cuando en realidad era un funesto personaje, que todo el mundo rehuía.
»No lucía ni siquiera, portes de ser un cruel y desalmado bandolero.
»Tampoco, sabía encumbrarse, y remordimientos no gastaba. Ni siquiera, justo con los pobres, los que no tenían ni resuello, y si se terciaba les robaba, a ellos mismos o les hacía daño, porque le venía en gusto al cuatrero.
»Estaba siempre fuera de la realidad, apartado del control humano. Hasta que se complicó mucho y para siempre, la vida.
»En cuanto hubo delitos de sangre, entró en la vía penal y el propio malhechor, supo que sería imposible su redención. Si no era con el presidio, después de cumplir una condena.
Tomó aire el relator, y aspiró con desprecio, para indicar quién fue su primera víctima, sin detenerse en menoscabos de la explicación.
—El que se conoce y atribuye como mártir inicial, fue el maestro de la escuela, el bondadoso don Dionisio García. El educador de los chiquillos en la puebla.
»Tras ese crimen —siguió arguyendo—. Dicen que ya no puedes parar, que una vez eliminas a alguien, te vuelves en un criminal y entras en caída libre, hasta que la sociedad te ajusticia. Finiquitando tu vida en el «garrote», o en la «cámara de gas».
La atenta esposa, que escuchaba aquel lance con atención, detuvo la charla.
—¡Anda no digas más eso!, que si te escuchan creerán que estás medio loco, como lo estaba tu bisabuelo —le regañó con dulzura y continuó advirtiendo—. El que lleva en la sangre la maldad y el rencor, lo desarrolla o detiene, a medida del devenir de sus experiencias, de sus exigencias básicas y vitales. Las que adquiere, a medida que las vivencias marcan. —Añadiendo Lucri, sin florituras—. Permanece en su psiquis dormido, y cuando despierta, con el bagaje adquirido lo substancia. Son situaciones delicadas y nada agradables, para los llamados normales, en una sociedad equilibrada y con educación humanista.
»A la familia que le toca, en el sorteo del destino.
»Ese premio del bombo. Imagino no estarán tan graciosos ni elocuentes como lo estás tú. Es para no tomárselo a broma. ¡Créeme!, y tú bien lo sabes.
Hizo una tenue y eclipsada detención en sus palabras y volvió a decir bastante convencida.
—¡Claro, que como te decía, el que lleva la maldad, ¡bien puede desarrollarla a lo largo de sus días!
»No advierto ni veo, en lo que conozco a tus padres. Tengan esas reminiscencias, de vastos criminales, pero estaré al cuidado de ti. No sea que, por alguna causa, te brote el instinto familiar, que posiblemente vaya contagiado.
Desató una carcajada inesperada. Convencida, y sabiendo qué no se daría ese dilema. Volviendo a interrogar a su amado. Como si lo tuviera atado en uno de esos recintos de inmolación, donde los verdugos someten a sus víctimas.
—¿Tendrás hermanos ocultos? —preguntó Lucrecia.