Caminaba
Vivaldo, por el camino que da al molino, iba sólo y ese recorrido lo
solía hacer bastante a menudo, para quemar esas calorías que le
sobraban.
El
sol apretaba, y se acercó con la idea de cubrirse un tanto, a la
sombra de un centenario olivo, que estaba a no más de tres metros
del borde de la carretera.
Curiosamente
pensó que nunca se había fijado en el árbol, porque quedaba un
tanto disimulado al paso y más, si hacías el recorrido en coche.
Desde
ahí se veía el molino viejo y abandonado a lo lejos, y en aquel
enclave, no solían pararse ni si quiera las cabras.
Los
matojos tenían cierta altura y tapaban un tanto el suelo pedestre
que jamás se pisaba. Miró el enramado de la copa arbórea y vio la
flor chiquita de la olivera, que al ser hoja perenne, se mantenía
siempre pegada en los brotes.
Al
bajar la cabeza, el teléfono móvil, se le cayó al suelo
repentinamente, y al agacharse para recogerlo, tuvo que apartar el
tupido manto vegetal, para encontrarlo.
Se
fijó por casualidad, que desde una hendidura profunda del tronco,
que se incrustaba, dentro del propio árbol, notábase de una especie
de reflejo vitral, que una vez hurgó el joven Vivaldo, le llamó
profundamente la atención.
Poniendo
en el detalle su concentración, para conocer de que se trataba,
aquella reverberación mínima de luz y en el empeño, lo descubrió.
Tuvo
bastante dificultad en desatascar aquella vasija de cristal opaco,
que medio sobresalía de los tueros y costurones del bajo tronco, y
que con el paso de los años, la propia naturaleza, fue tupiendo y
disimulando, para que si no se daba un milagro, poder descubrirlo.
Arrastró
aquel tarro de vidrio, y pudo sacarlo a la superficie, con sumo
cuidado para evitar dañarlo y, tras un esfuerzo delicado, quedó en
sus manos.
El
colorido de aquella especie de odre acristalado, era más bien del
tono del propio elemento químico del yodo farmacéutico. Con ello,
estuvo tantos lustros disimulado entre las grietas del olivo, sin que
nadie, absolutamente nadie, diera con él.
Una
vasija obturada en su bocacha por una especie de tapón cilíndrico
de madera de mar. Al destaparlo vio en su interior un cacho de lápiz
de punta y mina gruesa, un trozo de piel de carnero curtido, presto a
modo de papiro, que al sacarlo a la luz comprobó que tenía una
inscripción, hecha por aquel pedazo de carboncillo, que decía:
«anda
la vereda y a la izquierda debajo de la piedra roja, verás que
hacer. Luego entrégala a su dueña, dile que a mi me asesinó su
hermano Damián, para mantenerme la boca cerrada. 18 de agosto del
año; 1937.»
Recogió
el teléfono del suelo Vivaldo, lo limpió y después de guardarlo,
de nuevo revisó el mensaje escrito en el cuero del pellejo, que
llevaba guardado en el cubil, ochenta años.
Se
giró buscando la vereda, y reconoció el maltrecho sendero, que se
dibujaba inerte y abandonado hacia la casita de piedra que medio
derruida aguantaba a no menos de una legua de distancia, desde el
arcén de la carretera.
Con
interés y bordeando el barbecho, fue comprobando si existía alguna
piedra de tono rojizo o similar, que destacara de las demás.
Inició
su análisis por su mano derecha y no fue hasta que en el retorno, en
la parte opuesta; en el colindante zurdo del camino, donde avistó
una piedra singular con betas anaranjadas.
Un
mini bloque sillar, que destacaba del resto de las demás, si le
ponías la atención necesaria.
Enterrada
casi completa en el firme, sujeta, inamovible por los años que había
estado esperando, el desenlace.
Con
la ayuda de una rama gruesa, seca y puntiaguda a modo de escarpa, que
halló en el borde del vergel, procedió a descubrirla de inmediato,
no sin la angustia de saber, que se trataba del secreto de un
asesinato, guardado discretamente, sin que al responsable, se le
juzgara.
Levantó
aquella granítica losa de su encunado, encontrando debajo de la
misma, semi hundida; una cajuela mediana, de bronce, y en su
reservado, debidamente almacenado, guardaba un medallón de oro, un
camafeo extraordinario, de una de tantas Vírgenes habidas, del
tamaño de un duro de Alfonso XII.
La
gran medalla, era de una inmaculada virginal desconocida para él, y
tras de la misma, en relieve, significaba un enunciado, dedicado a
una muchacha.
Se
distinguía el grabado, con dos nombres, el de su amada y el
firmante, que según el pergamino escondido en el odre, moriría poco
después.
«Serás
mi alondra blanca; siempre» para
Maitechu,
de su Fidel.
La
única Maitechu censada en aquel pueblo, era la abuela de Vicaldo, ya
octogenaria y Damían, ya difunto; había sido su tio abuelo materno.
Un
ciudadano respetado que llegó a ser Senador y Parlamentario.
Fidel
desapareció de la villa, acusado sin pruebas.
Algunos
vecinos le cargaron con los desacatos de traición y delación,
quedando marcado su nombre y su familia, injustamente.
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