Recordaba
mientras conducía su Chevrolet, Celebrity Sedan verde del noventa,
en camino hacia Zaragoza, detalles de su infancia y todo sucedió, de
buenas a primeras, y fue que le despertó aquella somnolencia, uno de
los carteles anunciadores que en la carretera N-232, divisó a lo
lejos.
Embaldosado
mensaje, para que fuera casi imperecedero al paso de los años,
sobre la pared, posaba sin que nadie le hiciera el menor de los
casos, el famoso anuncio de Nitrato de Chile. Un fertilizante que se
patrocinaba de modo amplio en su niñez. Aquel rayo directo al
recuerdo no hizo en él, más que conducirlo fulminante a entrar en
sus doce años. Volver a su niñez, notarse con aquellos calcetines
largos que tanto picaban en las piernas, aquellos que querían ganar
espacio por encima de la rodilla, no pudiendo llegar a la altura de
la pernera del pantalón corto, con que su mamá le vestía.
Volvió
a oler el aroma de la colonia de Heno de Pravia, con la que se mojaba
la cabeza para peinarse, aquella cabellera tan tiesa que tenía, y
del chocolate terroso y negruzco, que le daban por las tardes para
merendar con una rebanada de pan.
Fue
cuando la recordó con nostalgia y agrado, emocionándose por no
esperarse semejante situación, y como si estuviera frente a
Adelaida, se sonrojó, no sin echar un suspiro de infelicidad
manifiesto, por su falta de agallas, al no poder llegar a tiempo de
confesarle lo que por ella sentía. Murió de cáncer muy joven, sin
avisar y sin haber disfrutado de una satisfacción que por lo menos
ella, merecía.
El
estupor de su cavilación le incomodó, en el momento que pensó en
ella. En la vergüenza que al principio le daba mirarla directamente
a la cara, en su perfume, en su sonrisa, y en como desapareció de su
vida.
Quiso
despejar ese pensamiento profundo, y sin pretenderlo entró, en el
recuerdo de las primera vez que sus padres, le llevaron al cine y no
precisamente a ver, una historia de aventuras juveniles.
Tuvo
la suerte de emocionarse al encontrar sin presentirlo, con una de las
realidades de la vida, su inspiración sexual. Detalle que les pasaba
por alto a sus progenitores, cuando le ofrecían la posibilidad de
ver con ellos, la película de Gilda.
En
su pueblo por aquellos tiempos no era frecuente, que pasaran
películas de estreno, y menos del calibre de la que iban a reponer.
Cuando
llego el film de la hermosa Rita a la pantalla de aquel burgo,
llevaba la friolera de diez años proyectándose en las carteleras de
los mejores cines madrileños.
Montándose
entre lo lugareños, una especie de cruzada, proveniente del
inquilino oscuro de la parroquia, puesto que a Don Jeremías el
presbítero, no le parecía nada moral, que las piernas de la citada
Rita Hayworth, fueran vistas por los ciudadanos de aquel aislado
villorrio.
Se
montó una especie de cisma en la villa, pero ganaron los
aperturistas amantes del cine.
Entre
otras cosas, porque Don Julián, el dueño de la distribuidora del
local, había hecho el gasto en traer aquella proyección y no estaba
dispuesto a tener pérdidas.
Sus
padres le llevaron al ateneo, que era donde estaba la pantalla de
cine, por no dejarlo solo en la calle y se juntara con malas
compañas, o se fuera a la vera del rio a fumar de aquellos pitillos
llamados “Ideales”, que dejaban aquel pestazo en la ropa.
En
aquella localidad, no existía censura y como su abuelo era el que
llevaba el trajín del bar del centro, les salia gratis, el llevar al
nene. No pagaban más, si el chico asistía. Por lo que acudió.
Los
padres vieron la película en silencio, ni tan siquiera por la
emoción, notaron que a su lado estaba su hijo, que por cierto, tuvo
un subidón de adrenalina pasmoso, sin quizás llegar a entender en
su conjunto, todo el mensaje que Rita y Glenn, dejaron a bies, para
que la gente elucubrara.
Imaginando
que Gilda era Adelaida y que él mismo era Glenn Ford, creyéndolo,
aún y ahora que de aquello nada existe.
La
pregunta que le hizo a su padre al salir del cine, fue escueta y
directa—Papá, esos que han hecho la película, los actores. La
rubia y el tipo forzudo, ¿Se besan en la boca de verdad? No decís
tu y Don Jeremías, que es pecado dar besos a las niñas en la boca.
El
padre sin saber que decir, le contestó—una idiotez—de modo
indelicado y queriéndose quitar la respuesta de inmediato, le
replicó—No hijo; cuando llega el momento de besarse, los ayudantes
les ponen un cartón en los labios, para que no haya roce.
Aquella
estupidez dicha por su padre, que aun recordaba, le volvió a llevar
al deseo de Adelaida, a la que no besó jamás, no por falta de
ganas, si no por aquella falta de valor, que siempre le acompañaba.
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