lunes, 30 de diciembre de 2019

En el interior de la plantación




Se reunieron en la mesa los más allegados. Aquella familia decía ser de mucho postín, ¡ya lo creo!, tierras en América y latitudes desconocidas, cada año se hacían plantar una palmera diferente frente a la entrada de su hacienda, que por cierto, la tenían ubicada en el mismo centro de la ciudad de Guadalajara.
Las hijas parecía tuvieran tres tetas, porque cuando se miraban a los chavales del pueblo, los «normalitos», siempre reían ya que les encontraban algún defecto, en su cara, o en su cuerpo y sin conocerles de nada, ya los tildaban con uno u otro eslogan, no precisamente cariñoso.
Se codeaban con familias de alto abolengo, que tuvieran posibles, y que si por casualidad pactaban matrimonio, por conveniencias—,de otra forma no había boda—que las partes quedaran equitativamente adineradas y con más ingresos si cabe. Los hijos de los Castro Iruña, eran algo así como endiosados empedernidos, desde sus cunas, tan solo porque sus abuelos se morían de hambre y no tenían lugar dónde caerse muertos. Marcharon a las américas y después de maltratar a los jibaritos, algún que otro delito y varios actos delictivos, violación a los colonos y demás personas, hicieron aquellos capitales a base; dicen ellos—de su esfuerzo y trabajo—cuando todos sabemos que los honrados trabajadores, viven pero de millonadas no amasan, ni siquiera las sueñan. Alguna otra agravante cometerían para sumar estos venidos de la «alpargata», para soñar envueltos en sábanas de lino y darse masajes con leche de burra como las concubinas del Faraón.
Las grandes fortunas se amasan con otras leyes, con diferentes esfuerzos, y con otros tratos que no vamos a cosquillear ahora.
Cuando los bisabuelos de los Castro Iruña, salieron del pueblo, eran ya por aquellos entonces gente de medio pelo, los más pobres de la comarca, los que más problemas daban a los vecinos y los que infringían mejor la leyes.
Era muy difícil avenirse con ellos, y tras exigir lo indecible a sus patrones, «muchas obligaciones y poco curro», nadie les daba trabajo en las fincas adyacentes, por ello tuvieron que salir a buscarse la vida en los manglares de las plantaciones brasileñas, uruguayas o venezolanas.
Volvieron a los años, con un séquito de personas, que eran sus esclavos, todos ellos indígenas, que se traían a la fuerza, o de la manera más barata que podían para seguir sacándoles aquí en la piel de toro, el escrúpulo.

Anteriormente, no hace tantos años, las tradicionales fiestas navideñas, eran para ellos un infierno, no reunían en la mesa casi a nadie, que les pudiera proporcionar dividendos mientras se tomaban el caviar, o cuando sacaban aquellas botellas de ron de cosecha propia con formulación robada a los jibaritos.
Además tuvieron que usar de su imaginación, porque se hacían visitar una vez al año por aquellas fechas por algunos de los familiares que habían dejado en España, tan solo para poderles pasar por el hocico, aquellas servilletas de hilo, que les tejían y bordaban las esclavas que jamás sacaban sus cuerpos a la calle, por las prohibiciones del señor.
Cuando se juntaban todos los invitados se formaban unos pilfostios cojonudos, teniendo que poner fin a aquellos desmanes brutales, familiares.
Usando la imaginación descubrieron que cuando se juntaban hermanos y muy allegados, con sus parejas e hijos, aun se podía controlar el exagerado mal comportamiento, entre las personas y por nada y menos, se establecía una especie de batalla, similar a la de los niños cuando juegan en el bosque, con aquello tan manido del «pues yo más…que tu»

Todo obedecía—decía la abuela de la saga, Doña Marcela de Iruña— a la educación que muestran las personas, cuando tiene una copa de más.
Inclusive en algunos casos, ni siquiera serenos, saben comportarse, primero en familia, segundo en la mesa y tercero en sociedad, debido a las envidias y achares, pero cuando coincidían en la misma mesa y por supuesto en la misma fiesta, primos, sobrinos, suegros, parientes, compadres, se montaban unas historias que normalmente acababan además de con el champan francés: Chartogne-Taillet, un caldo procedente del extremo sur del macizo de Saint-Tierry, muy apreciado y conocido desde entonces en toda la provincia de Guadalajara, y el coñac: «Cognac Armagnac» la Fontaine tres estrellas. Un brandy inigualable al gaznate de los entendidos y de los buenos saboreadores de autenticidad, whisky americano, y licores que se servían a granel casi, con la paciencia de los que estaban sobrios y sosegados.
Como es normal, los borrachos, no se enteraban de la fiesta y cuando se les pasaba la «mona», creían que habían estado selectos, a la altura de sus apellidos, o sea como becerros endiablados. Ajustándose los cabellos y los senos en las cazoletas de los sostenes las damas, por las autorizaciones sexuales y mete manos que habían permitido ellas mismas, a cualquiera que estuviera a caldo. Actos que sucedían siempre con el sigilo y el secreto de aquellas grandes señoras, con sus pertrechos y joyas, anuencias y permisos y por los coitos en los pasillos a modo de aquí te pillo, aquí te jodo, que solían suceder en la Nochebuena.






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