Se
reunieron en la mesa los más allegados. Aquella familia decía ser
de mucho postín, ¡ya lo creo!, tierras en América y latitudes
desconocidas, cada año se hacían plantar una palmera diferente
frente a la entrada de su hacienda, que por cierto, la tenían
ubicada en el mismo centro de la ciudad de Guadalajara.
Las
hijas parecía tuvieran tres tetas, porque cuando se miraban a los
chavales del pueblo, los «normalitos», siempre reían ya que les
encontraban algún defecto, en su cara, o en su cuerpo y sin
conocerles de nada, ya los tildaban con uno u otro eslogan, no
precisamente cariñoso.
Se
codeaban con familias de alto abolengo, que tuvieran posibles, y que
si por casualidad pactaban matrimonio, por conveniencias—,de otra
forma no había boda—que las partes quedaran equitativamente
adineradas y con más ingresos si cabe. Los hijos de los Castro
Iruña, eran algo así como endiosados empedernidos, desde sus cunas,
tan solo porque sus abuelos se morían de hambre y no tenían lugar
dónde caerse muertos. Marcharon a las américas y después de
maltratar a los jibaritos, algún que otro delito y varios actos
delictivos, violación a los colonos y demás personas, hicieron
aquellos capitales a base; dicen ellos—de su esfuerzo y
trabajo—cuando todos sabemos que los honrados trabajadores, viven
pero de millonadas no amasan, ni siquiera las sueñan. Alguna otra
agravante cometerían para sumar estos venidos de la «alpargata»,
para soñar envueltos en sábanas de lino y darse masajes con leche
de burra como las concubinas del Faraón.
Las
grandes fortunas se amasan con otras leyes, con diferentes esfuerzos,
y con otros tratos que no vamos a cosquillear ahora.
Cuando
los bisabuelos de los Castro Iruña, salieron del pueblo, eran ya por
aquellos entonces gente de medio pelo, los más pobres de la comarca,
los que más problemas daban a los vecinos y los que infringían
mejor la leyes.
Era
muy difícil avenirse con ellos, y tras exigir lo indecible a sus
patrones, «muchas obligaciones y poco curro», nadie les daba
trabajo en las fincas adyacentes, por ello tuvieron que salir a
buscarse la vida en los manglares de las plantaciones brasileñas,
uruguayas o venezolanas.
Volvieron
a los años, con un séquito de personas, que eran sus esclavos,
todos ellos indígenas, que se traían a la fuerza, o de la manera
más barata que podían para seguir sacándoles aquí en la piel de
toro, el escrúpulo.
Anteriormente,
no hace tantos años, las tradicionales fiestas navideñas, eran para
ellos un infierno, no reunían en la mesa casi a nadie, que les
pudiera proporcionar dividendos mientras se tomaban el caviar, o
cuando sacaban aquellas botellas de ron de cosecha propia con
formulación robada a los jibaritos.
Además
tuvieron que usar de su imaginación, porque se hacían visitar una
vez al año por aquellas fechas por algunos de los familiares que
habían dejado en España, tan solo para poderles pasar por el
hocico, aquellas servilletas de hilo, que les tejían y bordaban las
esclavas que jamás sacaban sus cuerpos a la calle, por las
prohibiciones del señor.
Cuando
se juntaban todos los invitados se formaban unos pilfostios
cojonudos, teniendo que poner fin a aquellos desmanes brutales,
familiares.
Usando
la imaginación descubrieron que cuando se juntaban hermanos y muy
allegados, con sus parejas e hijos, aun se podía controlar el
exagerado mal comportamiento, entre las personas y por nada y menos,
se establecía una especie de batalla, similar a la de los niños
cuando juegan en el bosque, con aquello tan manido del «pues yo
más…que tu»
Todo
obedecía—decía la abuela de la saga, Doña Marcela de Iruña— a
la educación que muestran las personas, cuando tiene una copa de
más.
Inclusive
en algunos casos, ni siquiera serenos, saben comportarse, primero en
familia, segundo en la mesa y tercero en sociedad, debido a las
envidias y achares, pero cuando coincidían en la misma mesa y por
supuesto en la misma fiesta, primos, sobrinos, suegros, parientes,
compadres, se montaban unas historias que normalmente acababan además
de con el champan
francés:
Chartogne-Taillet,
un caldo procedente del extremo sur del macizo de Saint-Tierry,
muy
apreciado y
conocido desde entonces en toda la provincia de Guadalajara,
y el coñac:
«Cognac Armagnac» la Fontaine tres estrellas. Un brandy
inigualable
al gaznate de los entendidos y de los buenos saboreadores de
autenticidad,
whisky americano,
y licores que se servían a
granel casi, con
la paciencia de los que estaban sobrios y sosegados.
Como
es normal, los borrachos, no se enteraban de la fiesta y cuando se
les pasaba la «mona», creían que habían estado selectos, a la
altura de sus apellidos, o sea como becerros endiablados. Ajustándose
los cabellos y los senos en las cazoletas de los sostenes las damas,
por las autorizaciones sexuales y mete manos que habían permitido
ellas mismas, a cualquiera que estuviera a caldo. Actos que sucedían
siempre con el sigilo y el secreto de aquellas grandes señoras, con
sus pertrechos y joyas, anuencias y permisos y por los coitos en los
pasillos a modo de aquí te pillo, aquí te jodo, que solían suceder
en la Nochebuena.
0 comentarios:
Publicar un comentario