Entonces
que sabéis de Paco y de Angel—preguntó la rectora, Piedad Riaño
a los celadores del Hospicio de Alella, aquella mañana de octubre
del año 1938, cuando las tropas republicanas, recogían a los
huérfanos de los puntos establecidos y los trasladaban a Rusia y a
Francia. Apremiados por las tropas populares.
Uno
de los vigilantes, Marcel, habló para decir que—: a Angel, lo subí
yo mismo, al camión Hispano Suiza, y puedo recordarlo con mucha
seguridad. Su hermano Paquito, no estaba en la lista por lo que me
costó mucho separarles, al final a base de golpes y manotazos lo
conseguí, era la única forma. Les separé, pero dadas las
circunstancias y la ausencia de ambos, puedo imaginar que es, lo que
ha ocurrido con ellos, sabiendo de la vertiginosa capacidad de
escudriñarse del hermano mayor—Eso no me vale—replicó con
fiereza Piedad, amenazando a sus adláteres, con medidas severas y
volvió a exigir explicaciones—Entonces, que ha pasado, quien ha
fallado en el control y recuento de los niños que iban para Rusia.
Muy
nerviosa balbuceaba Riaño, sin dar crédito a lo que pasaba—Faltaba
uno de los designados y es muy gordo el tema por la falta de
seguimiento y vigilancia.
Se
han dado cuenta los armadores en el puerto a la hora del embarque,
que la lista oficial, no iba al completo y han pensado, que hacíamos
nosotros un chanchullo, al no dar una razón convincente ni
responsabilizarse del menor. Dejando la patata caliente al hospicio,
y estos al Partido, que sin poder improvisar, ni adjudicar otro niño
que cubriera esa falta, se nos ha visto el culo—Siguió gritando.
Fuera
de sí, más por las repercusiones que por la falta y cuidado de la
criatura. Alarmando a todos lo allí presentes en pos de cargar las
culpas alguno de sus colegas, voceaba de forma grosera aquella
mujerona rudimentaria— ¡Así vamos a ganar la guerra!.
Desesperada
gritaba al cielo de Alella, aquella comisaria mutilada de cariños y
de apegos hacia los demás, haciendo hincapié sin cesar—Quien sepa
más de este tema, que lo diga ¡por favor!, he de rellenar el parte
de oficio y no tengo excusa posible que argüir, primero al Comisario
de Guerra y después—argumentaba la jefa—A la madre.
Cargada
de rabia y de rencor, por la pirula de la que había sido objeto,
para seguir con la arenga que pronunciaba—Que le digo yo a su
madre, qué con seguridad vendrá a conocer el paradero de los
Montejo. ¡Cómo coño
le miento a esa mujer, que suene a realidad y no me cruce la cara de
un sopapo!
Un
instructor del hospicio, Giovani, también aportó datos en aquel
instante, ya que era el que hacía el recuento final y vigilaba que
ninguno pudiera evadirse de la trena, siendo el que certificó la
expedición de repatriado, con el número exacto de huérfanos. Todos
ellos cotejados por los voluntarios de Cruz Roja, entidad que hacía
el acarreo de los chiquillos, hasta el puerto de Barcelona, para
embarcarlos con destino a Leningrado.
—Puedo
decirle con seguridad—siguió Giovani— que Angel, estaba ubicado
en el camión, agazapado con otro compañero, que no le vi la cara,
pero siempre solía aferrarse a él, cuando notaba la falta de su
hermano Paco.
—¡De
acuerdo pero donde coño están!, dónde se esconden esos dos
hideputa, que nos han jodido el futuro a todos, sin necesidad de
bombas—preguntaba Piedad a sus camaradas—¿Dónde diablos se han
escondido los hermanos Montejo?,
y cuando saltaron del camión, habrán tenido que volver a la
inclusa, por pelotas. Son demasiado pequeños para saber llegar a
cualquier lugar solos, o me vais a decir que han llegado como
turistas al barco, y se han acomodado con los Comisarios del Partido,
aprovechando que huyen despavoridos.
Nadie
se atrevió ni supo contestar. Nadie reclamó la ausencia de aquellos
dos hermanos.
La
madre, María, se la tragó la tierra y jamás volvió a acercarse a
Alella, a las instalaciones de donde desaparecieron sus dos hijos,
donde nadie hubiese podido dar señas del paradero de Angel y Paco.
El
Estamento Oficial de Menores, evitó el dar explicaciones creíbles,
a la familia de los afectados, haciendo ver que habían sido
transportados con normalidad a Rusia.
Los
bombardeos llegaron a la ciudad, y aquel asunto como otros miles de
ellos, quedaron en la más inmunda injusticia.
Al
cabo de veinte años, María después de mil y una vicisitud, murió
y aquellos hermanos volvieron a encontrarse. El sepelio los reunió,
tras haber separado sus vidas cada cual en busca del sustento.
Angel,
ya casado en Francia, igual que Paco, pero éste; residiendo cerca de
Nous Barris y al cargo de su madre siempre.
Una
simpleza casual les llevó al recuerdo de la evasión, que por lejano
jamás olvidaron.
Estando
en el Cementerio de Casa Antúnez, divisaron desde aquel monte a lo
lejos el puerto de Barcelona, y con ello el recuerdo de su fuga,
aquel octubre del treinta y ocho, de nefastas vivencias.
—¿Paquito,
te dice algo esa vista? —Preguntó el hermano menor—Los barcos,
la gente el ruido, las bombas, el hambre y mi miedo—gimiendo
continuó.
—Si
no hubiese sido por ti, nos hubiesen separado como lo hacen con las
bestias, aún sueño lamentablemente con aquello—Acabó Ángel la
frase con lágrimas en sus ojos y mirando compasivo a Paquito, esperó
le aclarara si podía aquella pena máxima.
—La
vida es agria, y es la cruel autora, y la que se encarga de unir o
separar, a las personas, entre otras muchas cosas que no nos gustan.
En
aquella ocasión—sentenció Paco, meciéndose el cabello—no pudo
con nosotros, sin embargo, después has estado más de diez años en
Francia, y jamás has recordado, el puerto, ni la fuga, ni tu miedo,
ni siquiera a tu madre que hoy parte de este mundo, para siempre
jamás. Sin que la podamos bajar del camión.
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