sábado, 28 de diciembre de 2019

Los huídos del hospicio



Entonces que sabéis de Paco y de Angel—preguntó la rectora, Piedad Riaño a los celadores del Hospicio de Alella, aquella mañana de octubre del año 1938, cuando las tropas republicanas, recogían a los huérfanos de los puntos establecidos y los trasladaban a Rusia y a Francia. Apremiados por las tropas populares.
Uno de los vigilantes, Marcel, habló para decir que—: a Angel, lo subí yo mismo, al camión Hispano Suiza, y puedo recordarlo con mucha seguridad. Su hermano Paquito, no estaba en la lista por lo que me costó mucho separarles, al final a base de golpes y manotazos lo conseguí, era la única forma. Les separé, pero dadas las circunstancias y la ausencia de ambos, puedo imaginar que es, lo que ha ocurrido con ellos, sabiendo de la vertiginosa capacidad de escudriñarse del hermano mayor—Eso no me vale—replicó con fiereza Piedad, amenazando a sus adláteres, con medidas severas y volvió a exigir explicaciones—Entonces, que ha pasado, quien ha fallado en el control y recuento de los niños que iban para Rusia.

Muy nerviosa balbuceaba Riaño, sin dar crédito a lo que pasaba—Faltaba uno de los designados y es muy gordo el tema por la falta de seguimiento y vigilancia.
Se han dado cuenta los armadores en el puerto a la hora del embarque, que la lista oficial, no iba al completo y han pensado, que hacíamos nosotros un chanchullo, al no dar una razón convincente ni responsabilizarse del menor. Dejando la patata caliente al hospicio, y estos al Partido, que sin poder improvisar, ni adjudicar otro niño que cubriera esa falta, se nos ha visto el culo—Siguió gritando. 

Fuera de sí, más por las repercusiones que por la falta y cuidado de la criatura. Alarmando a todos lo allí presentes en pos de cargar las culpas alguno de sus colegas, voceaba de forma grosera aquella mujerona rudimentaria— ¡Así vamos a ganar la guerra!.
Desesperada gritaba al cielo de Alella, aquella comisaria mutilada de cariños y de apegos hacia los demás, haciendo hincapié sin cesar—Quien sepa más de este tema, que lo diga ¡por favor!, he de rellenar el parte de oficio y no tengo excusa posible que argüir, primero al Comisario de Guerra y después—argumentaba la jefa—A la madre.
Cargada de rabia y de rencor, por la pirula de la que había sido objeto, para seguir con la arenga que pronunciaba—Que le digo yo a su madre, qué con seguridad vendrá a conocer el paradero de los Montejo. ¡Cómo coño le miento a esa mujer, que suene a realidad y no me cruce la cara de un sopapo!

Un instructor del hospicio, Giovani, también aportó datos en aquel instante, ya que era el que hacía el recuento final y vigilaba que ninguno pudiera evadirse de la trena, siendo el que certificó la expedición de repatriado, con el número exacto de huérfanos. Todos ellos cotejados por los voluntarios de Cruz Roja, entidad que hacía el acarreo de los chiquillos, hasta el puerto de Barcelona, para embarcarlos con destino a Leningrado.
Puedo decirle con seguridad—siguió Giovani— que Angel, estaba ubicado en el camión, agazapado con otro compañero, que no le vi la cara, pero siempre solía aferrarse a él, cuando notaba la falta de su hermano Paco.

¡De acuerdo pero donde coño están!, dónde se esconden esos dos hideputa, que nos han jodido el futuro a todos, sin necesidad de bombas—preguntaba Piedad a sus camaradas—¿Dónde diablos se han escondido los hermanos Montejo?, y cuando saltaron del camión, habrán tenido que volver a la inclusa, por pelotas. Son demasiado pequeños para saber llegar a cualquier lugar solos, o me vais a decir que han llegado como turistas al barco, y se han acomodado con los Comisarios del Partido, aprovechando que huyen despavoridos.
Nadie se atrevió ni supo contestar. Nadie reclamó la ausencia de aquellos dos hermanos.
La madre, María, se la tragó la tierra y jamás volvió a acercarse a Alella, a las instalaciones de donde desaparecieron sus dos hijos, donde nadie hubiese podido dar señas del paradero de Angel y Paco.
El Estamento Oficial de Menores, evitó el dar explicaciones creíbles, a la familia de los afectados, haciendo ver que habían sido transportados con normalidad a Rusia.
Los bombardeos llegaron a la ciudad, y aquel asunto como otros miles de ellos, quedaron en la más inmunda injusticia.

Al cabo de veinte años, María después de mil y una vicisitud, murió y aquellos hermanos volvieron a encontrarse. El sepelio los reunió, tras haber separado sus vidas cada cual en busca del sustento.
Angel, ya casado en Francia, igual que Paco, pero éste; residiendo cerca de Nous Barris y al cargo de su madre siempre.
Una simpleza casual les llevó al recuerdo de la evasión, que por lejano jamás olvidaron.
Estando en el Cementerio de Casa Antúnez, divisaron desde aquel monte a lo lejos el puerto de Barcelona, y con ello el recuerdo de su fuga, aquel octubre del treinta y ocho, de nefastas vivencias.

¿Paquito, te dice algo esa vista? —Preguntó el hermano menor—Los barcos, la gente el ruido, las bombas, el hambre y mi miedo—gimiendo continuó.
Si no hubiese sido por ti, nos hubiesen separado como lo hacen con las bestias, aún sueño lamentablemente con aquello—Acabó Ángel la frase con lágrimas en sus ojos y mirando compasivo a Paquito, esperó le aclarara si podía aquella pena máxima.
La vida es agria, y es la cruel autora, y la que se encarga de unir o separar, a las personas, entre otras muchas cosas que no nos gustan. 

En aquella ocasión—sentenció Paco, meciéndose el cabello—no pudo con nosotros, sin embargo, después has estado más de diez años en Francia, y jamás has recordado, el puerto, ni la fuga, ni tu miedo, ni siquiera a tu madre que hoy parte de este mundo, para siempre jamás. Sin que la podamos bajar del camión.




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