Tenia
la costumbre de tomar aquel tren de cercanías todas las mañanas, en
la estación del Clot con destino hacia el trabajo. Frecuentaba el
mismo vagón y su viaje siempre lo hacia a la misma hora, sin
defecto, por cumplir con el horario tan exigente al que se
enfrentaba. Así que en el último coche
del convoy
de Renfe, y en la tercera fila desde la ultima puerta a la izquierda,
compartía viaje con Don
Terencio
Aguilera.
Estos
ya se conocían de tanto darle a la «sin
hueso»
y aquella mañana al
llegar al departamento
del ferro
transportado de pasajeros lo saludó,
como
de costumbre.
Como
siempre iba escribiendo en chino, «escribir
en chino, era la broma que le gastaba al músico, por componer
sus partituras en
el papel pautado de solfeo».
Paulino,
laboraba en una oficina dedicada al servicio informático, uno de los
antiguos Centros de Cálculo. Aquellos
núcleos que daban avío
particular de sus grandes procesos, a diversas empresas menores, que
no tenían posibilidad de sostener en sus departamentos; uno de
aquellos ordenadores de IBM, Siemens, o Nixdorf y el personal dotado,
para llevar a cabo aquellos trabajos mecanizados y puntuales. Donde
la tecnología estaba tomando cuerpo y sustituyendo los «manguitos»,
de aquellos contables de principios y
mediados de
siglo, con visera incluida, que dedicaban horas y horas,
a cuadrar los números.
Envueltos
con la teneduria de libros, mercadeando
con
las entradas y salidas de
partidas contables y
hasta que el saldo arrojado no era el correcto, y todo estaba
cuadrado al céntimo, nadie abandonaba
la brega.
Fue
el comienzo de la década de los años setenta, y era cuando estaban
de moda todas aquellas «”maquinazas o maquinones”» dotados de
una Unidad Central de Proceso «UCP», y a lo sumo una lectora de
tarjetas perforadas y una impresora.
Unos
trastos poco vistos para el gran público, y grandiosos en su
enjundia, que tras el cálculo y sus operaciones lo imprimían, en
miles y miles de hojas continuas, de sobres de nóminas, pedidos de
material a diferentes proveedores, para las empresas grandes y
medianas.
Se
repartía aquella nueva tecnología, por el suelo patrio, a cuenta
gotas. Contaban con ellas, tan solo aquellos Consorcios inmensos o
las sociedades anónimas potentes, por ser las que podían utilizar
la informática.
Dentro
de ese «grupeto» privilegiado estaban las ya, poderosas
Constructoras de automóviles, los diferentes Ministerios del Estado,
el Banco de España, las poderosas eléctricas del país, los
influyentes bancos importantes y como no; en nuestro territorio, la
Empresa Nacional, mas grande de transporte ferroviario.
En
una de ellas es donde trabajaba Paulino,
interviniendo y manipulando, uno de esos «”cacharrones”», con
una memoria de proceso de unos 56 kilobytes, que por aquellos
tiempos, eran lo más sofisticado y avanzado en ofimática.
Venidos
de Estados Unidos y avalados por la
firma americana, la conocida como «International Busines Machines;
IBM». Destacando
de entre la familia de las Unidades Centrales de Proceso, la IBM 370,
que fue la unidad central más famosa de su generación.
Aquel
joven se las prometía, más que nada por el sueldo que gracias a su
trabajo, y los estudios que conllevaba, estaba aportando a su casa.
Su
edad, sus ideales, sus inicios, sus conquistas juveniles, y ver que
la política, dominaba a casi todas las rendijas y a todos los
habitantes de su entorno. Sin descubrir de momento los engaños y
mentiras de todos los que se dedicaban a ella, para medrarse y jamás
para ayudar al pueblo.
En
aquel tiempo trataban a la mayoría de los mortales, como rutilantes
catetos y desinformados, y el país estaba en manos de las familias
mas poderosas y millonarias.
Para
Paulino, todo era precioso, y no podía ver la trampa y los embustes
que la vida le iba a ir mostrando a partir precisamente de aquel
tiempo y el que le iba a abrir los ojos de las tantas mentiras, iba a
ser precisamente su compañero de viaje.
Desde
el comienzo, entre ellos, hubo una especie de caricias invisibles, al
conocer a Don Terencio. Este hombre solitario y aguerrido, le tomó
una especie de cariño, al muchacho, detalle que se hizo recíproco y
notorio y disfrutaban ambos del viaje hacia sus respectivas faenas,
cada mañana.
No
iba a ser diferente de otros días, viéndole muy preocupado, más
que eso totalmente cabreado y déspota, con lo que Paulino al
advertir, semejante situación preguntó.
—Quizás
esté enfadado porque le distraigo y no puede concentrarse en esa
música. Su saludo ha sido muy flaco y desanimado, ¿Le ocurre algo,
Terencio?
Aquel
señor bigotudo, entrado en edad, iba a propinarle una contestación
en Sol mayor, pero «pensó con certeza», que Paulino, no tenía
pizca de ritmo sostenido, ni culpa, en que «las corcheas»
estuvieran mal dibujadas en el papel pautado, y afinó la voz para
decirle
—No
digas nada, pero me tienen hasta los mondongos, por no decir una
barbaridad—significó Terencio, con ese afecto que entre ambos se
dispensaban.
—Cuente
Ud, Don “Teren”, que quiero enterarme de todo el follinete, que
lleva entre manos y acabe de contarme como acabó la edición de
aquel festival famoso de San Remo, al que hicieron ganar a quien
ellos les dio la gana, sin merecerlo y a uno de los participantes
encontraron muerto en la habitación del hotel.
—¿Y
tu cómo sabes eso?—le susurró Don Terencio
—Pues,
porque Ud. en una ocasión medio cabreado aquí en este perímetro,
lo iba hablando entre cambios en la partitura, y entre borrones,
entre la ringlera de su música blanca y pensé en preguntarle en
alguna ocasión.
El
músico, viendo la frescura de Paulino, y sus grandes aptitudes para
asimilar lo que pudiera llegarle como experiencia le contó «Si
supieras amigo juvenil, lo que he de hacer para poder comer, te
quedarías perplejo; que sepas—ahora mismo, afirmó Terencio—esta
partitura no es para mi—le confesó musicalmente a su alegre
compañero de viaje
—La
estoy componiendo, para el famoso y televisivo esposo de la
«cantarina sevillana» ¡Esa tan requetecuapa!, y que sepas que será
una de las canciones más populares, del verano de este, mil nueve
setenta y tres.
—¡No
joda, Don “Teren”!—Dijo Plácido, compungido—Interesándose
por más noticias del zurrón del viejo músico, que había pasado
por todas. Desde que le pusieron de “patitas en la avenida”,
cuando colaboraba como pianista en la Orquesta Malavella.
Durante
el bien sabido año del cincuenta y ocho, por «azafranarse» a la
cantante principal, y amante del mecenas y dueño de la banda
musical.
—Don
Terencio, no me diga, que usted está componiendo para otros músicos,
a cambio de una limosna, o aunque no lo sea, a cambio de un
«sueldecito» moderado, para estos destacados “melenas” que a
cada momento están sacando una canción del verano y ademas con
éxito.
—Así
es; y para más «inri» disponen de la plataforma de la televisión
estatal, presumiendo de unas canciones de mi autoría, que se han
compuesto en el trayecto desde la estación de Renfe en el Clot,
hasta llegar a la neblinosa ciudad de Mollet, ¡¿Que te parece?!
—Me
parece muy mal, ¡pero usted!, por qué, lo hace.
—¡Para
poder comer!
Amigo
Plácido, ¡Para poder comer!
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