sábado, 7 de septiembre de 2019

El hallazgo




Caminaba Vivaldo, por el camino que da al molino, iba sólo y ese recorrido lo solía hacer bastante a menudo, para quemar esas calorías que le sobraban.
El sol apretaba, y se acercó con la idea de cubrirse un tanto, a la sombra de un centenario olivo, que estaba a no más de tres metros del borde de la carretera.

Curiosamente pensó que nunca se había fijado en el árbol, porque quedaba un tanto disimulado al paso y más, si hacías el recorrido en coche.
Desde ahí se veía el molino viejo y abandonado a lo lejos, y en aquel enclave, no solían pararse ni si quiera las cabras. 

Los matojos tenían cierta altura y tapaban un tanto el suelo pedestre que jamás se pisaba. Miró el enramado de la copa arbórea y vio la flor chiquita de la olivera, que al ser hoja perenne, se mantenía siempre pegada en los brotes. 

Al bajar la cabeza, el teléfono móvil, se le cayó al suelo repentinamente, y al agacharse para recogerlo, tuvo que apartar el tupido manto vegetal, para encontrarlo.
Se fijó por casualidad, que desde una hendidura profunda del tronco, que se incrustaba, dentro del propio árbol, notábase de una especie de reflejo vitral, que una vez hurgó el joven Vivaldo, le llamó profundamente la atención. 

Poniendo en el detalle su concentración, para conocer de que se trataba, aquella reverberación mínima de luz y en el empeño, lo descubrió.
Tuvo bastante dificultad en desatascar aquella vasija de cristal opaco, que medio sobresalía de los tueros y costurones del bajo tronco, y que con el paso de los años, la propia naturaleza, fue tupiendo y disimulando, para que si no se daba un milagro, poder descubrirlo. 

Arrastró aquel tarro de vidrio, y pudo sacarlo a la superficie, con sumo cuidado para evitar dañarlo y, tras un esfuerzo delicado, quedó en sus manos.
El colorido de aquella especie de odre acristalado, era más bien del tono del propio elemento químico del yodo farmacéutico. Con ello, estuvo tantos lustros disimulado entre las grietas del olivo, sin que nadie, absolutamente nadie, diera con él.

Una vasija obturada en su bocacha por una especie de tapón cilíndrico de madera de mar. Al destaparlo vio en su interior un cacho de lápiz de punta y mina gruesa, un trozo de piel de carnero curtido, presto a modo de papiro, que al sacarlo a la luz comprobó que tenía una inscripción, hecha por aquel pedazo de carboncillo, que decía:

 «anda la vereda y a la izquierda debajo de la piedra roja, verás que hacer. Luego entrégala a su dueña, dile que a mi me asesinó su hermano Damn, para mantenerme la boca cerrada. 18 de agosto del año; 1937.»

Recogió el teléfono del suelo Vivaldo, lo limpió y después de guardarlo, de nuevo revisó el mensaje escrito en el cuero del pellejo, que llevaba guardado en el cubil, ochenta años

Se giró buscando la vereda, y reconoció el maltrecho sendero, que se dibujaba inerte y abandonado hacia la casita de piedra que medio derruida aguantaba a no menos de una legua de distancia, desde el arcén de la carretera.

Con interés y bordeando el barbecho, fue comprobando si existía alguna piedra de tono rojizo o similar, que destacara de las demás.
Inició su análisis por su mano derecha y no fue hasta que en el retorno, en la parte opuesta; en el colindante zurdo del camino, donde avistó una piedra singular con betas anaranjadas. 

Un mini bloque sillar, que destacaba del resto de las demás, si le ponías la atención necesaria.
Enterrada casi completa en el firme, sujeta, inamovible por los años que había estado esperando, el desenlace.
Con la ayuda de una rama gruesa, seca y puntiaguda a modo de escarpa, que halló en el borde del vergel, procedió a descubrirla de inmediato, no sin la angustia de saber, que se trataba del secreto de un asesinato, guardado discretamente, sin que al responsable, se le juzgara

Levantó aquella granítica losa de su encunado, encontrando debajo de la misma, semi hundida; una cajuela mediana, de bronce, y en su reservado, debidamente almacenado, guardaba un medallón de oro, un camafeo extraordinario, de una de tantas Vírgenes habidas, del tamaño de un duro de Alfonso XII.

La gran medalla, era de una inmaculada virginal desconocida para él, y tras de la misma, en relieve, significaba un enunciado, dedicado a una muchacha.
Se distinguía el grabado, con dos nombres, el de su amada y el firmante, que según el pergamino escondido en el odre, moriría poco después.

«Serás mi alondra blanca; siempre» para Maitechu, de su Fidel.

La única Maitechu censada en aquel pueblo, era la abuela de Vicaldo, ya octogenaria y Damían, ya difunto; había sido su tio abuelo materno. 

Un ciudadano respetado que llegó a ser Senador y Parlamentario.

Fidel desapareció de la villa, acusado sin pruebas.
Algunos vecinos le cargaron con los desacatos de traición y delación, quedando marcado su nombre y su familia, injustamente.









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