Había
pensando en tomarse la tensión arterial aquella mañana. No navegaba
demasiado confiado en su equilibrio y quiso saber a que se debían
aquellos síntomas.
No
las tenía todas consigo, desde que sonó su despertador había
perdido el norte en un par de ocasiones y, eso no era normal.
Claro
que,—pensaba—«la mañana, que no navego firme desde el inicio,
es síntoma de flojera, tensión o hambre».
Así
que pronto intentó ponerle fin aquel cuadro de ansiedad pasajero,
que ya, tan acostumbrado le tenía.
Entró
en la cafetería y como cada día al verle llegar Romina, la
empleada, le miró para confirmar si su consumición sería la de
siempre.
Sus
miradas se cruzaron a la par que se entendieron, Donald se sentó
junto a la ventana de todos los días, para ver pasar mientras
desayunaba a la muchacha de las trenzas rubias y el trasero
respingón.
Le
recordaba sus veinte años, su juventud dorada, sus años verdes, la
felicidad apresurada, las contradicciones espontáneas. Quizás el
mejor tramo de su vida.
El
periódico matutino, no estaba al abasto, lo leía en aquel instante
Matthews, el dueño de la casa de reparación de calzado de la acera
de enfrente.
Un
hombre, entrado ya en años, orondo y grueso donde los hubiera—volvió
a recapacitar Donald, analizando en su propia mente aquel flash
—«Claro
que yo le voy a la zaga, en cuanto al peso corporal, como siga así,
al final me descubrirán la obesidad mórbida que oculto» y volvió
a su mundo porque tras aquellos amplios ventanales, pasaba distraída
la hermosa de los rizos Lorraine Watson, con el meneo de su cintura,
dejando estupefactos a cuantos la miraban.
Entonces
llegó a la altura de su mesa Romina, con el servicio del desayuno y
le conminó con gracia—¡Ey! Despierta y ¡Vuelve! —y dijo
graciosa—Unas que lo somos y otras que lo parecen.
—Que
quieres decir con eso Romina, que no he llegado a comprender tu
sugerencia—incidió Donald, sonriendo porque se había visto
sorprendido.
—Pues
eso que piensas, que pasa la rubia farmacéutica y, todos suspiráis,
todos os la coméis con los ojos, y una que no es de piedra, y está
aquí todo el santo día; dándoos servicio de barra, no apreciáis
los sacrificios que por vosotros hace y no recibe ni un solo
requiebro.
—No
seas celosa, que tanto a ti, como a mi, se nos ha pasado la edad de
exigir, no crees preciosa Romina—Asintió con lascivia Donald,
mirándola con agrado a la altura de su firme estómago, sin
rechistar esperando que aquella mujer le devolviera algún descaro.
—¿No
vas a ir hoy a la farmacia? ¿A buscar las medicinas de los
crónicos?—inquirió graciosa Romina, llevando sus ojos a la
ajamonada tripa de Donald.
—¡Sí!
He de ir pero para ver que me pasa, he perdido el quicio y no se a
que se debe. Igual estoy desequilibrado por tanta pastilla.
—Debes
estar flojo, ¿No crees Donald? Le insinuó con mucha enjundia
Romina, invitándole a que comenzara a desayunar. No sin antes
advertirle, que una vez estuviera en la farmacia, le dijera a
Lorraine, que lo pesara, que posiblemente esos desequilibrios fueran
por exceso de grasa.
—Tan
grueso me notas querida—preguntó asustado el bueno de Donald.
Haciendo
recordar a Romina, con aquella pregunta, el por qué, se reían, hace
unos años los dos, en cuanto Donald se situaba frente a una balanza.
—No
me contestas, ¿En que piensas?, ¡Vamos dímelo.
Reaccionando
la empleada, con un —no te lo tomarás a mal y acosó—Si te digo
que me has llevado hacia atrás en el tiempo. ¡Que fuerte!
Igual
ni lo crees —Suspiró y se relamió los labios antes de decir—:
Lo recuerdas cuando intentabas pesarte en la balanza de la farmacia,
tenías que saltar, para que las agujas se movieran ¿Recuerdas
Donald? Que delgado que estabas y que guapo.
—¡Claro
que lo recuerdo! Ya ves, antes tenía que bailar, para que marcara mi
peso y se movieran las agujas de la báscula.
Ahora,
en cuanto me dispongo frente a esas máquinas electrónicas del
control de la masa corporal, de la estatura y del peso, se disparan a
lo loco esos dígitos diabólicos para hacerme reaccionar y como el
que no quiere la cosa, insultarme en la cara.
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