Edgardo
Natillas, como siempre quiso sobresalir por encima de los demás amigos. Ofreciendo
la noticia del asesinato de Ingrid, esposa de Servando que una vez regresó de
Australia, reunió al grupo de los amigos de siempre para dar detalles del
penoso y largo incidente, sufrido en Brisbane.
Todos conocían
a Natillas. Con ninguno de los colegas de juventud, mantenía unas relaciones de
amistad, debido a su forma de ser tan desquiciante.
Era un defecto
que él no se advertía, pero que los demás detestaban de su persona. No era
tampoco la única lacra que atesoraba. Incluía en su esencia, ser un insolente y
embustero. Algo aparente y traidor en sus comentarios y concepciones. Nadie tenía
la suficiente confianza para indicarle que corrigiera aquellas virtudes
nefastas, y casi la mayoría de los que le soportaban lo tildaban en privado.
De según que
temas es imposible tratar con él, a no ser que tuvieras ganas de discutir y
enfadarte. Es un tipo engreído que siempre lo sabe todo. De lo que presume y se
jacta indolente como “gallo morón”. Y añade con muy poca vergüenza que domina
cualquier situación de forma inminente y con exquisitez.
Con lo que se
hace bastante pesado mantener con el señor Natillas, cualquier diálogo.
Además tiene
otra virtud, que interrumpe al más pintado antes que acabe de hablar. Dejando
su coletilla, como si fuera un doctor en la materia.
En asuntos de política,
tanto actuales como pretéritos, es meramente un atrevimiento llevarle la
contraria o poner tu punto de vista, como comentario propio.
Se trastorna,
se le hincha el pecho decepcionado por una zozobra irreal y de pronto, por arte
de “birlibirloque” mientras balbucea, se le escapan inmensidad de esputos
accidentales. Efecto desagradable que se conoce en inglés como "gleeking",
y que en español no tiene una palabra única para su designación, pero se puede
describir como; desprender mucosidades o expulsar cardenales salivares.
Es un tipo poco
gracioso aunque se analice desde una perspectiva imaginaria. Sin dudarlo el clásico
prepotente, “Siete ciencias” que existe en todo grupo de amigos o familia.
En aquella ocasión
como en tantas otras quiso destacar y robarle la palabra a Servando Noguerol. Amigo,
que hacía tiempo no se reunían debido a que se había mudado de país.
Ahora vivía en
Australia y había llegado a España, para liquidar con las pocas posesiones que
contaba. Y además, pretendía explicarles a todos los colegas allí reunidos. Amigos
de juventud, como transcurren sus días. Su vida, en el continente Oceánico, y
cual fue en realidad por lo que estuvo un tiempo encarcelado por una acusación
falsa a la que imputaron.
Ya llevaba
tiempo exponiendo su verdad y dando fehacientes pruebas de certidumbre de lo
ocurrido hacía mas o menos cuatro años. Y haciendo gestos a Edgardo, para que
no interrumpiera su charla. Que desmedido como en él era norma, necesitaba
introducir sus alegatos. Servando con toda sinceridad se expresaba y además sus
pretextos convencían a los escuchantes, que interesados se nutrían de cuanto
sufrió.
Se le hacía a
Edgardo, insoportable la duración de aquella manifestación del amigo, y nervioso
esperaba un receso en la charla para entrar a colación y exponer de su conocimiento.
El amigo
Noguerol, un profesor de geografía titulado y muy competente, decía en términos
coloquiales y esperando la comprensión de sus colegas.
—Me casé con
Ingrid Kevington, una mujer preciosa. Quince años mayor que yo y procuramos
llevarlo todo lo mejor que podíamos hasta que resultó ser inapropiado… ya que.
Se frenó
buscando la mejor salida y fue cuando Edgardo tan maleducado como de costumbre
y sin poder retenerse, interrumpió la charla del orador y antes que zanjara la
frase quiso destacar como siempre, el muy truhan.
Actuando en un ataque de insuficiencia y de forma ineducada. Obstaculizó a su colega sin que nadie esperara semejante acción y usó como muletilla. Como en él era costumbre; las tres últimas palabras pronunciadas por Servando.
—Resultó ser
inapropiado. Ahora, y aquí resume y lo comenta el bueno de Noguerol, con una
gran pena, para que lo perdonemos. El muy criminal la mató y se quedó tan a
gusto.
En cuanto finalizó
aquella frase lapidaria, notó que se había pasado y quiso arreglarlo, pero ya
era demasiado tarde. Se quedó de una pieza, mientas todos los allí presentes lo
miraban, con el mismo desprecio con que se mira a cualquier tipo ofensivo y
desagradable.
—No has
cambiado nada Edgardo. Le dijo Servando y sin detenerse prosiguió. —¡Tú qué
sabes! Que es lo que iba a decir, y lo que realmente sucedió. Indagándole con
descaro y comiéndoselo de rabia. Con ganas de cruzarle el rostro con dos
bofetadas.
—A ti quien te
ha dicho que hubo un asesinato y que yo la maté. ¿Podrías explicarlo? Tu que
todo lo sabes y eres tan decente.
¡Vamos acláralo!
Te concedo la palabra sin que me la vuelvas a robar.
—No te pongas
así. —Argumentó Natillas.
—Por aquí los
comentarios que nos llegaron es que te casaste con Ingrid, por dinero y que no
la querías nada. Que todo era un montaje para tu residencia.
De ahí ese
arranque que he tenido al ver que le dabas tanto rodeo a la cosa. Acabó argumentando
Natillas, sin razonamiento.
Cuando el
resto de colegas que estaba allí lo denostaban, primero con sus miradas y después
con los murmullos que tuvo que soportar.
Rafael Donaste,
el juez de paz de la ciudad y colega de los allí reunidos, argumentó no sin
razón.
—Edgardo eres
un tipo desesperante. Te hemos aguantado durante toda la juventud, pero creo
que estás llegando al límite de lo que te podemos soportar. Haz un acto de
contrición contigo mismo y ve al psicólogo. Detuvo la charla y anunció con
energía.
—Estás fuera
de sí. Muy mal y nos incomodas a todos con tus salidas extemporáneas. Si crees
que haces gracia, con tus noticias falsas y comentarios. Maldita sea tu sombra.
Se llenó los pulmones de aire y concluyó.
—Te pido por Dios,
que te mantengas callado el resto de la tarde y dejes a Servando hablar. Que si
ha de decirnos algo, sea él quien nos lo participe.
Tomó de nuevo
la palabra el recién llegado de Australia y adujo.
—No sé qué
clase de noticias os habrán llegado desde tan lejos, pero me da igual. Os daré
mi versión que es la auténtica y con ello, os tenéis que dar por satisfechos y enterados.
Una vez se
celebró el juicio en Brisbane que como sabéis es la capital del estado de
Queensland, donde residíamos, me dieron por inocente.
Ya que
realmente no había participado en ninguno de los hechos que se me acusaba.
Sucedió que mi
esposa Ingrid, había estado casada en primeras nupcias con un tipo que anduvo
preso en el Centro Correccional de Brisbane, que es el eje de recepción
principal para reclusos varones.
Acusado y
condenado por malversación de fondos y tráfico de influencias, sobornos y demás
delicias. Preso durante quince años. En el tiempo que Ingrid se divorció no sin
complicaciones, pero una vez concluyó su sacrificio, quedó liberada y al cabo
de los años nos conocimos en Streets Beach. La playa más famosa de Brisbane.
Una ribera
magnífica y artificial ubicada en el centro de la ciudad dentro del área de
South Bank. Destacada con mucho lujo de detalles por ser la única playa
artificial en el centro de una ciudad australiana.
Nos enamoramos
sin más. Ella mayor que yo, pero a mi no me importó nunca, porque la veía que
era una mujer delicada y me satisfacía en todo, además de honrada. La que me
enseñó a hablar perfectamente el idioma, y que el tiempo que pasamos juntos lo
disfrutamos.
Era dependienta
en una boutique de moda y yo trabajaba de profesor adjunto en una de las
escuelas de la ciudad, enseñando geografía universal y dando clases de español.
Cuando mejor
estábamos, la asesinaron.
Sin más razón
que un ajuste de cuentas por parte de su anterior marido.
Nada tuvimos
que repartir, ya que ninguno poseíamos nada. Contábamos con el sueldo de cada
uno y así vivíamos.
Tras ser
liberado he vuelto a España, a zanjar asuntos de patrimonio venido de mis
padres, y una vez resuelto de nuevo volveré a Brisbane, que es donde vivo y
seguiré hasta el final de mis días.
Fue Roberto Miajas
el que le preguntó.
—Cómo no te
quedas en España, aquí tienes a la familia y a los amigos.
—Alguna
familia me queda, y algunos amigos también, quitada la devoción que me ha
demostrado Edgardo, que como siempre, desde que lo conozco, ha sido un tipejo y
un desgraciado.
Como glosario
final, y sin saber de qué iba el tema. Me ha acusado de criminal en mi propia
cara. ¡Aquí lo dejo!
Emilio Moreno, AUTOR
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