Era un
invierno crudo. De aquellos que dejan huella y marca en el cuerpo, por las
fisuras del fresco sufrido en las carnes. Frío de desatino. Inesperado tiempo
de hielo, por las previsiones hechas desde la Asociación de Meteorólogos del
país. Que no habían informado, ya que aquellas borrascas no las preveía nadie.
Frialdad
desgarradora, por la situación que presentaba la naturaleza. Situaciones
inesperadas de aquellos arrebatos impávidos. Lluvia y nieve que en alguna
ocasión te explican y no llegas a creerla.
La que sientes
o puedes llegar a sospechar de vez en cuando en la imaginación, por las
películas y los relatos leídos.
Incluso
aquellas que vienen definidas por otras personas. Situación de frío que jamás
has sufrido y recuerdas por hechos que de buenas a primeras te ponen la piel de
gallina.
Esa
situación se daba en la gran ciudad, a muchísimos kilómetros de donde se
encontraba Néstor. El amigo que viviendo en su hábitat, se encontraba perdido. Por
lo que huyó sin más buscando una verdad, que comprendía y quería buscarla sin
perder más tiempo.
Se había ausentado de su gente y de su modo de vida. Buscando la parte desconocida de su estirpe. Con ello aprendería a ser más independiente y a poder descubrir todo aquello que los suyos le negaban, que era sin duda secretos inexplicables. Situaciones y ritos ocultos de sus progenitores. Gente que simulaba ser una cosa, cuando en realidad las apariencias no cubrían los desmanes o vivencias pasadas.
Néstor lo
vio claro aquella noche, al levantar el porrón, y no surtir del pico ni gota. Sin
caer el chorro hacia el gaznate. Por no rezumar el vino del botijo, al estar helado
el néctar, y no echar mijita por el pitorro. Como tentáculo glaciar, sin llegar
al cuello, que sería su destino final.
Así se
comportaba aquel diciembre en aquel lugar rural y encantador donde se hallaba.
Solo, para curarse de los daños del amor, que había acabado de sufrir venidos
por una ingratitud femenina. Sumado al desconcierto en el seno paternal. Culpables
de lo que le había sucedido. Aunque de momento no tenía pruebas fehacientes.
Un frío
detonante, que te hacía pensar en que nada ni nadie te devolvería aquel calor
que sientes cuando estás cerca de una playa mediterránea, o junto al cuerpo de
una morena salerosa, que te acaricia justo en el momento y lugar que pretendes.
Aquella
cabaña no era demasiado grande. Tampoco le hacía falta más.
Era lo
suficiente como para pasar sin ser descubierto por nadie, entre árboles
milenarios, y fuera de toda multitud.
En aquel
perímetro montañoso, no llegaba tan siquiera la línea telefónica. Argumentar
ese dato, significaba que la luz venía gracias a las antorchas hechas de
cáñamo. La calefacción era a base de leña. El agua del baño se había de hervir
en un barreño. El café no existía, se sustituía por raíces del campo, con la Camelia
Sinensis, también conocida como la planta del té, y mezclas de romero y
manzanilla.
De sal y
azúcar la que tuvieras dentro de tus gracias, si es que eras capaz de sonreír
en semejante estado.
La casona
era del patrimonio familiar, que ni tan siquiera la usaban en los tiempos
benignos. Sus antepasados habían nacido en el lugar, y mucho antes que se despoblara
la villa, migraron a la gran ciudad. Olvidando el poblacho, el río, la casona y
los desatinos cometidos con las gentes de aquel lugar.
Néstor no
era un tipo demasiado duro ni atlético, pero se defendía por su complexión
varonil.
Sus abuelos
y padres habían nacido en aquel villorrio y habían promovido desmanes, como
cualquier humano inconsciente y poco educado, comete sin apenas darse cuenta.
Tan solo
dejándose llevar por el ritmo de aquel diapasón.
Con lo que
aquellas practicas ancestrales las daban los hombres y mujeres del lugar, como
naturales, y debían quedar en el más puro anonimato.
Sin el más
mínimo rubor ni desgarro.
Nadie lo criticaba,
ni castigaba. Fuera lo que fuese, por muy anormal que las gentes, que dicen ser
civilizadas lo encontraran punible.
Todo,
absolutamente todo valía, en aquella ruralidad.
Quedando el
conjunto auspiciado por el silencio de las gentes que a cualquier cosa por
fuerte que fuera. La daban por normal.
Viviendo
con lo indispensable sin recursos ni probabilidades. Detalles que tampoco les
importaba, o que no le daban jerarquía.
Nadie
pretendía explicar sus miserias que para ellos, tampoco lo concebían de esa
forma.
Por lo que
daban por supuesto todas las variantes posibles. Sin pretender tampoco que
fueran escuchadas por ningún humano.
Nadie.
Ningún familiar le había comentado ni por asomo, cualquier tipo de información
al bueno de Néstor, el recién llegado que una tarde arribó a la puerta de
aquella cabaña.
Ahora
convertida en un casi cobertizo, y con esfuerzos pudo entrar para quedarse en
principio unas semanas.
Los allí
residentes en cuanto puso los pies dentro de aquella cueva hecha de arcillas y adobes.
De barro, traviesas y vigas de madera, con techumbre de cañizo, y tejas de
pedernal, supieron de la arribada del nieto del Trotacuerpos. Que así
denominaban a su abuelo, y con el nombre de Tontojosa al sumiso de su padre.
En Riolosa
de Zarandea, solo había un tenderete, una especie de quiosco de ventas, que sus
responsables atendían.
Un
matrimonio con dos hijas, que para mantener vivo aquel negocio bajaban una vez
cada tres meses al pueblo más cercano, y lo abastecían de enseres vitales.
Cerillas, velas de cera, pomadas y ungüentos, afeites y linimentos de la
farmacia a los residentes en aquel poblado. Lugar donde se personó Néstor, para
mirar de adquirir alguna de las cosas que le hacían falta.
Ninguno de
los habitantes de Riolosa, le hicieron feos al educado de Néstor, ni en el
trato, ni en su presencia.
Todos
sabían de quien era descendiente y lo daban como hecho. Tenerlo entre ellos,
sin preguntas, sin excusas y sin críticas. Creyendo que estaba criado como los
de Riolosa y nadie opuso ninguna objeción en que entrara a quedarse y pernoctar
en aquella su casa.
En el mostrador
de la venta lo atendió la hija mayor de los dueños del quiosco, que quiso saber
más de su presencia en Riolosa y le preguntó sin más.
— Cómo te
llamas. Porque tendrás un alias. Por aquí todos tenemos mote, pero el tuyo no
te cuadra. Yo me llamo Priscila y de mote la pechona. Le comunicó la tendera
sin ningún tipo de vergüenza.
— Puedes
llamarme Néstor, que es mi nombre de pila.
— Yo te
llamaré Güerito, por el color de tu barba. Te pega más.
— Y cuál es…
el mote que dices, tiene mi abuelo y padre. Preguntó Néstor. Sin conocerlo, y
siendo la primera noticia.
— A tu
padre le decían el Tontojosa y a tu abuelo Trotacuerpos, pero creo, tú no eres
ni una cosa ni la otra.
Tu abuela
era la Llueca, y a tu madre no la conocemos. Tontojosa, se debió amontonar con
ella en la ciudad.
— Y tú Priscila
cómo sabes todo eso. De dónde les viene ese horrible seudónimo. Tú no tienes
más de treinta años. Alguien te lo habrá explicado. Imagínate como me quedo
ahora, que no tenía ni idea de lo que cuentas.
La muchacha
sin pestañear le aclaró, a la vez que apilaba los bultos que compró sobre una
mesa viejuna que estaba a la izquierda del mostrador.
— Se te
nota en tu piel, pocas arrugas, te afeitas muy a menudo y hueles a hierbas. Espero
que no seas un flojo reflujo. Debes ponerte cremas en la barriga, para que no
te crezca. De lo demás no lo sé. Ya lo comprobaré, alguna de las noches que te
visite. Y de treinta años nada. Tengo treinta y seis, pero estoy fuerte y sirvo
para un pegado y despegado, para un amargue y para calentarte ese culito
respingón de Güerito
— Es que no
tienes novio. Que te provea de esa necesidad aparente. He visto por aquí mucho
varón, para que andes tan escasa de meneos. No lo comprendo. La tendera sin
cortarse ni un pelo, adujo con descaro.
— Ya te
irás enterando, si es que tienes fuerza para aguantar este clima. Le dispuso bien
apilado, lo que compró, y le dijo
— Aquí tienes lo que has pedido, pero déjalo. Te lo llevará mi
hermana esta tarde a casa, que pesa mucho. No se te rompa el cuerpo antes que
podamos estrenar tú envite
Néstor
volvió a su improvisada caverna y prendió fuego para calentar aquella inhóspita
estancia.
Todo
parecía normal, aunque en el camino se fue encontrando con los autóctonos
residentes en aquella Riolosa de Zarandea, que lo escudriñaban apetitosamente.
Aquellos lugareños ya estaban informados de su llegada y sobre todo las mozas, comenzaban
a frotarse las codicias y apetitos carnales. Con ganas de poder menearlo y
agitarlo encima de sus mondongos y notar su miembro.
Sospechando
no sería demasiado diferente del segmento del que presumían los membrudos
vecinos.
Las mujeres
de Riolosa no pasaban por lo general, necesidad sexual. Allí nadie era
propiedad de nadie. No existía el clásico dueño de una hembra. Con lo que las
féminas, podían escoger a placer copete, sin que fueran criticadas, por
adulterio.
Eran
perfectamente valientes para copular con quien decidieran. Jóvenes o viejos,
maduros o pimpollos, machos o féminas. Jamás ponían una objeción por minúscula
que fuese a la hora de amancebarse y cohabitar con alguien. Era un acicate para
ellas, presumir de haber copulado cuantas más veces y con diferentes géneros. Tan
solo bastaba que las ganas imperaran y el deseo y la libido existieran.
La hermana
de Priscila, Náyade era un poco más hipersexual que su madre, sobrina e incluso
que la propia primogénita. Aquella que le dio a su hermana, el encargo de
portarle los bultos a casa del hijo de Tontojosa.
La lozana
Náyade siempre tenía ganas de cubrirse con el prójimo que estuviera más cerca y
a tiro.
Sus
variaciones en la forma de la unión de cuerpos, junta de pieles y tendencias de
ninfómana. La hacían sobresalir del resto de mujeres de aquella población. Era
una muchacha de poco más de veinte años que aún mantenía sus carnes prietas y controladas.
Sin excesos de adiposidades ni grasas excedentes. Con sus encantos bien
distribuidos y sus hechizos dentro del gusto general masculino. Ágil y
membruda. Bastante lanuda en sus entrepiernas, en las axilas y en su pecho. Signos
naturales de ser una hembra velluda original.
Con una
buena melena rojiza que le caía desde los hombros, hacia los promontorios
carnales de sus senos.
Pectorales,
que bien dimensionados y erguidos se mostraban como dos preciosas y orondas calabazas.
Su
personalidad podía ser dibujada de forma sencilla. Poco versada por carecer de
la urbanidad que se aprende en las escuelas y dentro de las familias que instruyen
metódicamente a sus hijos.
Era una habituada
estimulante con sus deseos irrefrenables que la hacían ser una tierna amante
cumplidora.
Al llegar al
tabuco de Néstor, se presentó atolondrada, y le dijo al recién llegado.
— Hola soy
Náyade y te traigo el fato que has encargado en la tienda.
— Hola
mucho gusto. Le dijo Néstor y ella respondió.
— No lo sabes si te daré gusto. Hasta que lo pruebes. No te me adelantes,
no seas listillo. Mientras hablaba muy pausada, la guapa recién llegada, se iba
desnudando descaradamente sin prisa, a la vez que Néstor se quedaba patidifuso.
Hasta que se quedó en la pura desnudez corporal.
En cueros
sin más. Frente al hogar del chiribitil que ya quemaba un tronco de roble. Se
frenó en su charla Náyade, para apostillar.
— Aunque mi
madre y mi hermana Priscila, quieren tener relaciones sexuales contigo. Me han
dicho que también te harán una visita con idea que las poseas durante una
noche.
Se frenó en
el discurso y se tumbó con descaro en una colchoneta nutrida de lana de borrego
que esperaba junto al fuego.
— Ya me dirás que hacemos, porque te veo aún vestido y así es imposible trotar.
Apresuró la mujer a que el tipo se echara encima de su cuerpo.
Sin saber
casi que decirle, el pasmado Néstor, y mirando su silueta deseada, quiso ser
medido y no actuar tal y como lo había hecho la dama, diciendo.
— ¡Oye Tía.!
pero tú de qué vas. No pretenderás obligarme a que te monte ahora mismo, sin
más ni más. Mis gustos y deseos van de otra forma. No es que te desprecie, pero
me pillas fuera de juego y la verdad, no esperaba tu desnudez y tu imperiosa
escasez de sexo. Para pillarte ahora sin más.
— Pues qué
necesitas tú para acostarte con una mujer. Preguntó Náyade convocándolo
con gestos delicados, a que la poseyera.
—
Necesito muy poco, pero así como lo propones tú, me parece muy fuerte. Náyade
se acercó y Néstor no pudo resistirse a los encantos de la peludita, y
disfrutaron del encuentro.
La decidida
señorita sin pensar demasiado comentó al invitado, que ya se cubría después de
haber estado tendido sin preámbulos. Detalles ocurridos antaño, en aquel
villorrio.
Tan solo
para que se hiciera una idea de lo que habían hecho hombres y mujeres en
tiempos. Relaciones que aún se mantenían.
Amoríos
esporádicos entre la gente de aquella zona, que libre de consecuencias, eran
costumbres ancestrales en Riolosa.
— Que sepas
que tú y yo somos hermanos. Imagino que lo sabes. Te lo habrá dicho Tontojosa,
en alguna ocasión
— ¡A mí
nadie me ha dicho nada.! y de conocer que eres hermana. No nos hubiéramos
acostado.
— ¡Que
dices.! Bendito de ti. Aquí no tenemos zarandajas. No es pecado ofrecerse a un
hombre, o viceversa. Es natural si el cuerpo lo pide. ¡Qué vas a esperar.! A
morirte y quedarte con las ganas.
No ves que
de no hacerlo, los hombres enloquecerían y las mujeres perderían la libido, y toda
su hambruna instintiva. Nos hurtarían de la emoción de gestación. —siguió expresándose
Náyade sin pretender convencer a Néstor, que la escuchaba con mucha atención y
esperaba descubrir secretos que su padre, el conocido allí como Tontojosa, había
callado.
— El trotacuerpos.
O sea tu abuelo, se acostó con mi tía Madrona, con mi abuela Engracia, y con mi
madre, y las preñó a las tres.
Mi tía
entonces tenía diecisiete inviernos, y la embarazó de dos gemelas. A la yaya la
dejó preñada de un varón, y a mamá que justo tenía doce años más que el
Trotacuerpos, la inseminó y nacieron Priscila, que son mi hermana y mi prima
Rosalía.
Pasados los
meses, Tontojosa seducido por Macaria, se acostó con ella. Esta señora era mi otra
abuela. La madre de mi padre, que ya era granadita y para no ser menos, lo
engatusó una noche y se acostaron yaciendo hasta el amanecer.
Dicen que
ya tenía cuarenta y tres veranos, y de ese juntadero nací yo. Acristianándome
con el nombre que llevo, Náyade. Hizo una pausa y preguntó al amigo Néstor.
— Creo que
nos tocamos algo. ¡Vamos digo yo.!
Tú padre
tiene tres hijos más. Uno con Fuensanta, y otro con Joaquina. Que son madre e
hija, y viven el casco antiguo.
Tengo dudas
si a Miguela la fecundó, o fue tu abuelo el Trotacuerpos.
Tirante y
resentido por tantos secretos sin conocerlos, Néstor preguntó a Náyade.
— No existe
la ley en esta zona. No tenéis sacerdote ni justicia. La lozana mujercita, sin
mandangas le respondió.
— Ley me
dices. Es que existe.
Como si de dónde
vienes se cumpliera a raja de tabla. Me vas a decir que en tu barrio, no pasan
cosas que se ocultan. Que no existen amoríos raros, engaños entre matrimonios,
líos entre mujeres y relaciones entre hombres. ¡Aquí se dice y pregona todo.! ¡Todo
el mundo las conoce.!
Para que
mentir, si al final todo se sabe. Náyade recogió la bolsa que le sirvió para
portar las viandas y le dijo a Néstor.
— Esta
noche te visitará mamá, vendrá a calentarte la cama. Néstor preguntó, y tu
padre que hará. Náyade respondió satisfecha.
— Hará la
partida del julepe y después ha quedado con la Herminia, la cuñada del herrero,
que ha venido de la capital como tú, y ha encontrado cada noche un amante
diferente.
autor: Emilio Moreno


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