jueves, 18 de diciembre de 2025

Vendrá a calentarte la cama

 








Era un invierno crudo. De aquellos que dejan huella y marca en el cuerpo, por las fisuras del fresco sufrido en las carnes. Frío de desatino. Inesperado tiempo de hielo, por las previsiones hechas desde la Asociación de Meteorólogos del país. Que no habían informado, ya que aquellas borrascas no las preveía nadie.

Frialdad desgarradora, por la situación que presentaba la naturaleza. Situaciones inesperadas de aquellos arrebatos impávidos. Lluvia y nieve que en alguna ocasión te explican y no llegas a creerla.

La que sientes o puedes llegar a sospechar de vez en cuando en la imaginación, por las películas y los relatos leídos.

Incluso aquellas que vienen definidas por otras personas. Situación de frío que jamás has sufrido y recuerdas por hechos que de buenas a primeras te ponen la piel de gallina.

Esa situación se daba en la gran ciudad, a muchísimos kilómetros de donde se encontraba Néstor. El amigo que viviendo en su hábitat, se encontraba perdido. Por lo que huyó sin más buscando una verdad, que comprendía y quería buscarla sin perder más tiempo.

Se había ausentado de su gente y de su modo de vida. Buscando la parte desconocida de su estirpe. Con ello aprendería a ser más independiente y a poder descubrir todo aquello que los suyos le negaban, que era sin duda secretos inexplicables. Situaciones y ritos ocultos de sus progenitores. Gente que simulaba ser una cosa, cuando en realidad las apariencias no cubrían los desmanes o vivencias pasadas. 

Néstor lo vio claro aquella noche, al levantar el porrón, y no surtir del pico ni gota. Sin caer el chorro hacia el gaznate. Por no rezumar el vino del botijo, al estar helado el néctar, y no echar mijita por el pitorro. Como tentáculo glaciar, sin llegar al cuello, que sería su destino final.

Así se comportaba aquel diciembre en aquel lugar rural y encantador donde se hallaba. Solo, para curarse de los daños del amor, que había acabado de sufrir venidos por una ingratitud femenina. Sumado al desconcierto en el seno paternal. Culpables de lo que le había sucedido. Aunque de momento no tenía pruebas fehacientes.

Un frío detonante, que te hacía pensar en que nada ni nadie te devolvería aquel calor que sientes cuando estás cerca de una playa mediterránea, o junto al cuerpo de una morena salerosa, que te acaricia justo en el momento y lugar que pretendes.

Aquella cabaña no era demasiado grande. Tampoco le hacía falta más.

Era lo suficiente como para pasar sin ser descubierto por nadie, entre árboles milenarios, y fuera de toda multitud.

En aquel perímetro montañoso, no llegaba tan siquiera la línea telefónica. Argumentar ese dato, significaba que la luz venía gracias a las antorchas hechas de cáñamo. La calefacción era a base de leña. El agua del baño se había de hervir en un barreño. El café no existía, se sustituía por raíces del campo, con la Camelia Sinensis, también conocida como la planta del té, y mezclas de romero y manzanilla.

De sal y azúcar la que tuvieras dentro de tus gracias, si es que eras capaz de sonreír en semejante estado.

La casona era del patrimonio familiar, que ni tan siquiera la usaban en los tiempos benignos. Sus antepasados habían nacido en el lugar, y mucho antes que se despoblara la villa, migraron a la gran ciudad. Olvidando el poblacho, el río, la casona y los desatinos cometidos con las gentes de aquel lugar.

Néstor no era un tipo demasiado duro ni atlético, pero se defendía por su complexión varonil.

Sus abuelos y padres habían nacido en aquel villorrio y habían promovido desmanes, como cualquier humano inconsciente y poco educado, comete sin apenas darse cuenta.

Tan solo dejándose llevar por el ritmo de aquel diapasón.

Con lo que aquellas practicas ancestrales las daban los hombres y mujeres del lugar, como naturales, y debían quedar en el más puro anonimato.

Sin el más mínimo rubor ni desgarro.

Nadie lo criticaba, ni castigaba. Fuera lo que fuese, por muy anormal que las gentes, que dicen ser civilizadas lo encontraran punible.

Todo, absolutamente todo valía, en aquella ruralidad.

Quedando el conjunto auspiciado por el silencio de las gentes que a cualquier cosa por fuerte que fuera. La daban por normal.

Viviendo con lo indispensable sin recursos ni probabilidades. Detalles que tampoco les importaba, o que no le daban jerarquía.

Nadie pretendía explicar sus miserias que para ellos, tampoco lo concebían de esa forma. 

Por lo que daban por supuesto todas las variantes posibles. Sin pretender tampoco que fueran escuchadas por ningún humano.

Nadie. Ningún familiar le había comentado ni por asomo, cualquier tipo de información al bueno de Néstor, el recién llegado que una tarde arribó a la puerta de aquella cabaña.

Ahora convertida en un casi cobertizo, y con esfuerzos pudo entrar para quedarse en principio unas semanas.

Los allí residentes en cuanto puso los pies dentro de aquella cueva hecha de arcillas y adobes. De barro, traviesas y vigas de madera, con techumbre de cañizo, y tejas de pedernal, supieron de la arribada del nieto del Trotacuerpos. Que así denominaban a su abuelo, y con el nombre de Tontojosa al sumiso de su padre.

En Riolosa de Zarandea, solo había un tenderete, una especie de quiosco de ventas, que sus responsables atendían.

Un matrimonio con dos hijas, que para mantener vivo aquel negocio bajaban una vez cada tres meses al pueblo más cercano, y lo abastecían de enseres vitales. Cerillas, velas de cera, pomadas y ungüentos, afeites y linimentos de la farmacia a los residentes en aquel poblado. Lugar donde se personó Néstor, para mirar de adquirir alguna de las cosas que le hacían falta.

Ninguno de los habitantes de Riolosa, le hicieron feos al educado de Néstor, ni en el trato, ni en su presencia.

Todos sabían de quien era descendiente y lo daban como hecho. Tenerlo entre ellos, sin preguntas, sin excusas y sin críticas. Creyendo que estaba criado como los de Riolosa y nadie opuso ninguna objeción en que entrara a quedarse y pernoctar en aquella su casa.

En el mostrador de la venta lo atendió la hija mayor de los dueños del quiosco, que quiso saber más de su presencia en Riolosa y le preguntó sin más.

— Cómo te llamas. Porque tendrás un alias. Por aquí todos tenemos mote, pero el tuyo no te cuadra. Yo me llamo Priscila y de mote la pechona. Le comunicó la tendera sin ningún tipo de vergüenza.

— Puedes llamarme Néstor, que es mi nombre de pila.

— Yo te llamaré Güerito, por el color de tu barba. Te pega más.

— Y cuál es… el mote que dices, tiene mi abuelo y padre. Preguntó Néstor. Sin conocerlo, y siendo la primera noticia.

— A tu padre le decían el Tontojosa y a tu abuelo Trotacuerpos, pero creo, tú no eres ni una cosa ni la otra.

Tu abuela era la Llueca, y a tu madre no la conocemos. Tontojosa, se debió amontonar con ella en la ciudad.

— Y tú Priscila cómo sabes todo eso. De dónde les viene ese horrible seudónimo. Tú no tienes más de treinta años. Alguien te lo habrá explicado. Imagínate como me quedo ahora, que no tenía ni idea de lo que cuentas.

La muchacha sin pestañear le aclaró, a la vez que apilaba los bultos que compró sobre una mesa viejuna que estaba a la izquierda del mostrador.

— Se te nota en tu piel, pocas arrugas, te afeitas muy a menudo y hueles a hierbas. Espero que no seas un flojo reflujo. Debes ponerte cremas en la barriga, para que no te crezca. De lo demás no lo sé. Ya lo comprobaré, alguna de las noches que te visite. Y de treinta años nada. Tengo treinta y seis, pero estoy fuerte y sirvo para un pegado y despegado, para un amargue y para calentarte ese culito respingón de Güerito

— Es que no tienes novio. Que te provea de esa necesidad aparente. He visto por aquí mucho varón, para que andes tan escasa de meneos. No lo comprendo. La tendera sin cortarse ni un pelo, adujo con descaro.

— Ya te irás enterando, si es que tienes fuerza para aguantar este clima. Le dispuso bien apilado, lo que compró, y le dijo

Aquí tienes lo que has pedido, pero déjalo. Te lo llevará mi hermana esta tarde a casa, que pesa mucho. No se te rompa el cuerpo antes que podamos estrenar tú envite  

Néstor volvió a su improvisada caverna y prendió fuego para calentar aquella inhóspita estancia.

Todo parecía normal, aunque en el camino se fue encontrando con los autóctonos residentes en aquella Riolosa de Zarandea, que lo escudriñaban apetitosamente. Aquellos lugareños ya estaban informados de su llegada y sobre todo las mozas, comenzaban a frotarse las codicias y apetitos carnales. Con ganas de poder menearlo y agitarlo encima de sus mondongos y notar su miembro.

Sospechando no sería demasiado diferente del segmento del que presumían los membrudos vecinos.

Las mujeres de Riolosa no pasaban por lo general, necesidad sexual. Allí nadie era propiedad de nadie. No existía el clásico dueño de una hembra. Con lo que las féminas, podían escoger a placer copete, sin que fueran criticadas, por adulterio.

Eran perfectamente valientes para copular con quien decidieran. Jóvenes o viejos, maduros o pimpollos, machos o féminas. Jamás ponían una objeción por minúscula que fuese a la hora de amancebarse y cohabitar con alguien. Era un acicate para ellas, presumir de haber copulado cuantas más veces y con diferentes géneros. Tan solo bastaba que las ganas imperaran y el deseo y la libido existieran. 

La hermana de Priscila, Náyade era un poco más hipersexual que su madre, sobrina e incluso que la propia primogénita. Aquella que le dio a su hermana, el encargo de portarle los bultos a casa del hijo de Tontojosa.

La lozana Náyade siempre tenía ganas de cubrirse con el prójimo que estuviera más cerca y a tiro.

Sus variaciones en la forma de la unión de cuerpos, junta de pieles y tendencias de ninfómana. La hacían sobresalir del resto de mujeres de aquella población. Era una muchacha de poco más de veinte años que aún mantenía sus carnes prietas y controladas. Sin excesos de adiposidades ni grasas excedentes. Con sus encantos bien distribuidos y sus hechizos dentro del gusto general masculino. Ágil y membruda. Bastante lanuda en sus entrepiernas, en las axilas y en su pecho. Signos naturales de ser una hembra velluda original.

Con una buena melena rojiza que le caía desde los hombros, hacia los promontorios carnales de sus senos.

Pectorales, que bien dimensionados y erguidos se mostraban como dos preciosas y orondas calabazas.  

Su personalidad podía ser dibujada de forma sencilla. Poco versada por carecer de la urbanidad que se aprende en las escuelas y dentro de las familias que instruyen metódicamente a sus hijos.

Era una habituada estimulante con sus deseos irrefrenables que la hacían ser una tierna amante cumplidora.

Al llegar al tabuco de Néstor, se presentó atolondrada, y le dijo al recién llegado. 

— Hola soy Náyade y te traigo el fato que has encargado en la tienda.  

— Hola mucho gusto. Le dijo Néstor y ella respondió.

— No lo sabes si te daré gusto. Hasta que lo pruebes. No te me adelantes, no seas listillo. Mientras hablaba muy pausada, la guapa recién llegada, se iba desnudando descaradamente sin prisa, a la vez que Néstor se quedaba patidifuso. Hasta que se quedó en la pura desnudez corporal.

En cueros sin más. Frente al hogar del chiribitil que ya quemaba un tronco de roble. Se frenó en su charla Náyade, para apostillar.

— Aunque mi madre y mi hermana Priscila, quieren tener relaciones sexuales contigo. Me han dicho que también te harán una visita con idea que las poseas durante una noche.

Se frenó en el discurso y se tumbó con descaro en una colchoneta nutrida de lana de borrego que esperaba junto al fuego.

— Ya me dirás que hacemos, porque te veo aún vestido y así es imposible trotar. Apresuró la mujer a que el tipo se echara encima de su cuerpo.

Sin saber casi que decirle, el pasmado Néstor, y mirando su silueta deseada, quiso ser medido y no actuar tal y como lo había hecho la dama, diciendo.

— ¡Oye Tía.! pero tú de qué vas. No pretenderás obligarme a que te monte ahora mismo, sin más ni más. Mis gustos y deseos van de otra forma. No es que te desprecie, pero me pillas fuera de juego y la verdad, no esperaba tu desnudez y tu imperiosa escasez de sexo. Para pillarte ahora sin más.

— Pues qué necesitas tú para acostarte con una mujer. Preguntó Náyade convocándolo con gestos delicados, a que la poseyera.

—  Necesito muy poco, pero así como lo propones tú, me parece muy fuerte. Náyade se acercó y Néstor no pudo resistirse a los encantos de la peludita, y disfrutaron del encuentro. 

La decidida señorita sin pensar demasiado comentó al invitado, que ya se cubría después de haber estado tendido sin preámbulos. Detalles ocurridos antaño, en aquel villorrio.

Tan solo para que se hiciera una idea de lo que habían hecho hombres y mujeres en tiempos. Relaciones que aún se mantenían.  

Amoríos esporádicos entre la gente de aquella zona, que libre de consecuencias, eran costumbres ancestrales en Riolosa.

— Que sepas que tú y yo somos hermanos. Imagino que lo sabes. Te lo habrá dicho Tontojosa, en alguna ocasión

— ¡A mí nadie me ha dicho nada.! y de conocer que eres hermana. No nos hubiéramos acostado. 

— ¡Que dices.! Bendito de ti. Aquí no tenemos zarandajas. No es pecado ofrecerse a un hombre, o viceversa. Es natural si el cuerpo lo pide. ¡Qué vas a esperar.! A morirte y quedarte con las ganas.

No ves que de no hacerlo, los hombres enloquecerían y las mujeres perderían la libido, y toda su hambruna instintiva. Nos hurtarían de la emoción de gestación. —siguió expresándose Náyade sin pretender convencer a Néstor, que la escuchaba con mucha atención y esperaba descubrir secretos que su padre, el conocido allí como Tontojosa, había callado.

— El trotacuerpos. O sea tu abuelo, se acostó con mi tía Madrona, con mi abuela Engracia, y con mi madre, y las preñó a las tres.

Mi tía entonces tenía diecisiete inviernos, y la embarazó de dos gemelas. A la yaya la dejó preñada de un varón, y a mamá que justo tenía doce años más que el Trotacuerpos, la inseminó y nacieron Priscila, que son mi hermana y mi prima Rosalía.

Pasados los meses, Tontojosa seducido por Macaria, se acostó con ella. Esta señora era mi otra abuela. La madre de mi padre, que ya era granadita y para no ser menos, lo engatusó una noche y se acostaron yaciendo hasta el amanecer.

Dicen que ya tenía cuarenta y tres veranos, y de ese juntadero nací yo. Acristianándome con el nombre que llevo, Náyade. Hizo una pausa y preguntó al amigo Néstor.

— Creo que nos tocamos algo. ¡Vamos digo yo.!

Tú padre tiene tres hijos más. Uno con Fuensanta, y otro con Joaquina. Que son madre e hija, y viven el casco antiguo.

Tengo dudas si a Miguela la fecundó, o fue tu abuelo el Trotacuerpos.

Tirante y resentido por tantos secretos sin conocerlos, Néstor preguntó a Náyade.

— No existe la ley en esta zona. No tenéis sacerdote ni justicia. La lozana mujercita, sin mandangas le respondió.

— Ley me dices. Es que existe.

Como si de dónde vienes se cumpliera a raja de tabla. Me vas a decir que en tu barrio, no pasan cosas que se ocultan. Que no existen amoríos raros, engaños entre matrimonios, líos entre mujeres y relaciones entre hombres. ¡Aquí se dice y pregona todo.! ¡Todo el mundo las conoce.!

Para que mentir, si al final todo se sabe. Náyade recogió la bolsa que le sirvió para portar las viandas y le dijo a Néstor.

— Esta noche te visitará mamá, vendrá a calentarte la cama. Néstor preguntó, y tu padre que hará. Náyade respondió satisfecha.

— Hará la partida del julepe y después ha quedado con la Herminia, la cuñada del herrero, que ha venido de la capital como tú, y ha encontrado cada noche un amante diferente.







autor: Emilio Moreno


0 comentarios:

Publicar un comentario