domingo, 7 de diciembre de 2025

¡Llevan el mismo nombre: Inmaculada!

 






Recordaba lo sucedido en aquella fecha en cuestión. Tiempo que le venía a la memoria por haber quedado en sus intersticios para siempre por el efecto que le produjo. Habiendo participado, en las tres historias que evocaría. De una manera u otra, sin pretenderlo.

La primera de modo presencial y como intérprete, y las dos restantes por enterarse en la sala de espera del hospital Nuestra Señora de Aránzazu, de una ciudad del norte. Después de soñar mientras paría Palmira. 

Era un ocho de diciembre del año setenta y cinco del pasado siglo.

Tan solo transcurrieron desde ese instante la friolera de cincuenta años. Alguien diría como acotación, y lo mencionaría con el título de aquel precioso bolero de… <Toda una vida.>... y seguiría en sus pensamientos con lo típico.

Frases hechas que todos sabemos y que por ello, no dejan de ser ciertas.

Así pensó aquel que era tan jovencillo, y que ahora peina poco cabello. Y el que crina hoy, es canoso y rebelde.

<—¡Como pasan los meses, y cómo se escapa la vida! No tiene freno. Es una carrera cuesta abajo que nadie la puede detener>...

Pensaba en sus adentros Henry, aquel que medio siglo atrás, se las daba de “Sabelotodo.”. Ahora, las cosas no eran como entonces. La experiencia lo amparaba y temía muy mucho a lo imponderable. Por lo poco que cuesta que te cambie la vida en un minuto, y por los miedos que se unen al ir cumpliendo años.

En su alegría recordaba aquella noche del siete de diciembre, que después de la ingesta para cenar, a base de sopa de fideos y de la pechuga de pollo, quería mantener el tipo viendo las noticias del día.

Sin conseguirlo. Imposible poder aguantar el envite de la presión de una jornada dura y llena de alternativas, que lo había descerrajado físicamente.

Decidiendo ir al vulgarmente llamado “sobre”, a descansar. Comentándole momentos antes a Palmira su compañera, que todo saldría bien.

Con el convencimiento que el parto, seguía su transcurso y aún quedaban varios días para el alumbramiento. El nacimiento de su primer hijo, que entonces no se sabía con la antelación de ahora. Si venía un chavalín o una princesita.

Expresada su ilusión a Palmira, le estaba indicando que se retiraba a descansar, no sin antes anunciarle con cariño.

—He tomado vacaciones y espero disfrutarlas a tope, mientras el alma me lo permita. Para llegar a conseguir estos días de fiesta he tenido que menearme como un loco. Sin que nadie lo viera y nadie me lo agradeciera. Lástima de la lotería que no nos ha tocado. Lo hubiese mandado todo a “freír monos”.

Al primero de la lista sería mi jefe. Que nada más hace que apretar para conseguir resultados, pero a los currantes no nos toca el sueldo desde hace tres años y nos fustiga de forma vehemente.

Estoy de mi director hasta los tuétanos, y con gusto lo perderé de vista en unos días. Acabó aquella revelación y le guiñó un ojo a Palmira, que lo escuchaba con atención. Embarazada y muy a punto de parir, no las tenía todas consigo y le avisó señalando.

—A ver, si puedes conseguir ese descanso. Y no tenemos que salir pitando hacia la clínica. ¡Esto está a punto de caramelo!  Me encuentro muy pesada y no sé, si podré aguantar a la fecha que el doctor nos ha indicado.

—No pasa nada nena. Si llega sin previo aviso, lo hará a su casa, y entonces haremos todo lo que esté en nuestras manos para que el trámite del alumbramiento sea lo más sencillo que se pueda. Nada más le pido a Dios, que tanto tu como el bebé. Estéis bien y la salud no nos abandone.

Recogieron los trastos de la cocina y antes de las once de la noche, se metían en la cama super fatigados. Sin ver películas ni atender a concursos televisados.

Palmira mucho más nerviosa que Henry, sabía medir los tiempos, y no acelerar aquel futuro inmediato, para evitar el nerviosismo de su compañero.

Sobre las cuatro y cuarto de la madrugada del día de la Purísima, Palmira dijo que hasta ahí llegaban las esperas. Rompiendo aguas y avisando al boquiabierto de Henry, que dormía a pierna suelta, sin atender más que lo que convenía.

—Despierta Henry, que esto ya está aquí. Desorientado y recién despierto, no sabía donde ubicarse y preguntó.

—Quien está aquí, no son horas para visitas.

—¡Nada de eso. Tonto! He roto aguas y debemos ir a la clínica, que el parto se avecina y sin tardar.

—Estás segura. Comentó asustado Henry, poniendo excusas por si servían de algo y mitigar el miedo que en aquel instante le embargaba.

—Mira que si vamos y no es la hora, quedaremos como tontos.

—Oye tío. Aquí el único que parece sea tonto eres tú.

No te das cuenta, del charco que pisas. Déjate de simplezas, levanta el cuerpo y vámonos directos al hospital, que esto no se detiene.

En menos de diez minutos se pusieron en marcha hacia la gran policlínica de la ciudad.

Un revuelo espectacular al llegar a la puerta de Urgencias, les hizo ponerse un poco nerviosos. Policía buscando a alguien, que no encontraba, sirenas aturdiendo al mundo y ruidos extraordinarios les sacó de su premura por un instante.

Cuando accedieron a recepción los camilleros atendieron a la futura mamá y la pasaron a la sala de dilatación. Donde se encontró con todas las muchachas que iban para lo mismo. Dar vida a un ser humano. 



En el otro punto de la ciudad. En el extrarradio de la gran urbe, Ernesto y Amarilda, esperaban su tercer hijo. Hacía tan solo cinco años que habían unido sus vidas, sin pasar por la sacristía y ya tenían asumida e iniciada la carrera de ser papás de un regimiento. Buscando el título de familia numerosa.

Eran dos personas fuera de quicio, que creían que los niños que traían al mundo, absolutamente todos vienen con un pan bajo del brazo.

Cuando es en ocasiones todo lo contrario, y gastos y sacrificios que han de soportar. Deben por fuerza delegarlos en su familia, por falta de posibles.

Que puestos sin remedio en un callejón sin salida, miran de solventar el poco juicio de los que viven, a lo loco sin pensar en consecuencias.

Amarilda era una mujer muy guapa, y seductora. La habían criado sin enseñarle obligaciones, esfuerzo y trabajo. Con ínfulas de preciosa dama, que además fantástica ella, trabajaba en aquellos días en el despacho de Don Hipólito Tragaluz.

Un abogado que además de ser un descarado machista y abusador con las empleadas, las provocaba para que desfilaran frente a él haciendo presunción de sus escotes y falditas cortas. A cambio de agasajos dinerarios y regalitos anónimos. Detalles que el procurador no tenía con su esposa. Usando modos poco elegantes en el trato para con ella.

Las empleadas sin embargo, entre ellas Amarilda, permitían con gracia y a cambio de presentes todo aquello que el señor Tragaluz, se encaprichaba.

Para con su casa y familia era un caballero religioso de ir a misa todos los domingos del brazo de Doña Virtudes, que era otra pieza de museo. Excesivamente promiscua y amante de las aventuras y amoríos con caducidad premeditada. Todo en aquella familia se hacía para revertir efectos dentro de una ficticia y denominada honradez.

Ernesto, el compañero de Amarilda, era uno de esos tipos que se creen guapos y atrayentes para las chicas. Agente de bolsa poco estabilizado que asumía riesgos bastante delicados, con lo que en las tres o cuatro últimas operaciones había dejado su balanza de pagos en números rojos. Teniendo que paliar cuantiosas pérdidas en su cartera de clientes.

Aquella parejita, se habían acomodado en una urbanización cercana a uno de los parques más emblemáticos de la ciudad. Si se trataba de presumir era válido.

Un barrio que a pesar de toda la tranquilidad y el sol, y la gente bonita que pululaba por sus calles. Tenían alejados todos los servicios.

Las distancias con la ciudadanía era grande, médicos, tiendas, farmacias y comercios, caían demasiado alejados. Teniendo que usar el coche hasta para ir a comprar el pan. Dándolo por bien visto y aceptado.

Gozaban de la tranquilidad de vivir en aquella zona de ricachones siendo unos pelagatos, queriendo demostrar sin conseguirlo, que eran una gente de alto copete.

Aquel siete de diciembre Amarilda se le había complicado la tarea en el despacho y tuvo que ahondar en su horario, no pudiendo salir a las cinco de la tarde como en ella era costumbre.

El volumen corpóreo que tenía Amarilda, por su inminente alumbramiento era para tomárselo con mucha más cautela y con otro tras. Llegó a su domicilio en la avenida de los Pasos Tristes y se cambió de ropa, instalándose más cómoda.

Ya se notaba muy pesada y poco hizo alrededor de la casa. Sus hijos, todos chiquitos, hacía días estaban al cuidado de sus abuelos, viendo que su madre no dejaba de trabajar, ni menearse sin sentido y en cualquier instante podía sonar la flauta, como así fue.

Cuando Amarilda llegó a casa, se encontró a Ernesto, tomando una copa de Jerez, pensando en como y de que manera pondría su estrategia para librar de sus números rojos, a tanto cliente con el que estaba enmerdado. Prepararon una cena de esas de trámite, para entrar en la festividad del día ocho de diciembre con el ánimo enternecido por la llegada de su nuevo hijo, que tampoco sabían si había de nacer varón o niña.

Pronto Amarilda se desnudó y se dio una ducha para dejar atrás todas las bravuconadas que había protagonizado con el abogado del despacho, y se metió en la cama esperando que Ernesto hiciera lo mismo sin tardar demasiado.

Antes de retirarse el esposo hizo una llamada a Nolan Watson, un antiguo colega y casi amigo que sabía de enredos y negocios turbios.

Nolan hacía menos de tres meses que había salido de la cárcel. Finalizando una condena de cuatro años, de la cual jamás le puso nombre ni detalles.

Malversación que protagonizó cuando trabajaba en una delegación de la entidad financiera sita en Castellón, de uno de los bancos punteros entonces en el país. Con nombre de misterio y de intriga. Donde defendía el cargo de subdirector del Banco Capitowsen. Con la Sede Central en la ciudad de Chicago

Al ser un empleado de alto rango, en cuanto se descubrió el desbarajuste en más de cien cuentas corrientes, pertenecientes a los clientes más importantes, lo despidieron. Acusándole y denunciándolo por fraude continuado y derivación de capitales.

Al descolgar el teléfono se escuchó una voz frondosa que sin duda pertenecía a Watson, a la que sin más preámbulo abordó.

—Nolan, soy Ernesto Pancilla. Tu adjunto en el Capitowsen. ¡Me recuerdas!...

—Cómo no te iba a recordar. ¡Eres un puto gamberro! Sin embargo me fuiste leal en los momentos duros. Además aun me debes una comida y doscientos dólares, que no voy a perdonarte. Después de una carcajada falsa, le preguntó.

—¡Tú dirás.!... ¡Que bicho te ha picado. ¡O qué te duele.! Dejando que se explicara Ernesto. Aunque volvió a cortar, con una onomatopeya. Antes que su interlocutor hablara y comentó.

—Si me llamas. ¡Es que algo anda bastante mal! Debes estar metido en una mierda gorda, o estás a punto de entrar en Chirona. Argumentó Nolan, riendo como una bestia salvaje, y aguardando saber el motivo de aquella prisa a horas intempestivas.

—Verás. Ahora estoy con el agua al cuello. He patinado y tenido unos errores gruesos. Tengo que verte lo antes posible. Aunque decirte, que mi mujer, está a punto de parir, pero a punto a punto. Tanto que creo que de esta noche no pasa. Te llamaré en cuanto pueda para proponerte un negocio.

Nolan Watson le indicó con bastante claridad y sin rodeos.

—Ernesto. Que sepas que minucias no quiero. ¡Ni una, ni media.!

He purgado lo que hice, aunque este tiempo me ha servido de universidad y creo ser, algo mejor que antes. Hizo una pausa y le dijo.

—No sabía que tenías mujer, y menos que estaba a punto de parir, con lo que espero saber más de ti.  Sin embargo que sepas. Menudencias. ¡Ni una ni media...  

No me hagas perder el tiempo.

Cuando Ernesto se dispuso a entrar en la habitación, Amarilda había roto aguas y salía para que su esposo la llevara directamente al hospital. 




El suburbio de la Trontolla, estaba no demasiado alejado del sur de aquella ciudad. Allí radicaba casi la mayor parte, de los migrados del mundo entero. Compartiendo espacio y oxígeno con la gente menos pudiente y los que vegetaban en la más absoluta pobreza.

Vivían como podían. En barracas, en chabolas y bajo los chamizos que ellos mismos se construían. Decir que comían, es pensar en algo más de lo que la imaginación nos engaña.

Moraban en condiciones infrahumanas casi todos. se resguardaban del frío, a base de maderas, plásticos y enseres viejos encontrados en la cloaca de la capital, que no radicaba a demasiados kilómetros.

En la cabaña once de la calle se escuchan inesperadamente unos alaridos de mujer joven. Que pedía a gritos ser atendida. Allí se encontraba Adelita Michelena, una lozana criatura de veinte años que embarazadísima, pedía socorro a quien fuera, para ser atendida y parir cuanto antes.

Desnuda sobre un jergón de paja, con las piernas abiertas esperaba que alguien pudiera socorrerla.

Tras aquellos chillos entró Macarena, la médium de la zona y fue la que primero atendió a Adela. Y viendo que la descarga no venía conforme a regla, llamó a su sobrino Marcelo, para que con el coche de su amigo Johnny, pudieran llevarla al hospital mas cercano, ya que perdían la vida Adela y su criatura, de no ser atendidos en breve.

Marcelo dándole órdenes, casi obligó al pillo de Johnny, que justo había birlado y forzado un elegante, precioso y robusto Mercedes de último modelo en la zona VIP, que pretendía desmontarlo y vender a piezas. En el submercado del contrabando, la totalidad del despiece.

Precioso, de color perla, que tenía aparcado a la vera de su bohío.

—No me hagas esto Marcelo, dijo su amigo.

—Acabo de desvalijarlo y no puedo presumir por el centro de la ciudad con este trueno de coche.

—¡Joder tío, que se nos muere Adela.! Comunicó Marcelo con prisas, y siguió.

—Ya sabes que somos responsables de su barriguita. No sabemos quien de los dos la ensambló, pero uno de nosotros, somos el padre de lo que nazca.

Que el tipo de morcilla que luce y tiene ahora, es por nuestra culpa.

Mi tía lo sabe. Y no nos permitirá que nos salgamos de rositas con esa nena. Así que muy seria me ha mandado que la saquemos de este trance y que sobre todo. Ni le dé por morirse. Que si le pasa algo ya podemos pirarnos, porque si no nos encarcelan, ella se encarga de hacernos papilla.

—Pero tío, que si nos pillan nos meten en la trena.

—Y si nos quedamos aquí la Adelita, se muere. Macarena, o sea mi tía, nos funde. ¡Anda y tira para el hospital!

—Marcelo, mira que mañana es el día de la Purísima, que las carreteras están llenas de pestañís y nos la jugamos. ¡Es mucho mejor y con menos riesgo llamar a una ambulancia.!

—Johnny la Adela se muere, y yo no quiero que eso pase. A mí me va esa tía, y lo que trae es mío. Te pido por lo que más quieras que me ayudes. 

Como pudieron encima de una manta roja, la sacaron y la colocaron en la parte trasera del gran Mercedes pomposo, con asientos de cuero negro y con un lujo incomparable con cualquier otro vehículo a motor de la Trontolla.

Salieron pitando hacia el hospital, con una velocidad máxima y enloquecida, que es la que pedía aquel cacharro. A unos tíos irresponsables y raterillos que intentaban salvarle la vida a Adela y a su bebé.

En uno de los momentos del trayecto, los radares de uno de los coches de la guardia comarcal, los localizó y comenzó la persecución.

Pronto Marcelo y Johnny se percataron que comenzaba el juego.

Dos patrullas de los agentes regionales les pisaban los pies para detenerlos en la vía pública.

Un recreo al que ellos estaban acostumbrados y les apetecía poner en vilo, el llegar antes que los gendarmes al hospital y darle apaño y médico a lo que iba en las entrañas de Adelita.

La carrera fue fenomenal. No podían con la agilidad de Johnny, y el comando en la gestión, de por dónde transitar bajo los alaridos de Marcelo.

Por encima de bordillos, cruzando esquinas imposibles y desdibujadas. No había más que jugársela por la vida de Adelita.

Atravesaron la avenida en sentido contrario, perseguidos por las sirenas y miradas de los gestores del tráfico. Callejas estrechas que parecía imposible pasara un “Mercedacos” como aquel. Saltándose cuantos semáforos se tropezaron, mientras Adela y sus gritos iban a mayores.

Llegaron al gran hospital, y bajaron a Adela. La llevaron a urgencias con la tranquilidad de personas serenas.

Encomendándola a los sanitarios y advirtiéndoles que no le pasara nada a su chica. Si no querían tener problemas.

La calle quedó en silencio y el Mercedes aparcado.

Lo cual significaba que habían despistado a los agentes. Cuando llegó tras ellos la comitiva de los gendarmes, no había movimiento en la entrada de la clínica. Encontraron el coche con el motor apagado. Aparcado sin un rasguño frente a la entrada de la Clínica, y no supieron quienes condujeron de aquella manera aquel vehículo de gente pudiente.

Una nota escrita esperaba ser leída que decía; <Devuélvanlo a su dueño, lo usamos prestado, para salvar la vida a una amiga>.  

Todo aquello. Aquel desenfreno y sudor se detuvo cuando el enfermero tocó el hombro de Henry que se había quedado dormido mientras esperaba que Palmira diera a luz y le dijo.

—Es usted Henry el compañero de Palmira.

—¡Si soy yo mismo.! ¡Como ha ido el parto.

—¡Muy bien.! Eres papá de una niña preciosa y Palmira está bien. La verás en un rato. Espera aquí, te llamaremos.

—Oye, una pregunta. Habéis atendido a una tal Amarilda y a otra joven llamada Adela.

—¡Si.! No hace ni diez minutos han quedado en planta con sus bebés. ¿Es que las conoces? Sois amigos, vecinos o algo por el estilo. Os conocéis.

—No, pero tengo algunas referencias.

—Pues Ernesto es aquel que habla por teléfono, padre de otra nena. Marcelo es el joven moreno del fondo que venía con Adela y han sido papás de un varón.

Todo ha sido perfecto. Han nacido un ocho de diciembre y todo absolutamente todo, ha ido perfecto.









Autor: Emilio Moreno

 

 

 


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