Entró
en el consultorio y preguntó a la empleada de recepción, si
visitaba la doctora Trocales, aquella mañana.
La
asistente del ambulatorio le indicó que esperara su turno y le
atendía en seguida, como merecía, que ahora estaba ocupada al
teléfono con una urgencia. Un atropello múltiple, de unos
viandantes en un paso de cebra; por una repartidora de comida Fast
Food.
Aquel
hombre, se retiró unos pasos del mostrador y esperó su turno. No
tardó demasiado en ser escuchado.
Se
acercó con prudencia hacia el aparador y mostró sus credenciales a
la pasante, a la vez que ésta le preguntaba amablemente.
—Usted
dirá, señor
—Quisiera
que me visitara la doctora Trocales, vengo con unos síntomas no
demasiado graciosos y temo por mi vida.
—Explíqueme
que le sucede, con más detalles. He de pasarle a la doctora, su
petición y como no tenía visita concertada, me preguntará que
clase de urgencia presenta usted
—Es
una situación extraña, cierro los ojos y con mis parpados cerrados,
sigo viendo que le ocurrirá a la gente que está dentro del arco de
mi visión. Dentro de mi entorno.
Ahora
mismo si lo hago; la veo a usted, pidiendo socorro, por el suicidio
de su padre, que tendrá lugar dentro de seis horas.
Burlará
la vigilancia en el hospital, de la Santa Cruz, donde se encuentra
ingresado, y se desatará de las ligaduras de seguridad con que lo
tienen amarrado. Ustedes creen que se las provocaron unos homicidas,
sin embargo, fue él mismo el que se las originó, queriéndose
quitar la vida.
La
enfermera, se quedó estupefacta, porque lo que le había explicado
aquel hombre, coincidía con el cuadro que sufría su padre en el
último tiempo y era cierto que estaba ingresado y maniatado en Santa
Cruz, por unas depresiones muy agudas.
Aterrorizada,
tras lo que había escuchado, de boca de aquel hombre, que no parecía
ser un cantamañanas, desinformado y, todo lo que le adelantó,
coincidía con la realidad más cruda y rotunda, de su círculo más
íntimo, le dijo nerviosa; balbuceando y muy temblorosa, mirando a su
vez, alrededor suyo, por si estuviera repitiendo otra de las crisis
de identidad, que ella sufría a menudo.
—Le
pongo en la lista de urgentes, ella, la doctora, está atendiendo,
cuando lo crea oportuno le llamará, haga el favor de ir a la sala de
espera de su consultorio en la segunda planta de este mismo edificio
y aguarde.
—Bien
muchas gracias, muy amable.
Salió
de la sala de atención al público y tomó el ascensor hasta el
segundo piso, como le habían indicado, donde su doctora tenía la
consulta.
Al
llegar los acomodos de espera y aguarda, estaban ocupados casi al
completo, tan solo uno de ellos quedaba libre, de los seis asientos
del lugar; y al aparecer en la sala, dijo para el mundo en general,
como conociéndoles a todos.
—Buenos
días, nos volvemos a ver. ¡Veo que me habéis hecho caso!
—Tan
solo dos personas le contestaron. Una repartidora de alimentos
caseros cocinados al instante, con su casco en la mano muy herida y
un barrendero, mal vestido con esa ropa reflectante tan llamativa,
que ahora la llevaba destrozada.
Las
tres personas restantes, como si no fuera con ellos y disimulando al
saber quien era, callaron; queriendo pasar desapercibidos y,
siguieron unos, trasteando el móvil, y otros de nuevo en su mundo
abstraídos como bobos de circo, por todo el recuerdo de lo que
habían vivido en compañía del recién llegado.
Se
trataba de un chófer de ambulancia, un voluntario muy atento y
conocedor de los recovecos de la ciudad, para hacer sus
desplazamientos con la premura y acierto que requerían en cada
momento los usuarios.
El
otro paciente que esperaba era un doctor joven con poca experiencia,
asistente y becario en el mismo hospital, donde estaba el padre de la
enfermera de atención al público. El último de los que también
aguardaban era un cura muy anciano, que impartía las homilías en el
tanatorio, a los familiares de los fallecidos.
Tomó
asiento en el lugar vacío que había entre el médico de aspecto
linajudo y el sacerdote entrado en años. Estremeciéndose ambos por
el halo helador que dejó al acomodarse y el tufo a leña verde que
desprendía.
El
tiempo pasaba y aquella puerta no se abría. La doctora no aparecía,
dándole tiempo al visionario; que les habló, con una voz aguerrida
y fantasmagórica, diciendo—.La doctora Trocales, os hará pasar
uno por uno a consulta, para quitaros la vida de forma sencilla, sin
dolor y sin padecimientos.
Os
dará un bebedizo mortal y os quedaréis muy dormidos, cuando
despertéis ya volveremos a vernos en la urbanización Valle Averno,
donde residiréis toda la eternidad. Aquellos pacientes, se miraron
convencidos y resignados.
La
puerta que se abrió, fue la del quirófano del Hospital. Les iba a
atender la cirujana y experta doctora Trocales, la que ya daba
instrucciones en el camino a la mesa de operaciones, para atender al
atropellado soñador. Donde poco antes de ingresar en la mesa de
cirugía, despertó, advirtiendo que había sido victima de un
accidente, al ser atropellado en un paso de peatones, junto a un
barrendero, por la moto de una repartidora de comidas breves, y
gracias a un cura que llamó con premura, al servicio de atestados,
apareció una ambulancia, con el mejor conductor de las mismas y, un
médico asistente de primeros auxilios, que posiblemente salvarían
su vida y la del empleado del barrio.
Aquella
misma tarde, murió en extrañas circunstancias, se cree que por un
haraquiri, un paciente en el hospital de Santa Cruz, que sería
llevado al tanatorio Valle Averno, y el mismo padre Ángel de la
Buenaventura, sería el encargado del responso del funeral.
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