miércoles, 19 de junio de 2019

Diagnóstico dramático




Entró en el consultorio y preguntó a la empleada de recepción, si visitaba la doctora Trocales, aquella mañana.
La asistente del ambulatorio le indicó que esperara su turno y le atendía en seguida, como merecía, que ahora estaba ocupada al teléfono con una urgencia. Un atropello múltiple, de unos viandantes en un paso de cebra; por una repartidora de comida Fast Food.
Aquel hombre, se retiró unos pasos del mostrador y esperó su turno. No tardó demasiado en ser escuchado.
Se acercó con prudencia hacia el aparador y mostró sus credenciales a la pasante, a la vez que ésta le preguntaba amablemente.

Usted dirá, señor

Quisiera que me visitara la doctora Trocales, vengo con unos síntomas no demasiado graciosos y temo por mi vida.

Explíqueme que le sucede, con más detalles. He de pasarle a la doctora, su petición y como no tenía visita concertada, me preguntará que clase de urgencia presenta usted

Es una situación extraña, cierro los ojos y con mis parpados cerrados, sigo viendo que le ocurrirá a la gente que está dentro del arco de mi visión. Dentro de mi entorno.

Ahora mismo si lo hago; la veo a usted, pidiendo socorro, por el suicidio de su padre, que tendrá lugar dentro de seis horas. 

Burlará la vigilancia en el hospital, de la Santa Cruz, donde se encuentra ingresado, y se desatará de las ligaduras de seguridad con que lo tienen amarrado. Ustedes creen que se las provocaron unos homicidas, sin embargo, fue él mismo el que se las originó, queriéndose quitar la vida.

La enfermera, se quedó estupefacta, porque lo que le había explicado aquel hombre, coincidía con el cuadro que sufría su padre en el último tiempo y era cierto que estaba ingresado y maniatado en Santa Cruz, por unas depresiones muy agudas.

Aterrorizada, tras lo que había escuchado, de boca de aquel hombre, que no parecía ser un cantamañanas, desinformado y, todo lo que le adelantó, coincidía con la realidad más cruda y rotunda, de su círculo más íntimo, le dijo nerviosa; balbuceando y muy temblorosa, mirando a su vez, alrededor suyo, por si estuviera repitiendo otra de las crisis de identidad, que ella sufría a menudo.

Le pongo en la lista de urgentes, ella, la doctora, está atendiendo, cuando lo crea oportuno le llamará, haga el favor de ir a la sala de espera de su consultorio en la segunda planta de este mismo edificio y aguarde.

Bien muchas gracias, muy amable.

Salió de la sala de atención al público y tomó el ascensor hasta el segundo piso, como le habían indicado, donde su doctora tenía la consulta.
Al llegar los acomodos de espera y aguarda, estaban ocupados casi al completo, tan solo uno de ellos quedaba libre, de los seis asientos del lugar; y al aparecer en la sala, dijo para el mundo en general, como conociéndoles a todos.

Buenos días, nos volvemos a ver. ¡Veo que me habéis hecho caso!

Tan solo dos personas le contestaron. Una repartidora de alimentos caseros cocinados al instante, con su casco en la mano muy herida y un barrendero, mal vestido con esa ropa reflectante tan llamativa, que ahora la llevaba destrozada.
Las tres personas restantes, como si no fuera con ellos y disimulando al saber quien era, callaron; queriendo pasar desapercibidos y, siguieron unos, trasteando el móvil, y otros de nuevo en su mundo abstraídos como bobos de circo, por todo el recuerdo de lo que habían vivido en compañía del recién llegado.

Se trataba de un chófer de ambulancia, un voluntario muy atento y conocedor de los recovecos de la ciudad, para hacer sus desplazamientos con la premura y acierto que requerían en cada momento los usuarios.

El otro paciente que esperaba era un doctor joven con poca experiencia, asistente y becario en el mismo hospital, donde estaba el padre de la enfermera de atención al público. El último de los que también aguardaban era un cura muy anciano, que impartía las homilías en el tanatorio, a los familiares de los fallecidos.

Tomó asiento en el lugar vacío que había entre el médico de aspecto linajudo y el sacerdote entrado en años. Estremeciéndose ambos por el halo helador que dejó al acomodarse y el tufo a leña verde que desprendía.
El tiempo pasaba y aquella puerta no se abría. La doctora no aparecía, dándole tiempo al visionario; que les habló, con una voz aguerrida y fantasmagórica, diciendo—.La doctora Trocales, os hará pasar uno por uno a consulta, para quitaros la vida de forma sencilla, sin dolor y sin padecimientos. 

Os dará un bebedizo mortal y os quedaréis muy dormidos, cuando despertéis ya volveremos a vernos en la urbanización Valle Averno, donde residiréis toda la eternidad. Aquellos pacientes, se miraron convencidos y resignados.

La puerta que se abrió, fue la del quirófano del Hospital. Les iba a atender la cirujana y experta doctora Trocales, la que ya daba instrucciones en el camino a la mesa de operaciones, para atender al atropellado soñador. Donde poco antes de ingresar en la mesa de cirugía, despertó, advirtiendo que había sido victima de un accidente, al ser atropellado en un paso de peatones, junto a un barrendero, por la moto de una repartidora de comidas breves, y gracias a un cura que llamó con premura, al servicio de atestados, apareció una ambulancia, con el mejor conductor de las mismas y, un médico asistente de primeros auxilios, que posiblemente salvarían su vida y la del empleado del barrio.
Aquella misma tarde, murió en extrañas circunstancias, se cree que por un haraquiri, un paciente en el hospital de Santa Cruz, que sería llevado al tanatorio Valle Averno, y el mismo padre Ángel de la Buenaventura, sería el encargado del responso del funeral.


















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