Embarcadas
también irían el resto de las novicias. Las que restaban del lote
que se había repartido por las tres galeras. En espera de poder
lograr los votos religiosos
en
las Indias, una vez hicieran las prácticas oportunas y se diesen en
la cumplimentación de los juramentos. Tan solo con el fin de llenar
los conventos de mano de obra barata y las camas de según que
prelados
en las noches de achata.
Eran
doce chiquillas, las restantes del grupo, engatusadas por los
familiares y los curas de poco juicio, condenando a las muchachas a
seguir el camino de los esfuerzos intangibles y nada escuetos, sin
saber a que se enfrentaban y sin la devoción necesaria.
También
viajaban en la Hembra las ocho intelectuales voluntarias, para los
futuros fines en tierras lejanas, además de las tres damas de clase
alta, y la decena de boticarias que se repartieron entre la
expedición.
Guardando
lugar para posibles embarques en los distintos puertos a los que
tocarían antes de salir de territorio ibérico.
Las
señoras intelectuales estaban en una
franja
de edad, muy
variada,
o sea que
el margen habido entre la más joven y la más veterana, se notaba.
Experiencia
en
cualquiera de ellas, había
de
sobras y se notaba con creces
y cada una de las
señoras;
se marchaba a buscar otros derroteros, y
mejores
aires de
los que respiraban en su patria.
Por
diversos motivos, los cuales tampoco eran confesables y de ninguna
manera se quedarían en sus zonas, si
por causa ajena no embarcaran en aquel viaje. Ya
que no serían bien vistas por la propia familia, después
de tanto ruido como había provocado en los últimos años.
Confusiones
y desórdenes en el
vecindario y la sociedad que les envolvía, que era el estrato donde
ellas estaban adheridas y aunque de pleno derecho, no pertenecieran,
lo asumían de ese modo.
Sus
cuerpos perfectos, sus bustos deseables y sus artimañas atrayentes,
les
ayudaba a conseguir lo que se habían propuesto. Triunfar de lleno en
el archipiélago Filipino.
De
las ocho damas que embarcaron algunas habían estado casadas, Silvia
de Buitrago, Artemia Cospedal, Maruja Pérez, Antonia Jerez, Laura
Pinosa y tres solteras Castora López, Palmira Mondón y Teresa
Borrás.
Aunque
todas y cada una de ellas, atesoraban un largo peregrinar por las
sábanas de sus médicos, de los políticos, duques o marqueses que
existían en los alrededores de las grandes ciudades.
Todas
ellas se marchaban de sus localidades porque aun no habían hallado
lo que realmente buscaban y creían a pies juntillas, que nunca es
tarde para sus conquistas particulares.
Cinco
conocían muy bien, en que se basaba el matrimonio. Habían estado
casadas y aunque en la España del 1888 no se contemplaba el
divorcio. Existía aquella facilidad de abandonar, y menospreciar a
las mujeres, como a su vez, aparecían hembras fuertes que no las
dominaba ningún hombre y, se las hacían venir para mandar a
cualquiera que tuviera pene, a “despellejarse con un guante”
Silvia
Buitrago fue modelo de un pintor llamado Velázquez de Sevilla, que
además de ser su prototipo, y su
musa,
la usaba en la cama, y la despreciaba cada vez que al pincel se le
antojaba.
Hasta
que un buen día mientras saludaba y rezaba al paso de la Macarena en
la procesión de la Semana Santa; accidentalmente se cayó el artista
por la rendija del balcón, con tan mala fortuna que se desnucó al
tocar
el pavimento
y dar con su testa contra el brazo armado de la propia virgen.
Nunca
se pudo averiguar como perdió el equilibrio aquel fino
y delicado maltratador.
Dejando con mucho
disgusto a
su viuda. La
buena de Silvia, pero a la vez, con un sabor de placer que no podía
disimularlo, ni ante la familia, ni con los amigos. Teniendo que
poner por medio, distancia; ¡huir!
de su propia casa, para
que se aflojaran las repercusiones y
dudas,
de
todos aquellos incrédulos, que
no
creían que la propia Macarena lo había noqueado como a un pollo.
Así se inició el conseguir los pasajes
para comenzar el viaje a las Indias.
Feliz
y tranquila sin presiones, se
hallaba desde que el pintor se resbaló y ella, supo
encontrar
la forma de llegar a
la ciudad portuaria de Cartagena, procedente de la capital sevillana.
Alistándose
en
aquel viaje singular llamado las tres Marías de Cartagena.
Artemia
Cospedal era hija de un Fiscal prestigioso madrileño que litigaba
asuntos y defendía a los clientes más poderosos de la capital.
Gentes
que tenían contactos con hombres y mujeres de la Corte. Funcionario
electo, integrante en el Ministerio Público y asistente de los
millonarios y pudientes del manzanares.
Artemia
con grandes amigos, en el juzgado de primera instancia, enredó a un
infeliz, que
era hermano
putativo y desconocido, del que fue Rey, poco antes en España. Su
Majestad Don Amadeo de Saboya.
Presentando
en familia, la guapa Artemia, a su marido. Ni más ni menos que el
hermano no reconocido de un rey y de una saga de mucho prestigio.
Uniéndose
a él en Sagrado Matrimonio en el Altar Mayor de la Iglesia de
Fuencarral, hasta que la muerte los desvinculara y lo desvinculó su
propio padre, el prestigioso letrado, con la ayuda de no sé cuantos
empleados del ministerio.
Mandando
a la niña Artemia, lejos de aquel timorato, que engañaban en cuanto
veía un culito respingón.
Maruja
Pérez, era hija de un torero andaluz de mucho renombre, que tenía
tentadero y fincas por toda la serranía de Ronda.
Valiente
el matador Paco Pérez de Plato-vacío,
que tuvo una vida ajetreada, con mil mujeres y cientos de botellas de
vino, que lo llevaron a la vejez con muchos nietos.
Un
hombre cobarde en la vida y valiente en el ruedo, con los toros podía
y con las mujeres sufría.
Maruja
salió parecida a él; siempre dispuesta
para el deseo
y
para el sexo. No tenía ninguna dificultad en ir a la cama con quien
se lo pidiera. Era una mujer de aquellas que siempre tienen los
pañales en la mano. Esbelta, guapa y graciosa, atractiva y pesada
como las moscas.
Rica
en orgasmos y resuelta de proteínas. Necesitaba aventuras fuertes y
por ello, quiso ir detrás del ejército de Aduanas que se
trasladaban a Manila.
To
be continued
Continuará
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