Existió
y no hace tantos años. ¡Cuarenta; cincuenta!, quizás algo menos,
dónde la música y la amistad sugestiva nos ayudaban a crear en
nuestra imaginación unas vivencias subliminales, que nos producía
un estado de bienestar que entonces valorábamos escasamente.
El
misterio de la atracción nos arrimaba, ayudado por el impulso de
nuestra juventud a deleitarnos cuando bailábamos con una señorita,
que nos había concedido el baile, después de pedírselo mil veces,
con mucha educación.
Mientras
duraba la música, y danzábamos, en ocasiones torpemente, nos
veíamos en lo más alto de nuestras ilusiones y queríamos que
aquella pieza musical, aquel instante, no finalizara jamás y
volviera a comenzar desde el principio para regalarnos otro sueño
tan fantástico como el inicial.
Aquel
recinto era emblemático, nos abrazaba cada domingo por la tarde, y
nos ofrecía la actuación y baile de alguna de las estrellas del
momento. Era el Ateneo, nuestro rincón y el de tantos otros. La
sala de baile más maravillosa conocida del momento.
El
perímetro más peculiar y fantástico del fin de semana, el terrazo
abrillantado donde resbalaban las suelas de nuestro calzado, al
recorrer palmo a palmo, aquel entarimado y danzar con la melodía
encadenada, que nos ataba a la vida. Acordonándonos a nuestros
deseos de seguir explotando nuestro momento y encontrar aquello que
se busca, sin que nadie lo programe, desde que tenemos uso de razón.
¡La felicidad!
Donde
los sueños e ilusiones, muchas veces, dantescas. No se hacían
realidad, por exigirle al destino que además de disfrutar con
deleite, siguiera siendo un ideal a lo largo de mucho tiempo.
Entonces
no había nada, no podías enviar un mensaje a nadie, no se conocían
las redes, todo era un prohibido, entonces no habían inventos, ni
inventores.
Nadie
ingeniaba nada excepcional. No existían más que los esfuerzos, la
puntualidad y el pecado mortal, aquel que pretendían a base de meter
miedo, dirigiera nuestros impulsos juveniles y la llave de la
frustración que con los acontecimientos llegaría.
Era
el Ateneo, el lugar maravilloso por antonomasia, el lugar donde por
primera vez, apreciamos el olor de un perfume, al levitar, en su
áurea procedente desde un cuerpo de mujer. El enclave de la
gestación del primer beso.
Fue
y siguió siéndolo mientras nos duró la imaginación de la
inexperiencia, la circunstancia permitida para rodear delicadamente
con nuestras propias manos, una cintura femenina. Una cintura de
mujer atractiva.
A
la par que consumíamos desde los tuétanos, la balada que se
interpretaba para cada uno de nosotros. Porque así de personal, cada
cual la disfrutaba.
No
la veía desde entonces, con su gracia y simpatía, con su vestido de
blonda y su cuantía, con la sonrisa de diosa y su algarabía, con su
sereno porte y sus dotes de garantía.
Ella
no era la misma, y yo tampoco con seguridad.
De
hecho, la conocí, por su tono de voz y su perfume. Lo que aún se
resistía y persistía.
Inalterable,
majestuoso. Lo recordaban mis pituitarias y aquel recodo del cerebro,
que no envejece y se mantiene con las mejores memorias de lo que nos
sucede.
Fue
en la espera de la sala de cine. Rodeados de gente, con el tumulto y
la prisa en el despacho de localidades.
Ella
disimuló, pero sin que nadie la advirtiera, giró su cabeza y nos
miramos durante dos segundos. Hice un manoteo para saludarla. Ella
negó con los ojos saludo alguno, a pesar de entender que me había
reconocido.
Tan
sólo mantenía inalterable su voz y el frescor de su perfume. En el
cine programaban: Esplendor en la hierba.
Nosotros
ya éramos dos recuerdos, que habían caducado.
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