miércoles, 19 de junio de 2019

Existió un lugar donde...




Existió y no hace tantos años. ¡Cuarenta; cincuenta!, quizás algo menos, dónde la música y la amistad sugestiva nos ayudaban a crear en nuestra imaginación unas vivencias subliminales, que nos producía un estado de bienestar que entonces valorábamos escasamente.

El misterio de la atracción nos arrimaba, ayudado por el impulso de nuestra juventud a deleitarnos cuando bailábamos con una señorita, que nos había concedido el baile, después de pedírselo mil veces, con mucha educación.

Mientras duraba la música, y danzábamos, en ocasiones torpemente, nos veíamos en lo más alto de nuestras ilusiones y queríamos que aquella pieza musical, aquel instante, no finalizara jamás y volviera a comenzar desde el principio para regalarnos otro sueño tan fantástico como el inicial.

Aquel recinto era emblemático, nos abrazaba cada domingo por la tarde, y nos ofrecía la actuación y baile de alguna de las estrellas del momento. Era el Ateneo, nuestro rincón y el de tantos otros. La sala de baile más maravillosa conocida del momento. 

El perímetro más peculiar y fantástico del fin de semana, el terrazo abrillantado donde resbalaban las suelas de nuestro calzado, al recorrer palmo a palmo, aquel entarimado y danzar con la melodía encadenada, que nos ataba a la vida. Acordonándonos a nuestros deseos de seguir explotando nuestro momento y encontrar aquello que se busca, sin que nadie lo programe, desde que tenemos uso de razón. ¡La felicidad! 

Donde los sueños e ilusiones, muchas veces, dantescas. No se hacían realidad, por exigirle al destino que además de disfrutar con deleite, siguiera siendo un ideal a lo largo de mucho tiempo.

Entonces no había nada, no podías enviar un mensaje a nadie, no se conocían las redes, todo era un prohibido, entonces no habían inventos, ni inventores.
Nadie ingeniaba nada excepcional. No existían más que los esfuerzos, la puntualidad y el pecado mortal, aquel que pretendían a base de meter miedo, dirigiera nuestros impulsos juveniles y la llave de la frustración que con los acontecimientos llegaría. 

Era el Ateneo, el lugar maravilloso por antonomasia, el lugar donde por primera vez, apreciamos el olor de un perfume, al levitar, en su áurea procedente desde un cuerpo de mujer. El enclave de la gestación del primer beso.

Fue y siguió siéndolo mientras nos duró la imaginación de la inexperiencia, la circunstancia permitida para rodear delicadamente con nuestras propias manos, una cintura femenina. Una cintura de mujer atractiva.
A la par que consumíamos desde los tuétanos, la balada que se interpretaba para cada uno de nosotros. Porque así de personal, cada cual la disfrutaba.

No la veía desde entonces, con su gracia y simpatía, con su vestido de blonda y su cuantía, con la sonrisa de diosa y su algarabía, con su sereno porte y sus dotes de garantía.
Ella no era la misma, y yo tampoco con seguridad.
De hecho, la conocí, por su tono de voz y su perfume. Lo que aún se resistía y persistía.
Inalterable, majestuoso. Lo recordaban mis pituitarias y aquel recodo del cerebro, que no envejece y se mantiene con las mejores memorias de lo que nos sucede.

Fue en la espera de la sala de cine. Rodeados de gente, con el tumulto y la prisa en el despacho de localidades.
Ella disimuló, pero sin que nadie la advirtiera, giró su cabeza y nos miramos durante dos segundos. Hice un manoteo para saludarla. Ella negó con los ojos saludo alguno, a pesar de entender que me había reconocido.

Tan sólo mantenía inalterable su voz y el frescor de su perfume. En el cine programaban: Esplendor en la hierba. 

Nosotros ya éramos dos recuerdos, que habían caducado. 








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