Hay
padres que tienen hijos para que una vez crecidos sean sus criados. Esos niños
no tienen opción y si la llamada suerte, no les acompaña, acaban siendo carne
de cañón. Infelices.
Sin
embargo, los hay también que llegan a las familias obreras y a pesar de ser
concebidos con alegría y esperanza, tampoco tienen donde elegir, por las
circunstancias de su desdicha, de la pobreza de sus familias, por la escasez de
la comida, por la falta de oportunidades y han de elegir el camino del yugo,
que ya les viene impuesto desde su lactancia.
Antonio
nació en el seno de una familia campesina, en un tiempo rancio, donde casi todo
era pecado y por norma la expresión natural estaba prohibida, excepto obedecer
y aguantar lo que dispusiesen los curas y los potentados. Aquellas sumisas personas para poder comer
tenían que ingeniárselas y echar muchas horas en el campo, bajo el frio, el
calor, la lluvia y todo lo que la naturaleza dispensara.
En
aquella época, no llegaba al mundo rural, ningún plan de enseñanza para los humildes,
ningún análisis para mejorar la vida infantil y evitar que los niños tuvieran
que soportar jornadas de trabajo tan largas como las de sus padres.
En
edades tan tempranas, se perdían los mejores años de aquella chiquillería, para
el aprendizaje de cualquiera de las artes, u oficios que en un futuro, pudieran
servirles para que además de ganarse la vida, hacer sus regiones más prósperas
y fértiles.
Los
poderosos, los gubernativos que estaban frente a las Jefaturas e Instituciones_
políticos han sido son y serán siempre
así, medrando para ellos y al pueblo que lo zurzan_, tampoco contaban con
esos lugares de la geografía tan apartados, con esas personas que estaban
viviendo al margen de lo que se cocía en las grandes urbes.
Esta
familia la de Antonet, era por su carácter y creencias muy honrada, atenta y
servicial. Dedicada a las labores del campo desde la salida del sol hasta la
puesta, sin más pretensiones que llevar la comida a la mesa y nutrir a todos
sus componentes. Sus hermanas ya mayores, que desde niñas trabajaban explotadas
en labores de semi esclavitud, en las haciendas de los señores ricachones y
aposentados de la villa, ayudaban también sin pestañear.
Sus
padres, desde primerísimas horas de la madrugada partían hacia el campo y
volvían cuando el sol hacía rato que reposaba. Él, como hijo menor_ Antonet, el
“menut”_, no podía ser menos que los demás y debía seguir la senda que marcada
estaba antes de que naciera.
A la
escuela asistió mientras fue tierno, hasta que las labores del campo combinadas
con su edad, lo reclamaron parcialmente en calidad de: mano de obra directa y
como ocupaciones en la agricultura hay a decenas, comenzó por lo más apremiante:
el trato con las caballerías y los animales.
Hasta
que aquellas necesidades dejaron de ser parciales, para pasar a totales y ya no
era excusa el que asistiera a las clases que recibía en la escuela pública del
pueblo. A los diez años, dejo de asistir al colegio.
Aún y
con esas trazas, Antonio, quiso ser algo más, que un simple agricultor y por su
cuenta y con su esfuerzo fue interesándose por la lectura, por la escritura y
por la música. Persona estupenda ya lo era desde el nacimiento, detalles que
honoran a sus padres por el concurso de la educación familiar que siempre
ostentó sin ni siquiera presunción. En verdad le venía de las raíces, de los
genes.
De
joven se acercó al cura, y a la iglesia, observó bien atinado que era la única
forma de poder conseguir libros y algo de cultura, y aprender simultaneando sus
labores agrícolas y los deseos de conocimiento.
Así que
los domingos ayudaba al párroco como monaguillo, ocupación que le permitía:
leer, pensar, recibir alguna propina, conseguir un mendrugo de pan y poder
asistir a las clases de solfeo y enseñanza general que Don Francisco impartía.
Creció
en el entorno familiar y no tardó en quedarse huérfano de padre muy pronto. Aquellos
hombres tenían una vida corta, con los esfuerzos animales que hacían, los
desencajes en la alimentación y porque no;
en algunos casos la falta de prudencia en sus costumbres.
Le
lloraron muy poco al pobre de su padre, porque debían seguir en sus quehaceres,
ahora con más motivo, su falta debilitó al conjunto de la familia, quedando sin
tiempo para poder sentir aquella pena que les quebrantó el alma. La madre,
además de sus tareas campesinas y domiciliarias, tuvo que coser, y hacer de
amamantadora de leche para recién nacidos.
Una
guerra civil soportaron todos y cada uno de aquellos infelices, los enredos de
aquella tierra y las desavenencias de los poderosos, llevaron al país entero a
vivir una tragedia, donde se mataron gentes de los dos bandos incluso siendo
familiares cercanos, durante tres largos años que duró aquella maldición,
comieron lo que alcanzaron y gracias a tener un trozo de campo para cultivar,
pudieron llevarse algo a la boca y subsistir.
En
aquel tiempo el pueblo quedó dividido en dos de forma imaginaria_ algunos, los que son más exaltados y andan
en politiqueos_, delataban a los otros, por las envidias que siempre han
existido entre los llamados: “humanos mortales” y por los rencores y la
sinrazón viviente desde tiempos inmemoriales, por lo que aun hubo que extremar
más si cabe, las palabras y los enredos entre vecinos.
En la
posguerra cuando todo quedó arrasado y cuando ya no había nada donde rascar,
cuando solo quedó el odio brutal entre partidarios de un bando y de otro,
llegaron las consecuencias: las delaciones, las mazmorras, los desencantos,
fusilamientos, la falta de seguridad, los destierros, las huídas; la falta de
toda equidad, el racionamiento, los bandidos.
Bandoleros
y desertores que se escondían en la sierra, huidos que bajaban al pueblo, en
busca de aquello que les hacía falta y que para comer o saciarse, lo mismo les
daba matar a los pobres como a los más pudientes, arrendatarios de campos,
huertos o haciendas.
Perseguidos
por los guardias de aquellos desafortunados tiempos, que además estos también arrumbaban
con todo y con el cuento de la vigilancia de caminos y carreteras, todo valía.
Aquella llamada seguridad civil, no existía, cuando no eran bandoleros los que
pedían, eran los guardias los que exigían y siempre pagaban los mismos, los que
menos podían.
Antonio,
con el tiempo entró a formar parte de la orquestina de la villa, banda de
músicos todos aficionados, que habían cursado el solfeo y los ensayos del
instrumento en las mismas instalaciones y que amenizaban las tardes festivas con las
canciones al uso y los pasodobles que le dieron fama las grandes folklóricas
del país.
En
aquel tiempo tan raído y para mitigar las desgracias y las calamidades la gente
se refugiaba en las coplas. Los músicos de la banda además de interpretar las
piezas, las cantaban y aquellas estrofas de amor, tan sensibleras hacía que la
juventud siguiese enamorándose, bailando en la plaza y siendo excusa de tanta carencia.
Apreciado
por el pueblo entero, Antonio, se libró del Servicio Militar Obligatorio, por
ser hijo de viuda y por no haber quien atendiera a la madre ya anciana. Tampoco
tuvo la oportunidad de salir de aquel recinto cerrado, de su comarca, de su cárcel
particular, más que para ir a vendimiar en temporadas, a la zona costera de las
grandes plantaciones de vides.
Esos
desplazamientos por trabajo, no le beneficiaron tampoco en las relaciones con
los demás, por falta de tiempo de ocio, evitando el mezclarse con gentes que
pudieran servirle de acicate para desembarazar toda aquella falta de contacto
con otros semejantes. Quedando como chico de los recados familiares a parte de
toda la carga impenitente que llevaba.
Tenía
Antonio sesenta y dos años, cuando el
destino lo cruzó con un amigo que lo sería para los restos. Éste, había sido
invitado al pueblo, por aquellas casualidades que la vida pone frente a los
imponderables y que visitando al anfitrión _ González_, que ya habitaba en
aquella villa hacía unos cinco años, era también vecino de la casa del bueno de
Antonio.
Era la
Semana Santa del Año noventa y dos, siendo diecisiete de Abril. Año Olímpico,
cuando el frío daba bastante de pleno por no haber llegado del todo aquella
primavera esperada. Ese día era viernes Santo, cuando Freeman había viajado
desde la ciudad con su familia destino a Valderrobres; recalando antes en
Beceite en la famosa Fonda de Cinta Gil, la popular hospedería del Matarraña,
en aquel tiempo la señora Cinta, hacía muy poco había fallecido y ya no
supervisaba los platos de la comida ni ponía su punto final en las decisiones,
amén de no estar ni participar con la clientela, en las tertulias dando palique, mientras se
tomaban el café.
Los
clientes de aquella fonda muy fieles a hospedarse en sus disposiciones por
muchos motivos entre los cuales se encuentran: la comida, el relajo, la
hospitalidad y aquel sabor a fénico y a historia que se dejaba volar por el
ambiente.
En el
comedor coincidían los mismos comensales desde hacía ni se sabe cuántas
vacaciones de la aprovechada y festiva semana de Pasión y entre ellos
sobresalía un personaje el “Bolilla”, señor de la ciudad que destacaba por sus
gracias en la mesa y por sus donosos chistes citados al aire, para que todo el
mundo pudiera reír sin más. Igualmente del volumen que tenía su cuerpo por la
gran enjundia perimetral y por la voracidad con que engullía sus alimentos, era
como un sacramento verle comer _ si dejas
libre la imaginación y el recuerdo, vienen imágenes grabadas imborrables_. Acabada la comida y ya queriendo entrar la
tarde les esperaba en el domicilio de su segunda residencia el señor González,
que por agradecimiento a Freeman, al mediar en una compañía para que le
abonaran ya; un capital que se retrasaba. Abono ya cumplido en el vencimiento sin ser
resuelto y dejaban al tal González sin la posibilidad de sufragar unos pagos
inmediatos que contrajo.
Obsequiaba
al invitado llegado con un par de días de asueto en aquel precioso pueblo por
los favores en el adelanto del capital recibido. González quiso retornar aquel
detalle de gratitud, con el explayo, divierto y recreo en una zona tan
maravillosa.
La
chimenea de aquel recinto, quemaba leña humedecida y echaba chispas;
repartiendo el calor a poca distancia, porque el resto del habitáculo se notaba
un frío devastador debido a todas las rendijas que tenían aquellas puertas y
ventanas de la casa, que dejaban penetrar el viruji por cualquier ranura, sin
contar claro, con la humedad de aquella estancia, propia de haberla tenido toda
una temporada cerrada a cal y canto sin ventilación alguna.
En casa
de González, se reunían los vecinos a tomar café y copa, siempre que éste
estaba, los fines de semana y puentes o días feriados o, en aquellas
festividades tradicionales que anualmente se celebran con fecha casi fija en el
calendario.
Aquel
día el señor de la casa, queriendo usar sus escasas dotes de agradable_ era un personaje ofensivo y faltón_,
tenía su cafetera sobre un infiernillo, que hacía las veces de cocinilla,
hirviendo y subiendo el caldo de aquel torrefacto negro y fuerte que solía
tomar y su botella de brandy 501 preparada para servir a sus tertulianos.
Freeman
y su familia, ya hacía un buen rato que habían llegado a la solana, más de hora
y media y habían tenido tiempo de saludar a doña Rosa, esposa de González, que
era una mujer muy competente tanto en la cocina como en la conversación, además
de atenta y distante en según qué momentos.
Sin
contar con las habilidades que tenía de mediadora _ teniendo que usar esas innatas dotes muy a menudo, con las meteduras de
pata de su esposo_. El primero que aporreó el gran portón de entrada fue
Ángel, un veterano anciano y fenomenal parlanchín, lleno de anécdotas y de
historias que parecían sacadas de un poemario de Baudelaire_ el que fue el llamado poeta maldito, por sus
excesos_. Ángel individuo alegre, solitario y animado, agradecido que la
vida le obsequiara con instantes como aquellos, donde podía escucharse sus
propios garbos y que los demás comentaran exagerando o denostando lo que decía.
Era el
tal Ángel un asceta soltero, que vivía desde hacía años como un ermitaño, con
la compañía de su perro, más inteligente que muchos mortales y tan atrevido
como su amo, mostrando como él, mucha dejadez en su presencia.
Tras
los saludos y las presentaciones y antes de tomar asiento en aquellas sillas de
más de dos siglos de antigüedad; apareció
Antonio, surgió como una presencia en el recibidor de aquel lugar, menudo,
simpático y agradable y ya en aquellos instantes, se cayeron simpáticos, precisamente
en aquellos momentos cuando Freeman le estrechaba su mano derecha: pequeña,
disciplinada y franca; supo a ciencia cierta y como una premonición que
comenzaba una amistad, un respeto y un aprecio afectuoso que perdurarían hasta
la muerte de ambos.
No demoró
mucho el tiempo, en que la vida les hizo coincidir, precisamente no lejos de
aquel escenario, la casa de González.
Antonio
y Freeman, siempre; a partir de aquel día 17 de abril, mantuvieron una condescendiente
amistad honesta y singular, durante más de veinte y un años_ dice el tango que veinte años no es nada_, sin embargo si lo
sabes gestionar, ese período da para mucho y, ¡Sí!, fue inolvidable para Freeman. Por tantas
muestras de aprecio, que recibió de alguien que jamás hubiese pensado, por
aquella conjunción paternal, que era recibida por parte de Antonio y que
Freeman, recogía con un gusto benefactor. Ahora, con seguridad lo encuentra en
falta.
Cuantas
horas de conversación, que cantidad de encuentros hubieron a lo largo del
tiempo, ¡Incontables!, que manera de reír y de pasarlo en condiciones
de amistad y de aprobación, cuantas felicitaciones por cualquier excusa, miles
de intercambios de opiniones sobre temas intrascendentes y de los que tenían su
jugo, tropecientos encuentros para comer y celebrar cualquier detalle
insignificante, cientos de visitas en casa de uno y de otro, a la vera del
fuego, escuchando batallitas en asuntos históricos, familiares, personales y
todos los recuerdos que se vierten en esas vivencias.
Horas
de llamadas al teléfono durante más de cuatro lustros, todos los domingos y
fiestas de guardar. Cartas y postales desde cualquier umbral. Miles de alegrías
disfrutadas y también muchas efemérides luctuosas y de pena juntos que les
hicieron saltar las lágrimas a ambos en más de una ocasión.
Tantos
recuerdos que desde que levantó velas para su destino final, a Freeman le quedó
una vacante, aquel vacío que cita Alberto Cortés, en su bella canción_ que no se puede llenar, con la llegada de
otro amigo_. Freeman aún espera
poder llorar a su amigo. No por falta de ganas, sino por incredulidad
persistente, igual se cree, que ha de aparecer, todavía en cualquier esquina
para abrazarlo.
Igual
están todos expectantes en el Vergel prometido sin querer volver a la tierra, esperando
nuestra llegada para reanudar encuentros similares en otra esfera. Hace pensar
también en aquellos, que van construyendo la historia, la pasada y la próxima,
la nuestra. Que sin ruido fueron despidiéndose mucho antes, llenando el terreno
de los callados. Caso de Doña Rosa, González, Ángel y ahora Antonio.
Un
recuerdo sempiterno.
1 comentarios:
Ha sido un verdadero placer la lectura de tu relato. Todos llegaremos al otro lado algún día, pero espero que ese dia no sea cercano y que los personajes de tu historia sean pacientes y no desesperen por vernos.
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