lunes, 13 de mayo de 2013

Dejaron huella


Hay padres que tienen hijos para que una vez crecidos sean sus criados. Esos niños no tienen opción y si la llamada suerte, no les acompaña, acaban siendo carne de cañón. Infelices.
Sin embargo, los hay también que llegan a las familias obreras y a pesar de ser concebidos con alegría y esperanza, tampoco tienen donde elegir, por las circunstancias de su desdicha, de la pobreza de sus familias, por la escasez de la comida, por la falta de oportunidades y han de elegir el camino del yugo, que ya les viene impuesto desde su lactancia.
Antonio nació en el seno de una familia campesina, en un tiempo rancio, donde casi todo era pecado y por norma la expresión natural estaba prohibida, excepto obedecer y aguantar lo que dispusiesen los curas y los potentados.  Aquellas sumisas personas para poder comer tenían que ingeniárselas y echar muchas horas en el campo, bajo el frio, el calor, la lluvia y todo lo que la naturaleza dispensara.  
En aquella época, no llegaba al mundo rural, ningún plan de enseñanza para los humildes, ningún análisis para mejorar la vida infantil y evitar que los niños tuvieran que soportar jornadas de trabajo tan largas como las de sus padres.
En edades tan tempranas, se perdían los mejores años de aquella chiquillería, para el aprendizaje de cualquiera de las artes, u oficios que en un futuro, pudieran servirles para que además de ganarse la vida, hacer sus regiones más prósperas y fértiles.

Los poderosos, los gubernativos que estaban frente a las Jefaturas e Instituciones_ políticos han sido son y serán siempre así, medrando para ellos y al pueblo que lo zurzan_, tampoco contaban con esos lugares de la geografía tan apartados, con esas personas que estaban viviendo al margen de lo que se cocía en las grandes urbes.
Esta familia la de Antonet, era por su carácter y creencias muy honrada, atenta y servicial. Dedicada a las labores del campo desde la salida del sol hasta la puesta, sin más pretensiones que llevar la comida a la mesa y nutrir a todos sus componentes. Sus hermanas ya mayores, que desde niñas trabajaban explotadas en labores de semi esclavitud, en las haciendas de los señores ricachones y aposentados de la villa, ayudaban también sin pestañear.
Sus padres, desde primerísimas horas de la madrugada partían hacia el campo y volvían cuando el sol hacía rato que reposaba. Él, como hijo menor_ Antonet, el “menut”_, no podía ser menos que los demás y debía seguir la senda que marcada estaba antes de que naciera.

A la escuela asistió mientras fue tierno, hasta que las labores del campo combinadas con su edad, lo reclamaron parcialmente en calidad de: mano de obra directa y como ocupaciones en la agricultura hay a decenas, comenzó por lo más apremiante: el trato con las caballerías y los animales.
Hasta que aquellas necesidades dejaron de ser parciales, para pasar a totales y ya no era excusa el que asistiera a las clases que recibía en la escuela pública del pueblo. A los diez años, dejo de asistir al colegio.
Aún y con esas trazas, Antonio, quiso ser algo más, que un simple agricultor y por su cuenta y con su esfuerzo fue interesándose por la lectura, por la escritura y por la música. Persona estupenda ya lo era desde el nacimiento, detalles que honoran a sus padres por el concurso de la educación familiar que siempre ostentó sin ni siquiera presunción. En verdad le venía de las raíces, de los genes.
De joven se acercó al cura, y a la iglesia, observó bien atinado que era la única forma de poder conseguir libros y algo de cultura, y aprender simultaneando sus labores agrícolas y los deseos de conocimiento.
Así que los domingos ayudaba al párroco como monaguillo, ocupación que le permitía: leer, pensar, recibir alguna propina, conseguir un mendrugo de pan y poder asistir a las clases de solfeo y enseñanza general que Don Francisco impartía.
Creció en el entorno familiar y no tardó en quedarse huérfano de padre muy pronto. Aquellos hombres tenían una vida corta, con los esfuerzos animales que hacían, los desencajes en la alimentación y porque no;  en algunos casos la falta de prudencia en sus costumbres.
Le lloraron muy poco al pobre de su padre, porque debían seguir en sus quehaceres, ahora con más motivo, su falta debilitó al conjunto de la familia, quedando sin tiempo para poder sentir aquella pena que les quebrantó el alma. La madre, además de sus tareas campesinas y domiciliarias, tuvo que coser, y hacer de amamantadora de leche para recién nacidos.
Una guerra civil soportaron todos y cada uno de aquellos infelices, los enredos de aquella tierra y las desavenencias de los poderosos, llevaron al país entero a vivir una tragedia, donde se mataron gentes de los dos bandos incluso siendo familiares cercanos, durante tres largos años que duró aquella maldición, comieron lo que alcanzaron y gracias a tener un trozo de campo para cultivar, pudieron llevarse algo a la boca y subsistir.

En aquel tiempo el pueblo quedó dividido en dos de forma imaginaria_ algunos, los que son más exaltados y andan en politiqueos_, delataban a los otros, por las envidias que siempre han existido entre los llamados: “humanos mortales” y por los rencores y la sinrazón viviente desde tiempos inmemoriales, por lo que aun hubo que extremar más si cabe, las palabras y los enredos entre vecinos.
En la posguerra cuando todo quedó arrasado y cuando ya no había nada donde rascar, cuando solo quedó el odio brutal entre partidarios de un bando y de otro, llegaron las consecuencias: las delaciones, las mazmorras, los desencantos, fusilamientos, la falta de seguridad, los destierros, las huídas; la falta de toda equidad, el racionamiento, los bandidos.
Bandoleros y desertores que se escondían en la sierra, huidos que bajaban al pueblo, en busca de aquello que les hacía falta y que para comer o saciarse, lo mismo les daba matar a los pobres como a los más pudientes, arrendatarios de campos, huertos o haciendas.
Perseguidos por los guardias de aquellos desafortunados tiempos, que además estos también arrumbaban con todo y con el cuento de la vigilancia de caminos y carreteras, todo valía. Aquella llamada seguridad civil, no existía, cuando no eran bandoleros los que pedían, eran los guardias los que exigían y siempre pagaban los mismos, los que menos podían. 

Antonio, con el tiempo entró a formar parte de la orquestina de la villa, banda de músicos todos aficionados, que habían cursado el solfeo y los ensayos del instrumento en las mismas instalaciones y  que amenizaban las tardes festivas con las canciones al uso y los pasodobles que le dieron fama las grandes folklóricas del país.
En aquel tiempo tan raído y para mitigar las desgracias y las calamidades la gente se refugiaba en las coplas. Los músicos de la banda además de interpretar las piezas, las cantaban y aquellas estrofas de amor, tan sensibleras hacía que la juventud siguiese enamorándose, bailando en la plaza y siendo excusa de tanta carencia.
Apreciado por el pueblo entero, Antonio, se libró del Servicio Militar Obligatorio, por ser hijo de viuda y por no haber quien atendiera a la madre ya anciana. Tampoco tuvo la oportunidad de salir de aquel recinto cerrado, de su comarca, de su cárcel particular, más que para ir a vendimiar en temporadas, a la zona costera de las grandes plantaciones de vides.
Esos desplazamientos por trabajo, no le beneficiaron tampoco en las relaciones con los demás, por falta de tiempo de ocio, evitando el mezclarse con gentes que pudieran servirle de acicate para desembarazar toda aquella falta de contacto con otros semejantes. Quedando como chico de los recados familiares a parte de toda la carga impenitente que llevaba.

Tenía Antonio sesenta y dos  años, cuando el destino lo cruzó con un amigo que lo sería para los restos. Éste, había sido invitado al pueblo, por aquellas casualidades que la vida pone frente a los imponderables y que visitando al anfitrión _ González_, que ya habitaba en aquella villa hacía unos cinco años, era también vecino de la casa del bueno de Antonio.
Era la Semana Santa del Año noventa y dos, siendo diecisiete de Abril. Año Olímpico, cuando el frío daba bastante de pleno por no haber llegado del todo aquella primavera esperada. Ese día era viernes Santo, cuando Freeman había viajado desde la ciudad con su familia destino a Valderrobres; recalando antes en Beceite en la famosa Fonda de Cinta Gil, la popular hospedería del Matarraña, en aquel tiempo la señora Cinta, hacía muy poco había fallecido y ya no supervisaba los platos de la comida ni ponía su punto final en las decisiones, amén de no estar ni participar con la clientela,  en las tertulias dando palique, mientras se tomaban el café.
Los clientes de aquella fonda muy fieles a hospedarse en sus disposiciones por muchos motivos entre los cuales se encuentran: la comida, el relajo, la hospitalidad y aquel sabor a fénico y a historia que se dejaba volar por el ambiente.

En el comedor coincidían los mismos comensales desde hacía ni se sabe cuántas vacaciones de la aprovechada y festiva semana de Pasión y entre ellos sobresalía un personaje el “Bolilla”, señor de la ciudad que destacaba por sus gracias en la mesa y por sus donosos chistes citados al aire, para que todo el mundo pudiera reír sin más. Igualmente del volumen que tenía su cuerpo por la gran enjundia perimetral y por la voracidad con que engullía sus alimentos, era como un sacramento verle comer _ si dejas libre la imaginación y el recuerdo, vienen imágenes grabadas imborrables_.  Acabada la comida y ya queriendo entrar la tarde les esperaba en el domicilio de su segunda residencia el señor González, que por agradecimiento a Freeman, al mediar en una compañía para que le abonaran ya; un capital que se retrasaba.  Abono ya cumplido en el vencimiento sin ser resuelto y dejaban al tal González sin la posibilidad de sufragar unos pagos inmediatos que contrajo.

Obsequiaba al invitado llegado con un par de días de asueto en aquel precioso pueblo por los favores en el adelanto del capital recibido. González quiso retornar aquel detalle de gratitud, con el explayo, divierto y recreo en una zona tan maravillosa.
La chimenea de aquel recinto, quemaba leña humedecida y echaba chispas; repartiendo el calor a poca distancia, porque el resto del habitáculo se notaba un frío devastador debido a todas las rendijas que tenían aquellas puertas y ventanas de la casa, que dejaban penetrar el viruji por cualquier ranura, sin contar claro, con la humedad de aquella estancia, propia de haberla tenido toda una temporada cerrada a cal y canto sin ventilación alguna.
En casa de González, se reunían los vecinos a tomar café y copa, siempre que éste estaba, los fines de semana y puentes o días feriados o, en aquellas festividades tradicionales que anualmente se celebran con fecha casi fija en el calendario.
Aquel día el señor de la casa, queriendo usar sus escasas dotes de agradable_ era un personaje ofensivo y faltón_, tenía su cafetera sobre un infiernillo, que hacía las veces de cocinilla, hirviendo y subiendo el caldo de aquel torrefacto negro y fuerte que solía tomar y su botella de brandy 501 preparada para servir a sus tertulianos.
Freeman y su familia, ya hacía un buen rato que habían llegado a la solana, más de hora y media y habían tenido tiempo de saludar a doña Rosa, esposa de González, que era una mujer muy competente tanto en la cocina como en la conversación, además de atenta y distante en según qué momentos.
Sin contar con las habilidades que tenía de mediadora _ teniendo que usar esas innatas dotes muy a menudo, con las meteduras de pata de su esposo_. El primero que aporreó el gran portón de entrada fue Ángel, un veterano anciano y fenomenal parlanchín, lleno de anécdotas y de historias que parecían sacadas de un poemario de Baudelaire_ el que fue el llamado poeta maldito, por sus excesos_. Ángel individuo alegre, solitario y animado, agradecido que la vida le obsequiara con instantes como aquellos, donde podía escucharse sus propios garbos y que los demás comentaran exagerando o denostando lo que decía.
Era el tal Ángel un asceta soltero, que vivía desde hacía años como un ermitaño, con la compañía de su perro, más inteligente que muchos mortales y tan atrevido como su amo, mostrando como él, mucha dejadez en su presencia.
Tras los saludos y las presentaciones y antes de tomar asiento en aquellas sillas de más de dos siglos de antigüedad;  apareció Antonio, surgió como una presencia en el recibidor de aquel lugar, menudo, simpático y agradable y ya en aquellos instantes, se cayeron simpáticos, precisamente en aquellos momentos cuando Freeman le estrechaba su mano derecha: pequeña, disciplinada y franca; supo a ciencia cierta y como una premonición que comenzaba una amistad, un respeto y un aprecio afectuoso que perdurarían hasta la muerte de ambos.
No demoró mucho el tiempo, en que la vida les hizo coincidir, precisamente no lejos de aquel escenario, la casa de González.
Antonio y Freeman, siempre; a partir de aquel día 17 de abril, mantuvieron una condescendiente amistad honesta y singular, durante más de veinte y un años_ dice el tango que veinte años no es nada_, sin embargo si lo sabes gestionar, ese período da para mucho y,  ¡Sí!, fue inolvidable para Freeman. Por tantas muestras de aprecio, que recibió de alguien que jamás hubiese pensado, por aquella conjunción paternal, que era recibida por parte de Antonio y que Freeman, recogía con un gusto benefactor. Ahora, con seguridad lo encuentra en falta. 
Cuantas horas de conversación, que cantidad de encuentros hubieron a lo largo del tiempo,  ¡Incontables!,  que manera de reír y de pasarlo en condiciones de amistad y de aprobación, cuantas felicitaciones por cualquier excusa, miles de intercambios de opiniones sobre temas intrascendentes y de los que tenían su jugo, tropecientos encuentros para comer y celebrar cualquier detalle insignificante, cientos de visitas en casa de uno y de otro, a la vera del fuego, escuchando batallitas en asuntos históricos, familiares, personales y todos los recuerdos que se vierten en esas vivencias.
Horas de llamadas al teléfono durante más de cuatro lustros, todos los domingos y fiestas de guardar. Cartas y postales desde cualquier umbral. Miles de alegrías disfrutadas y también muchas efemérides luctuosas y de pena juntos que les hicieron saltar las lágrimas a ambos en más de una ocasión.
Tantos recuerdos que desde que levantó velas para su destino final, a Freeman le quedó una vacante, aquel vacío que cita Alberto Cortés, en su bella canción_ que no se puede llenar, con la llegada de otro amigo_.  Freeman aún espera poder llorar a su amigo. No por falta de ganas, sino por incredulidad persistente, igual se cree, que ha de aparecer, todavía en cualquier esquina para abrazarlo. 

Igual están todos expectantes en el Vergel prometido sin querer volver a la tierra, esperando nuestra llegada para reanudar encuentros similares en otra esfera. Hace pensar también en aquellos, que van construyendo la historia, la pasada y la próxima, la nuestra. Que sin ruido fueron despidiéndose mucho antes, llenando el terreno de los callados. Caso de Doña Rosa, González, Ángel y ahora Antonio.

Un recuerdo sempiterno.

1 comentarios:

XOSÉ CASAR (Piteira) dijo...

Ha sido un verdadero placer la lectura de tu relato. Todos llegaremos al otro lado algún día, pero espero que ese dia no sea cercano y que los personajes de tu historia sean pacientes y no desesperen por vernos.

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