Aquella relojería llevaba
en servicio y abierta al público desde hacía más de ochenta años. Mónica, en su
infancia paseaba al ir y volver del colegio frente a la puerta de aquel
establecimiento acompañada de su abuelo el señor Don Cayo. La niña solía
quedarse extasiada frente al gran ventanal de la casa de los relojes admirando
y prendada con el Vacheron Constantin, pendular que
lucía insensible marcando las horas exactas del día y de la noche.
Los cuartos, las medias y
las horas con un sonido especial de carrillón que a ella, al oírlo le
sobrecogía. Su abuelo en su tiempo ya le explicaba a su nieta que la relojería
de Sancho, la inauguraron mucho antes de la guerra del treinta y seis. Entonces
regentada por Don Blas de la Montre, el abuelo de la saga de los horólogos, que
en aquel tiempo se encargaba de la exactitud de la hora en el equipo de la Casa
Consistorial y los pocos medidores de las horas de aquellos tiempos y en semejantes
zonas.
Entonces Cayo contaba con
nueve años, y también a él como a su nieta le habían cautivado tanto, los
termómetros de la destemplanza, como los medidores del frío en el invierno y calor
en verano.
Además de aquellos
grandes relojes medianos y chiquitos. De pulsera y despertadores. Unidades censoras,
que todas expuestas dentro de aquel bazar de inminentes segundos, próximos minutos
y de horas venideras, yacía ante el lapsus de un santiamén.
Lugar que sin duda era
especialidad exacta y singular de la villa. Representando a las marcas Suizas más
precisas como han sido en todos los tiempos los Omega, Longines y Rolex. Atendiendo
averías y puestas a punto tan precisas en el alma de cada uno de los relojes.
Ventas a los adinerados y
pudientes de aquellos años y demás atenciones al futuro desde aquellos censores
del tiempo.
Era una maravilla, en
aquella época de principios y mediados del siglo XX, ser poseedor y propietario
de un ábaco y portarlo en la muñeca del brazo izquierdo, o en el bolsillo
secreto del chaleco, que te daba el punto del sol exacto cada vez que lo
mirabas. Así como tenerlo en la pared del salón principal de la casa, solemne
alto y serio, que además de pausar, llegadas las horas te avisaba con aquel
sonido. Tan sutil o desgarrador que llegaba a ser un quejido por lo pasado que
no había de volver.
De todo aquello recordado por Mónica, habían transcurrido más de treinta años. Que palmarios, segundo a segundo, por los péndulos de la casa de Sancho, esperaban tener su minuto, o quizás y por lo menos, su segundo de gloria.
Aquella mujer, se había hecho
a sí misma poderosa. Una profesional de la información de las que destacaba por
preparación, cultura y belleza. La que había conseguido mucha fama, y le había
dado a su impronta muchos momentos mágicos, y felices.
Gracias al programa de la
televisión que presentaba, en una de las cadenas nacionales. Espacio popularizado
por la esencia trasmitida por la propia Mónica Monroy Valdeblanquez.
Hija de un costurero
sastre y de la farmacéutica de la población, además de ser la nieta de Don Cayo
el historiador, el poeta y cronista de la zona.
De buenas a primeras todo
se paró. ¡Súbitamente!
¡Alto de inmediato, a
todo lo que se conoce por tiempo feliz!
¡Estamos en una pandemia
que no se sabe si podrá sobrevivir persona alguna en este planeta. Fue el mensaje
que les dieron los responsables políticos del tiempo. Todo se detuvo en horas. Hospitales
a rebosar, médicos y enfermeros sin dar abasto, cayendo como víctimas en las
avanzadillas del imaginado campo de batalla, que eran entonces las salas de los
dispensarios, de las urgencias y de las clínicas.
Las calles estaban
vacías, los supermercados sin viandas, faltaba harina, frutas y verduras.
Todo se detuvo o se alteraba,
menos los relojes de la casa de Sancho, que estando barrada la puerta, los péndulos
de aquellos imparables registradores, oscilaban yendo de izquierda a derecha, persistiendo
en su baile inalterables y sin detención.
En aquella penitencia y
purgatorio, Mónica volvió a la casa de su infancia a recluirse, buscando salud,
y huyendo del microbio de aquel Covid, que se llevaba por delante al más
pintado.
En una repetición de los
paseos que solía dar a la edad de doce años, se detuvo frente al ventanal de la
relojería de Sancho, que desde su vidriera amplia, volvió a reconocer el carillón
que inalterable parecía la esperaba. Aquel Vacheron Constantin de su infancia,
que no había sufrido ni una sola demora en los miles y miles de segundos, transcurridos
desde aquel maravilloso tiempo que la acompañaba e instruía su abuelo. Se vio
reflejada en el cristal que separaba la sala de la botica de la calle y se notó
cambiada. Volviendo en aquel segundo que le permitía el tiempo a revivir
instantes de antaño. Tuvo un arrebato y se acercó a la entrada. Tocó la
manecilla de la puerta de acceso, que indicaba en un cartel adosado al espejo
lateral. <Por favor al entrar, pónganse la mascarilla.
Dudó si debía acceder al
bazar, y en no más de dos segundos, traspasó el umbral de la puerta y tras
pisar el zaguán, saludó.
—Buenos días, atiende
alguien. De entre las cortinas interiores apareció un anciano, muy encorvado ayudado
por un bastón metálico, con el pelo cano y unas gafas de culo de botella que le
respondió.
—Hola Mónica, buenos
días.
—¡Uy… que alegría, ¿Es
que me conoce?
—¡Claro que te conozco!,
como no iba a conocerte mujer.
—¡Ah… claro! Por el programa
de la televisión, que tonta, perdone usted.
—No señora, ¡Por el programa
no! Hizo un inciso de dos largos segundos y respondió.
—Te conozco desde que
eras una chiquilla, porque tú, eres la mocosa que se paraba con Cayo, frente al
escaparate y ponía su naricilla sobre el cristal para no quitar ojo con aquella
ansiedad, del reloj que hace unos segundos volvías a observar.
—Cayo, era mi abuelito.
Adujo con nostalgia la mujer.
—Lo sé muy bien Mónica—le
respondió el empleado—Como sé de buena tinta, que tu yayo, era el que te
explicó la historia de la relojería Sancho.
—Entonces usted debe ser
el nieto de Don Blas de la Montre. Aún recuerdo las palabras de mi abuelito.
—Soy el nieto de don
Blas, mi padre era Ataulfo y yo me llamo Ferdinand Sancho, y sabíamos que tarde
o temprano, volverías a este bazar a escuchar el sonido del reloj que te sigue
fascinando.
Un tanto nerviosa la
guapa Mónica, se ruborizó al escuchar semejantes palabras, que le retrotraían al
pasado. Sin saber conducir aquella impronta, le preguntó al anciano Ferdinand.
Antes de prorrumpir con
la pregunta, el Vacheron Constantin, sonó dando las
diez de la mañana, y ambos esperaron a que diera el ultimo gong.
—¿Cuánto le duran las
pilas al reloj de la pared? Se las ha cambiado hace poco, o están por
renovarse. Lo digo por el sonido tan enérgico que se le escucha. Interrogando Mónica
al empleado, con curiosidad esperó respuesta.
—Este reloj va sin pilas.
Funciona como el corazón. ¡Por impulsos!
—Quiere usted decirme,
que está funcionando desde el principio sin darle cuerda.
—Eso precisamente quiero
decir y así lo afirmo.
—No me lo puedo creer,
nunca lo hubiese imaginado. De eso no me habló mi abuelo. Se acercó bajo el
gran montre suizo y suspiró para hacerle una proposición al anciano Ferdinand.
—Cuanto me costaría si
decidiera comprarlo.
—Este carrillón estaba
esperándote desde hace setenta años. Le dijo Ferdinand a Mónica, y continuó
informándole.
—Sabíamos que sería para
ti. Mi padre Ataulfo ya se había fijado en ti desde que ibas a la escuela, y a
diario te postrabas frente al cristal, colocando tu nariz en él, para observar
al gran reloj.
—Si es así, cuanto cree
usted que durará el mecanismo del carrillón. ¿Vale la pena que lo compre?
—Durará hasta que estés
viva. En el momento que cierres los ojos, dejará de funcionar. Si no eres capaz
de explicar a alguien la historia, como hizo tu abuelo
—Quien eres tú, que lo
sabes todo. Preguntó descarada la mujer, evidenciando lo que iba a suceder a continuación.
Escuchando la respuesta.
—Tú me lo preguntas, que
lo has sabido desde la muerte de Cayo. Le comunicó el encorvado Ferdinand. Mirando
la clase de gesto que iba a presentar la señora Mónica. La que imaginando todo lo
que vendría a renglón seguido, argumentó.
—Imagino quien puedes
ser, pero siempre lo he tenido en la duda. Ahora que me decido a comprar el
tiempo que me resta, ¡Dímelo! Preguntó Mónica, sin mostrar nerviosismo. Rememorando
unas frases que su abuelo pronunció antes de partir, y jamás había comprendido
hasta ese mismo instante.
—Te llevaremos el reloj a
casa. Espera tranquila, no te contagiarás de este virus maligno. En cuanto el Vacheron
Constantin, salga por la puerta, la cerraré para siempre. Serás tú la que
deberás delegar la historia a quien creas merece vivir con esta incógnita. Cayo,
te está escuchando y creo que alegre. Sabiendo que eres la poseedora del
secreto que él, retuvo por más del tiempo que vivió.
Autor Emilio Moreno.


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