martes, 28 de octubre de 2025

Funciona como el corazón.

 







Aquella relojería llevaba en servicio y abierta al público desde hacía más de ochenta años. Mónica, en su infancia paseaba al ir y volver del colegio frente a la puerta de aquel establecimiento acompañada de su abuelo el señor Don Cayo. La niña solía quedarse extasiada frente al gran ventanal de la casa de los relojes admirando y prendada con el Vacheron Constantin, pendular que lucía insensible marcando las horas exactas del día y de la noche.

Los cuartos, las medias y las horas con un sonido especial de carrillón que a ella, al oírlo le sobrecogía. Su abuelo en su tiempo ya le explicaba a su nieta que la relojería de Sancho, la inauguraron mucho antes de la guerra del treinta y seis. Entonces regentada por Don Blas de la Montre, el abuelo de la saga de los horólogos, que en aquel tiempo se encargaba de la exactitud de la hora en el equipo de la Casa Consistorial y los pocos medidores de las horas de aquellos tiempos y en semejantes zonas.

Entonces Cayo contaba con nueve años, y también a él como a su nieta le habían cautivado tanto, los termómetros de la destemplanza, como los medidores del frío en el invierno y calor en verano.

Además de aquellos grandes relojes medianos y chiquitos. De pulsera y despertadores. Unidades censoras, que todas expuestas dentro de aquel bazar de inminentes segundos, próximos minutos y de horas venideras, yacía ante el lapsus de un santiamén.

Lugar que sin duda era especialidad exacta y singular de la villa. Representando a las marcas Suizas más precisas como han sido en todos los tiempos los Omega, Longines y Rolex. Atendiendo averías y puestas a punto tan precisas en el alma de cada uno de los relojes.

Ventas a los adinerados y pudientes de aquellos años y demás atenciones al futuro desde aquellos censores del tiempo.

Era una maravilla, en aquella época de principios y mediados del siglo XX, ser poseedor y propietario de un ábaco y portarlo en la muñeca del brazo izquierdo, o en el bolsillo secreto del chaleco, que te daba el punto del sol exacto cada vez que lo mirabas. Así como tenerlo en la pared del salón principal de la casa, solemne alto y serio, que además de pausar, llegadas las horas te avisaba con aquel sonido. Tan sutil o desgarrador que llegaba a ser un quejido por lo pasado que no había de volver.

De todo aquello recordado por Mónica, habían transcurrido más de treinta años. Que palmarios, segundo a segundo, por los péndulos de la casa de Sancho, esperaban tener su minuto, o quizás y por lo menos, su segundo de gloria. 

Aquella mujer, se había hecho a sí misma poderosa. Una profesional de la información de las que destacaba por preparación, cultura y belleza. La que había conseguido mucha fama, y le había dado a su impronta muchos momentos mágicos, y felices.

Gracias al programa de la televisión que presentaba, en una de las cadenas nacionales. Espacio popularizado por la esencia trasmitida por la propia Mónica Monroy Valdeblanquez.

Hija de un costurero sastre y de la farmacéutica de la población, además de ser la nieta de Don Cayo el historiador, el poeta y cronista de la zona.

De buenas a primeras todo se paró. ¡Súbitamente!

¡Alto de inmediato, a todo lo que se conoce por tiempo feliz!

¡Estamos en una pandemia que no se sabe si podrá sobrevivir persona alguna en este planeta. Fue el mensaje que les dieron los responsables políticos del tiempo. Todo se detuvo en horas. Hospitales a rebosar, médicos y enfermeros sin dar abasto, cayendo como víctimas en las avanzadillas del imaginado campo de batalla, que eran entonces las salas de los dispensarios, de las urgencias y de las clínicas.

Las calles estaban vacías, los supermercados sin viandas, faltaba harina, frutas y verduras.

Todo se detuvo o se alteraba, menos los relojes de la casa de Sancho, que estando barrada la puerta, los péndulos de aquellos imparables registradores, oscilaban yendo de izquierda a derecha, persistiendo en su baile inalterables y sin detención.

En aquella penitencia y purgatorio, Mónica volvió a la casa de su infancia a recluirse, buscando salud, y huyendo del microbio de aquel Covid, que se llevaba por delante al más pintado.

En una repetición de los paseos que solía dar a la edad de doce años, se detuvo frente al ventanal de la relojería de Sancho, que desde su vidriera amplia, volvió a reconocer el carillón que inalterable parecía la esperaba. Aquel Vacheron Constantin de su infancia, que no había sufrido ni una sola demora en los miles y miles de segundos, transcurridos desde aquel maravilloso tiempo que la acompañaba e instruía su abuelo. Se vio reflejada en el cristal que separaba la sala de la botica de la calle y se notó cambiada. Volviendo en aquel segundo que le permitía el tiempo a revivir instantes de antaño. Tuvo un arrebato y se acercó a la entrada. Tocó la manecilla de la puerta de acceso, que indicaba en un cartel adosado al espejo lateral. <Por favor al entrar, pónganse la mascarilla.

Dudó si debía acceder al bazar, y en no más de dos segundos, traspasó el umbral de la puerta y tras pisar el zaguán, saludó.

—Buenos días, atiende alguien. De entre las cortinas interiores apareció un anciano, muy encorvado ayudado por un bastón metálico, con el pelo cano y unas gafas de culo de botella que le respondió.

—Hola Mónica, buenos días.

—¡Uy… que alegría, ¿Es que me conoce?

—¡Claro que te conozco!, como no iba a conocerte mujer.

—¡Ah… claro! Por el programa de la televisión, que tonta, perdone usted.

—No señora, ¡Por el programa no! Hizo un inciso de dos largos segundos y respondió.

—Te conozco desde que eras una chiquilla, porque tú, eres la mocosa que se paraba con Cayo, frente al escaparate y ponía su naricilla sobre el cristal para no quitar ojo con aquella ansiedad, del reloj que hace unos segundos volvías a observar.

—Cayo, era mi abuelito. Adujo con nostalgia la mujer.

—Lo sé muy bien Mónica—le respondió el empleado—Como sé de buena tinta, que tu yayo, era el que te explicó la historia de la relojería Sancho.

—Entonces usted debe ser el nieto de Don Blas de la Montre. Aún recuerdo las palabras de mi abuelito.

—Soy el nieto de don Blas, mi padre era Ataulfo y yo me llamo Ferdinand Sancho, y sabíamos que tarde o temprano, volverías a este bazar a escuchar el sonido del reloj que te sigue fascinando.

Un tanto nerviosa la guapa Mónica, se ruborizó al escuchar semejantes palabras, que le retrotraían al pasado. Sin saber conducir aquella impronta, le preguntó al anciano Ferdinand.

Antes de prorrumpir con la pregunta, el Vacheron Constantin, sonó dando las diez de la mañana, y ambos esperaron a que diera el ultimo gong.

—¿Cuánto le duran las pilas al reloj de la pared? Se las ha cambiado hace poco, o están por renovarse. Lo digo por el sonido tan enérgico que se le escucha. Interrogando Mónica al empleado, con curiosidad esperó respuesta.

—Este reloj va sin pilas. Funciona como el corazón. ¡Por impulsos!

—Quiere usted decirme, que está funcionando desde el principio sin darle cuerda.

—Eso precisamente quiero decir y así lo afirmo.

—No me lo puedo creer, nunca lo hubiese imaginado. De eso no me habló mi abuelo. Se acercó bajo el gran montre suizo y suspiró para hacerle una proposición al anciano Ferdinand.

—Cuanto me costaría si decidiera comprarlo.

—Este carrillón estaba esperándote desde hace setenta años. Le dijo Ferdinand a Mónica, y continuó informándole.

—Sabíamos que sería para ti. Mi padre Ataulfo ya se había fijado en ti desde que ibas a la escuela, y a diario te postrabas frente al cristal, colocando tu nariz en él, para observar al gran reloj.

—Si es así, cuanto cree usted que durará el mecanismo del carrillón. ¿Vale la pena que lo compre?

—Durará hasta que estés viva. En el momento que cierres los ojos, dejará de funcionar. Si no eres capaz de explicar a alguien la historia, como hizo tu abuelo

—Quien eres tú, que lo sabes todo. Preguntó descarada la mujer, evidenciando lo que iba a suceder a continuación. Escuchando la respuesta.

—Tú me lo preguntas, que lo has sabido desde la muerte de Cayo. Le comunicó el encorvado Ferdinand. Mirando la clase de gesto que iba a presentar la señora Mónica. La que imaginando todo lo que vendría a renglón seguido, argumentó.

—Imagino quien puedes ser, pero siempre lo he tenido en la duda. Ahora que me decido a comprar el tiempo que me resta, ¡Dímelo! Preguntó Mónica, sin mostrar nerviosismo. Rememorando unas frases que su abuelo pronunció antes de partir, y jamás había comprendido hasta ese mismo instante.

—Te llevaremos el reloj a casa. Espera tranquila, no te contagiarás de este virus maligno. En cuanto el Vacheron Constantin, salga por la puerta, la cerraré para siempre. Serás tú la que deberás delegar la historia a quien creas merece vivir con esta incógnita. Cayo, te está escuchando y creo que alegre. Sabiendo que eres la poseedora del secreto que él, retuvo por más del tiempo que vivió.











Autor Emilio Moreno.






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