Lucía, había abandonado a Indalecio sin zarandajas. Se había
acabado el amor, y se había enamorado de un antiguo conocido de juventud, que
por casuales coincidieron en la autoescuela. Siendo Celio, su instructor de circulación
y preparador de su examen.
El mismo que tras instruirla en la teórica de su regla, la iniciara
en montar por la derecha, hacer el stop y marcha atrás. Ceder el paso y
perfeccionarla en el mete y saca, el acelera que no corres, y del
estrechamiento si vas calzada. Todo relacionado con las marchas y velocidades
dentro y fuera del vehículo.
El que acabó pilotando el carruaje corporal de Lucia. con la
anuencia de ella y con el deseo de no saltarse un semáforo en rojo, ni ser
embestida sin previo aviso.
Metiéndole la directa, en su caja de cambio, momentos antes de
pasar el reconocimiento de su tráfico físico. Celeridad de crucero que gozaba con
Celio, la que fue fiel esposa de Indalecio.
Hasta que se enamoró de la instrucción recibida en el manejo que la
conducía a su éxtasis.
Indalecio se quedó solo en su pisito de la calle Vergara, desde que
su ex conductora se mudó con el Coach, que le regalaba una nueva vida.
De hecho. El burlado no se lo tomó demasiado a pecho, encontrarse
en vías del divorcio, y camino de su soltería. Ya que se quitaba de encima a
una adúltera espabilada, que no lo quería, y además trataba de disimular de
maravilla frente a la familia. Dando motivos y excusas vanas, por las cuales
dejó de amar al que fuera su marido.
Transformándose el esposo abandonado, a la fuerza, de la noche a la mañana en un disponible más. En otro liberado de cuidados y compromisos.
Aquella mañana calurosa, cuando Indalecio subía a la piscina del
terrado de su edificio, habían pasado siete largos meses desde que Lucía, no
vivía en aquella dirección, tenía su total libertad, y ya podía conducir su
Chevrolet. Estaba a punto de firmar su separación. La relación estaba
completamente rota, y al no haber niños que mantener, pues miel sobre
hojuelas, y cada cual a su manzano. Ella con la nueva pasión de su viejo
amigo Celio, y el desafortunado Indalecio, libre como un taxi en el inicio del
servicio.
Tendió su toalla sobre el falso césped de la terraza y tomaba el
sol de maravilla, viendo desde las alturas la congestión de la ciudad, que
abarrotada de vehículos, de ruido y de prisas, moraba frente a sus ojos y
debajo de sus pies.
La altura del edificio era de quince plantas, que es la elevación que
tenía la magnífica piscina y las instalaciones de recreo del inmueble.
De buenas a primeras apareció una esbelta señora, de mediana edad,
muy bien cuidada por el aspecto que mostraba bajo su bikini, la que sin saludar
apenas y con un disgusto visible, se acercó a la baranda del límite del perímetro
de asueto permitido.
Intentando franquear la seguridad, violando la prohibición de
aproximación, al subirse por encima de la balaustrada que separaba el espacio
seguro con el mismísimo precipicio del abismo.
Daba a entender por sus sacudidas que intentaba tirarse desde esa
altura hacia la cara posterior de la calle Mendizábal, la opuesta a Vergara.
Indalecio sin más, se acercó a la mujer y le impidió que siguiera
con su ofuscación, primero alertándola con su propia voz y al ver que no le
hacía caso, fue en su busca y con empeño bruto, la reclinó sobre la barandilla
de seguridad del pasillo.
—¡Qué le sucede. ¡Mujer…! Ha perdido la cabeza. No ve usted, que malgastará
la vida si se lanza desde aquí. Ande respire a fondo y vamos a sentarnos los
dos sobre mi toalla que es grande y nos puede arropar sin más. Le incitó con vehemencia
a la morena decidida a volar desde las nubes. Comentando casi sin que ella le
escuchara.
—No se quite de en medio sin que la gente haya sacado entradas para
ver la película de una mujer desesperada. Es usted una tía guapa y no merece
este final, por mucho que quiera usted contarme. Aquella guapa hembra, con
titubeos le increpó, por meterse en su vida sin permiso. Exponiendo con mucho
desacato y mal humor la intervención del caballero.
—Si le hubieran hecho lo que me ha sucedido a mí, seguro que ya
haría horas se hubiera cortado las venas, o se hubiera ahogado en el mar. Yo no
soy tan valiente pero me veo con valor de quitarme de este mundo, saltando
desde la azotea de donde vivo.
—Serénese por Dios. No hay
nada en esta puta vida que merezca la pena, ni se pueda evitar, con decisiones
mal tomadas. Argumentó Indalecio, sujetándola para evitar maniobras
inesperadas.
—¡Déjeme usted, que no quiero vivir! No me agrada en las
condiciones que el destino me provee. ¡Quiero morir! ¡Ayúdeme usted caballero! O
deje que acabe yo misma con mi propuesta.
Aquella mujer temblaba como la hoja de un papel de fumar al intentar
montar un pitillo, por una inexperta.
Con lo que el recio Indalecio pudo casi a la fuerza, llevarla a una
zona de seguridad, alejada de la que iba a sacrificarse en breve.
A la par que con muecas y su mirada persuasiva y ayudado por sus
gesticulaciones les había dado instrucciones al resto de personal de la
piscina, que se apiñaba alrededor de ellos, al ver el meneo sucedido en las
instalaciones. Decidiendo con educación, se ausentaran del lugar sin demasiadas
alharacas, y poder entablar motivos con la desesperada.
—Vamos a ver, señora. ¡Cómo te llamas! Permíteme que te tutee, pero
veo que no eres una tía mayor, que no sea consciente de lo que se le dice por
su bien. La mujer, además de temblar, tenía una sudoración algo superior a la
temperatura y la humedad que hacía.
Como si padeciera de alguna esquizofrenia compulsiva. Por lo que le
insistió Indalecio, en que le dijera su nombre.
—¡Vamos tía ¡Dime como te llamas.! Y si me cuentas que te pasa y lo
veo claro, seré yo el que te ayudará a saltar por encima de la baranda. Hasta que
te aplastes los sesos en la puñetera calle, y antes que te des cuenta te
atropelle uno de los camiones, que pasan por el paseo de Mendizábal.
No te preocupes llegado ese caso, que te recogerán del pavimento
hecha una mierda, y ya no tendrás que justificarte con nada ni con nadie.
¡Me entiendes… así que comienza a largar! Le vaticinó aquel hombre,
que tan solo pretendía quitarle la idea de tirarse desde la azotea. Siguiendo
con los contratiempos que tendría le siguió hablando.
—Que si pretendes estar muerta para medio día, no tenemos tiempo
que perder.
La reacción fue casi de inmediato. Indalecio, no sabía ni él mismo
como había dicho semejantes palabras a una suicida que ni conocía, y que además
le importaba un pimiento lo que le pasaba con su vida.
Tan solo quiso asistir a una mujer nerviosa, y desesperada no
cometiera un descalabro con su propio cuerpo.
Un poco más serena, comenzó a responder a las preguntas que le
había formulado Indalecio.
—Me llamo Natalia, Natalia Manrique, tengo treinta y ocho años,
trabajo en el Banco del Tesoro de Numancia, y estoy desesperada.
Mi marido me ha engañado con una prima mía, mas joven que yo y con
menos kilos. Además, le he facilitado un préstamo mediante el banco, que soy su
avaladora y me ha dejado en la quiebra total.
—Has perdido el trabajo quizás, estás delicada y enferma de
gravedad, tienes hijos contagiados sin curación, o hay aún más. Le preguntó de
nuevo Indalecio. —¡No. El trabajo lo conservo! De momento si no lo estropeo
todo. No padezco de nada que yo sepa, a Dios gracias. Tampoco tengo hijos ni
pequeños ni grandes. Me ha dejado endeudada y no sé como voy a salir de esta
mierda, que me ha metido el hijo de la pluma de su madre. La respuesta del
hombre, no se hizo esperar.
—Por esa jodienda incompleta, te quieres ir a tomar viento, de una
forma tan poco elegante, quedando aplastada en la puñetera calle, con tus
carnes y vergüenzas al aire, y encima después ¡Todos!, además de decir que
estabas loca y que no controlabas tu vida, te considerarían una idiota
perdedora. ¡Eso quieres Natalia! … ¡Eso quieres de verdad tía!
Detuvo la perorata y le palpó su espalda, notando que ya no
temblaba, ni sudaba.
Le colocó uno de los conos del pecho. El del sujetador derecho,
evitando se le saliera el seno de la cuenca del sostén y le acarició el
cabello, diciéndole.
—Si lo haces estás loca y no podrás incluso ni conocerme a mí, que
he sido como si fuera tu ángel custodio. ¡Nada más que por eso, deberías
planteártelo. Me llamo Indalecio, y a mí también me pasan cosas denigrantes y
muy feas, y sigo en esta terraza, pero bañándome y bronceando mi piel por si
aparece una sirena como tú para salvarla… y eso…es así tía. Sin más. ¡Qué te
parece Natalia!
—Estoy desesperada, no lo sabes bien. Quiero morirme ahora mismo.
¡Déjame que me tire al vacío! Ayúdame. Le imploró desesperada, y él respondió.
—Te he comentado, que si veía un desastre en tu vida, yo te
ayudaría a inmolarte. Sin embargo no mereces perder esa preciosa cara por un
adulterio. De verdad confía en mí, baja conmigo a casa. Vivo aquí mismo en el
piso nueve. Tengo unas pizzas sabrosas, preparadas y una botella de agua
mineral, vino y cava. Podemos incluso tomarnos un café con gotas si te apetece,
y si continúas pensando en que debes sacrificarte.
No me opondré, te dejaré que subas de nuevo, y te abras como un ave
fénix sin alas. Después yo mismo daré parte a tu familia, del óbito que has
propinado por una decepción que te has llevado con tu marido y tu prima.
Ellos se reirán de ti, por dejarles el camino libre, y sin tener
que excusarse con nadie. Procura darles para el pelo con fuerza en sus errores.
Resurge y vive, que vean que no han podido con su engaño. Mantén la cabeza
clara, apura ese futuro lleno de ilusiones y un par de ovarios para enfrentarte
a lo que viene.
La cubrió y tapó con su toalla con amabilidad y la abrazó como se ciñe
a una amiga desconsolada, o quizás algo más.
Ambos iniciaron la retirada del lugar y bajando por el ascensor
hasta la novena planta, frente a la puerta de la vivienda de Indalecio. Natalia
sugirió.
—Prefiero que vengas tu a mi casa, así me puedo vestir con mi propia
ropa. Pulsa al piso sexto, no vivo lejos de ti. Lo que no sé, como es que jamás
habíamos tropezado.
Indalecio, le concedió el deseo y al descender hasta la sexta abrió
la puerta permitiendo bajara, y le comentó.
—Aquí me quedo. No te preocupes por las toallas, ya me las devolverás.
No me corre prisa y ya sabes dónde encontrarme. ¡Prométeme que no volverás a
las andadas!, y no te molesto más.
A Natalia no le pareció justo, había sufrido un repentino cambio,
gracias a la reprimenda que Indalecio le indicó y le propuso.
—Ven conmigo. ¡No me dejes! Natalia sin soltarle las manos y
acercándolas debajo de sus pechos, mientras lo miraba a los ojos con descaro,
insistió.
—No… no. No me dejes sola. Te lo ruego.
Ahora no me dejes caer al vacío.
Necesito que estés conmigo y que sigas arropándome, como has hecho
con esta toalla y con ese abrazo delicado que me ha conmovido.
Almorzaremos juntos sin prisas, y me desahogo.
Acabo de explicarte mi desengaño, que no sé cómo ha sido, pero que desde
que he notado la calidad de tu estrujón y como me has envuelto entre tus
brazos, ha dejado de importarme. Lo veo lejano, distante y que no me pertenece.
No voy a desechar mi felicidad cuando me llega. ¡Antes te he pedido
que me ayudaras! ¡Se que no me negarás! No hace tanto me has dicho que eres mi ángel
custodio, y podrías tener razón. ¡No intentes ni despreciarme, ni abandonarme!
Te necesito.
Emilio Moreno.


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