El incendio se reprodujo a conciencia, obra de un pirómano conocido.
Las llamas no se detectaron por falta de humo, pero sí; las
brasas que se expandieron con cierta lentitud, subsistiendo a lo largo del tormento
de una vida triste.
Los servicios de extinción, asomaron nada más conocer que, el
ardimiento se propagaba en lo extenso y amplio de su palpable físico. Violando el
ardor por las resentidas y dolientes pasiones. Evitando el riesgo, se instalaron
imaginarias franjas y cortafuegos para evadir el perímetro y la dificultad de
propagación por el martirio soportado. Como medida de interrupción para sortear
las posibles magulladuras o lesiones del alma.
Su corazón, cansado de latir sin tono, explotó al llegar aquella indeseable y cruel inflamación, estallando por un imprevisto y crudo ictus afectuoso. Tras un cerrado silencio de sus pasiones. Cuando analizaban los motivos del suceso, averiguaron que la falta de riego sanguíneo, provocó un absceso que existía desde hacia meses, quizás años. Al incendiario, no le pudieron castigar, ya que, concluida su quema, estimaron que un coágulo detuvo de inmediato su risa, finalizando así sus días y sus noches, agotado por su propio desconsuelo, sin usar medidas vehementes y sin decirle: Te quiero.
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