El
cuidado al descender por las escalinatas del metro tuvo que ser de
concentración, puesto que los charcos abundaban y mezclados con la
basura y los detritos hacían aquellos pasillos fueran pistas de
patinaje, sin agarraderos y con un solo destino, el romperse la
crisma en el mínimo despiste.
__<
Pensaba Edwin, en sus adentros… encima que he de reconocerla, ya
muerta, de no sé cuantos días. No sé como me sentará.
Solo
y con esa pena que no me deja tranquilo, será un colapso para mi. He
de reponerme, no tiene a nadie más, ha de ser una desgracia morir
tan solo y tan despreciado> __
volvió a la realidad, para comprobar donde se encontraba y volvió a
bucear por los pensamientos en solitario__
Además
en un día triste, gris, y lluvioso, de los que valdría la pena, no
intentar aventuras, por lo despiadado de la realidad>.
Al
poco llegaba de nuevo a la puerta de acceso de las dependencias de la
Morgue, yendo directamente al departamento de información de los
sótanos y dirigiéndose a una persona, que ya de entrada al verle
penetrar temeroso en el luengo pasillo, le sonrió amablemente, y con
mucha educación, desde la distancia.
Antes
de llegar al lugar, en el soportal, se dio cuenta del paseo habido en
aquellas dependencias. El fenomenal tráfico de muertos, que
peregrinaban en sus respectivas yacijas, con uno de los pies fuera
de la sábana y en el dedo anular una etiqueta colgante, con una
inscripción.
Todos
ellos arrastrados por empleados, con una bata verde transparente, un
dogal y un gorrito de nailon, en evitación de cualquier bacteria
suspendida y para no tragarse nada que no fuera menester por los
accesos de la garganta.
Un
estremecimiento agalludo le sobrevino, antes de preguntar al conserje
amable, que le hizo fonetizar su voz antes de dirigirse al
informador, que todavía le miraba con aquel agrado__ Mire usted,
vengo de la Ciudad de la Justicia y voy buscando a una familiar que
murió sola en su domicilio, para reconocerla.
__
Lleva usted algún documento de ese difunto__ preguntó el celador y
corrigió de inmediato__ o difunta, creo me ha dicho, ¿verdad?
__
Por supuesto, aquí lo tiene usted__ Acercándoselo y depositándolo
encima del mostrador sin llegar a tocar el mármol, por la cantidad
de barreduras inmundas y por el yuyo, que le dio al mirar aquel
cristal transparente, que reflejaba debajo del propio aparador. Un
manojo de etiquetas de las que van colgadas y atadas con un
cordoncillo, en los dedos de los pies de los muertos.
El
simpático empleado, pidiendo disculpas se ausentó del mostrador y
entró en uno de los accesos de la izquierda, apareciendo de nuevo
con un uniformado en verde, con gorro de plástico y protección
bucal.
__
Buenas tardes tenga usted__ saludó aquel disfrazado__Soy el doctor
Jacobo Merino, jefe de planta.
__
Hola doctor buenas tardes__ contestó Edwin, para seguir dando
explicaciones de su causa, sin necesidad, ya que Merino le cortó
para decirle unas palabras.
__
Mire usted, yo solo quiero saber si de verdad, está preparado para
ver a Irene.
__
¿Por qué dice usted eso?, no le entiendo. ¡Lo siento!
__
Pues porque Irene, ya no es Irene, a ver si me entiende. Quisiera ser
muy claro, para que usted, no se lleve un disgusto, o se desplome de
inmediato. En las limitaciones que se encuentra, es duro, no crea.
Nosotros porque lo tenemos por la mano, pero hasta ahí podemos
decir__ siguió argumentando__. Ha de pensar que lleva muchos días
muerta, ya no tiene boca, ni ojos, las cejas le han caído. Toda ella
es carne putrefacta.
__
Entonces doctor, para que me llaman a reconocimiento.
He
de pasar por ese trance. Aunque no sea completamente encima de ella,
con una distancia prudencial que la pueda reconocer y dar este
trámite por hecho.
__
¡Bueno pues! ¡Andando! __ asintió el doctor Merino.
Introduciéndolo en la sala dónde estaban dispuestas las piltras,
con todos los fallecidos, los de hacía poco tiempo y los que esperan
actuación y diagnostico de certificación visual. Las fresqueras
herméticas con los cuerpos yertos, sumamente rígidos y tiesos en
demora por las diligencias para reconocerles y, los que han de ser
incinerados en breve.
Todos
ellos marcados con el grueso cartoncillo etiquetado, sujeto del dedo
indice del pie siniestro, designando su procedencia, y descripción.
El
olor era anormal para las pituitarias de los no acostumbrados y el
desasosiego temeroso se adosaba al blando lienzo de la dermis,
semejando un cuento del famoso Dickens.
De
forma húmeda, adhesiva y pegajosa, se impregnaba abrasivo en la
piel. La vista no sabía donde ir a depositarse para no tropezar con
nada no esperado y de pronto, se detuvo el doctor Merino, el forense
acreditado de la morgue y, desde una distancia de unos cinco metros,
le indicó a Edwin, haciéndole gestos expresivos para que intentara
reconocer a Irene y que le dispensara el número del tálamo que
estaba amortajada, para así certificar y comprender, si la visita,
realmente reconocía a quien venía buscando.
Tuvo
que mirar dos veces, escrutar realmente a la media docena de muertos
situados en preferente, para la autenticación visual. Estaban más
que muertos, pero jamás se había enfrentado a semejante comité
asambleario tan carentes y faltos de vida.
Menuda
prueba para una partida, para un decir adiós a un ser querido, que
no imaginaba hubiese tenido que despedirse en la forma que estaba
sucediendo.
Allí
estaba Irene, muy muerta. Con su conocida media sonrisa, y su cabello
claro, muy cuidado, sin canas, tapaba parte de de la frente
descompuesta y la juntura de lo que fue el bonito arqueo de sus
cejas, ahora desfigurado, igual que los párpados desencerrados, sin
dejar ver aquellos ojos tan cálidos, que Edwin recordaba y dejando
entre sus pieles aquel resquicio que dibuja un sueño perdido sin
retorno.
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