El cuento comenzaba con un personaje irreal, un gran
actor de la comedia nacional, que apuntaba al cuentista, como debía plantear la
historia, para que fuese creíble y que hasta los niños la pudieran comprender.
Tal como este amigo la explicaba, de forma sencilla y con gratitud a todos los
que intercedieron para sanarle_ el narrador omnisciente_ se las ha traído a
ustedes para que la conozcan….
Erase una vez un señor que pensaba, que nunca iba a
estar enfermo, ni le iban a doler los huesos, ni se le taponarían las narices, ni
siquiera se iba a ver anciano. Así vivía de contento; hasta que un buen día de
invierno unas bacterias malvadas, invisibles, insonoras y maléficas le
visitaron. _ ¡Hola señor! Vas a estar contagiado durante un tiempo, depende de ti
curarte y volver a la normalidad, creemos que tú serás un enfermo dedicado y
por ello te hemos elegido, explica al mundo tu fábula. No intentes dar pena,
solo aclara y cuenta; el resto lo entenderán los leedores.
No pidieron permiso para penetrar en mi cuerpo, y
allá ¡…para dentro! ¡A saco! Desconocido saber decir que cantidad de
bichitos fueron ni siquiera les vi la cara, lo que sé; es que les sentí. En un
principio penetraron por la garganta; en
un momento que reía a mandíbula batiente y a la vez comía un bocata de
calamares, que estaba de bueno, que te meas.
Dejando cierto malestar y gangosidad dolorosa, en mi
cuerpo. Pensé al principio serían síntomas pasajeros. Sin duda me equivoqué.
La verdad, que al poco les noté que se instalaban entre mi pecho y la espalda, en
el umbral de los bronquios. No sin
secuelas notables, las que por querer hacerme el fuerte, pude disimular frente
a mis responsabilidades; para bajar paulatinamente jodiendo un tanto a su paso
hacia el estómago.
Las muy crueles, sin detenerse y ya descaradamente
agresivas continuaron camino hasta colarse por las venas que les sirvieron a
modo de autopistas corporales y llegar creo que hasta los mismísimos pies, que
en el ultimo extremo los dejaron hinchados como botas.
Hembras ¡claro! Seguro que eran las que penetraron
todas ellas; porque dejaban marca de ebriedad y preñez achacosa. Como diciendo:
no querías una taza; pues tómate dos. No
te sentías tan valiente; pues siéntete Valentín.
En resumidas cuentas cuando quise darme cuenta, se
habían apoderado de mi forma, y se paseaban como Pepito por la plaza; sin
justificación ni mandangas previas. Mandaban en todo el cuerpo, ¡además de
verdad!
Forjaron que me subiera la fiebre, no llegó a ser sofocante;
pero como dueñas deambulaban por mi palacio, Desequilibrios y estornudos
vacilantes, hacían que el pañuelo visitara la bemba, dejándola “colorá”.
Para más inri y sin solicitar permiso alguno,
perturbaban mi cabeza, con ramalazos relampagueantes y desequilibrios, con casi
alucinaciones, tanto es así que hubo momentos que ya no sabía que pensar. ¡No
podía hacerlo! Habían copado toda mi península corpórea y navegaba a la deriva
sin timonel.
Se hicieron notar, ver, y sentir, y certificaban
sendos dolorcillos en todo mi derredor pectoral, y acudieron unas
descomposiciones estomacales, que dejaron los esfínteres más blandos que el
mecanismo de un chupete.
Con dolores de huesos e hinchazón de músculos,
continuó la cosa sin parar, montando una verbena febril que tuvo que ser
corregida yendo a visitar sin pérdida de tiempo: al excusado, tantas veces como estos cuerpecillos malignos les
daba la gana.
Estaba como si me hubieran dado una paliza al estilo
de la película Rocky Balboa, pero en versión cutre, y luego para acabar de
culminar la canción roquera, el regalo que dejaron sin nada a cambio fue de
música de cámara transformada en una tos perruna, que asustaba al vecindario. Del tipo de
expectoración macilenta, que dejan un: “do
re mí”, con flemas gargajiles que minan la paciencia y el descanso; sin ton ni son, allí donde les place.
El susurro silbado que dejó en mi pecho era parecido
o similar al de una motocicleta de aquellas de principios de siglo, que
arrancaban por mediación de titubeos entre la mala carburación y la duda.
Menuda presencia la mía, que cara de palo y que ojos
de ciervo herido, que nariz pringosa. El cúmulo de moquillo que retenía, y lo
poco desatascadas que estaban mis fosas nasales no dejaban respirar, más que
por la boca.
Que piel más arrugada, penita daba mirarme, tenía
que hacerlo dos veces para poder verme entre tanta gripe y tanta flojedad.
Me estaba quedando en instantes como una pluma,
había perdido más peso en dos horas que la Bolsa del País en cinco años de
recesión. En parte que bueno, derrochar aquellos kilos que no dejas ni
queriendo, esos centímetros que sobran alrededor de la cintura, para conseguir
dos tallas menos en un golpe y mostrar una esbeltez propia de un macho Man.
Detalles que en esos instantes no valoras, por la falta de seducción hacia tu
elemento.
Mis piernas peludas, perdían brillo, y ganaban
flaccidez; lo sé porque con miedo les lance un vistazo de reojo, para no
molestar a las damas virúgenas, que invadían el territorio comanche, desde el
bajo vientre hasta el dedo pulgar de ambos pies.
El dueño de ese cuerpo contaminado, antes llamado
“Bodi Serrano” no tenía ganas de
contarle a nadie los síntomas tan malignos y dolorosos que padecía, por aquello
de evitar la compasión y pensaran los demás: en flojedad, indolencia y desidia.
Entonces fue cuando llegó el enfado de la directora
del contagio que invadía mi cuerpo. Más conocida como la dama de los virus; la
señora Gripe, que había accedido a mi organismo como una ocupa sin papeles.
Forzando puertas de acceso y sin más preámbulo que el de joderme rápido y con
rencor.
Fue cuando tomé un analgésico tras otro, para
combatir aquellas pérfidas hembras que con sus cuerpos desgastaban el mío,
arrastrándolo por la calle de las más ponzoñosas amarguras. Ellas se resistían a
marchar, pretendiendo acabar con la salud, a base de infectar con sus aromatices
víricos y sus vestiditos de tirillas.
A raíz de sus preámbulos enfermizos dejaron
quedamente mis narices taponadas, evitando oler sus efectos embriagantes, ni
sus desodorantes corporales, que se resistían a dejarme, como si se hubieran
enamorado de mi cuerpo, y quisieran llevarlo al terreno de los callados, más
conocido por camposanto.
La indisposición permitió que las viera, en uno de
aquellos vahídos donde me sumergían y ahogaban las muy cabronas y patógenas enfermizas.
La propia dolencia gripal, descubrió que tipo de
gusanillas eran esas encimas codificadas en el vademécum doctoral como: “sílfide
gripácea corpórea”, que viene a ser: jóvenes encimas, bacterias aguerridas,
tremendas miasmas achacosas, atacantes y microbianas.
Ensambladas en mi; arañando mi salud, dejándose
notar más que nada por su fuerza cinética y sus ojillos pintados con crema
colirio para disimular su doliente distribución por el perímetro del pleno.
Cuando comenzó la reacción del astringente
medicamento, acompañado de la miel, con limón calentito, y las aspirinas una
tras otra, los jarabes antitusígenos, los antibióticos de muchos centímetros
cúbicos y medicamentos varios; estas mujercillas víricas, se desinflaron y
perdieron toda clase de simiente malévola. A medida que las pócimas fueron
ganado tramo, ellas fueron quedando al margen, no sin antes haber dejado una
huella perenne en mi periferia corporal.
¡Ganó la salud!
¡Gracias a la botica! ¡Gracias a Dios! …¿Dejo algunas gratitudes por reconocer?
Mejor no me veas en días, porque estoy como un
trapito, ojeroso, delicado, fofo, y desestimulado, ¡en fin! es mi pena, a veces
me pregunto, ¿Por qué les gusto tanto?
Aquellas enfermedades griposas fueron erradicadas y
dejaron al señor que se repusiera poco a poco, devolviéndole al tiempo la
salud, y la advertencia de continuar cuidándose durante el resto de la vida,
que le quedó por vivir.
Pudo ser feliz a ratos, ¡Ni comer perdices quiso!, porque
el colesterol hacia su reboce en su cuerpo, pero sí reconoció de primera mano
que estamos en este trance hasta que se nos acabe la mecha, que hemos venido para irnos y no dejar nada;
pero lo que se dice nada y para padecer por nuestros amigos y familiares.
Colorín colorado: a cuidarse, que llegan los
resfriados.
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