miércoles, 28 de agosto de 2013

Impoluto



Ocurrió un año, durante fechas hibernales, en las que al recluta Paniagua le tocó soledad y distancia con la gente que quería y adoraba. Entonces tenía mucha juventud. Tanta que estaba en el ejército cumpliendo con una misión en Asia. Detalle que le hacía mantenerse a mucho trayecto, de lo estimado.

¡Cierto! ¡Sí! Ruido en aquel pabellón del acuartelamiento había mucho. Se celebraba uno de los fines de semanas atípicos, en los que el Regimiento libraba, por ser atendidos casi todos los servicios por las fuerzas de cooperación de la Organización de Naciones Unidas. Excepto las guardias normalizadas del Regimiento, que debían de cumplirse.

Un cotarro descarado, música, comida y desmanes. Además regado con tanta cantidad de alcohol, que se podían olvidar los miedos por las escaramuzas, las penas, las injusticias y hasta las groserías. De los muchos cooperantes, borrachos ocasionales que le rodeaban.

Aquel que pretendiera olvidar, en aquellas circunstancias lo tenía fácil; tan solo dejándose llevar por el ambiente, entraba en una fase de divinidad engañosa. La bebida sobraba, los gritos desequilibraban, el olor humano tiraba de espaldas y las ganas de sexo volaban y se escondían tras los recovecos.

Fácil para pasar una noche castigadora sin repercusiones espirituales. Imposible inmortalizar aquello que mereciera la pena. Un montaje, una situación analizada de antemano por el cuerpo de analistas y pensantes especialistas y psicólogos, para que aquella tropa tan sumamente al borde de perder los papeles, se relajara en base de una juerga tan brutal como irrelevante.

Inclusive se podría aceptar, admitir y confesar que habían puesto bajo cuerda semejante aquelarre. Sin ser oficial: medicina para el olvido, reconstituyentes para favorecer la amnesia, estimulantes farmacológicos que después del trance nadie recordaría. Una especie de alucinógenos recién ideados para constituir convicciones, que se probaban en aquel escenario, como campo de prácticas en situaciones de guerra, o necesidad nacional. Sirviendo a su vez de conejillos de laboratorio, amén de motivo para la distracción de la tropa.

Compañía femenina había de sobras. Mujeres insaciables semi desnudas y poco temerosas. No pertenecientes al cuerpo; pero sí para agradar al mismo. Con ello se intentaba desatar el sexo reprimido en aquel pelotón de soldados y amortiguar esos encierros. Esas soledades, que hacen que el pensamiento perfore y amargue. Descubras todas las ausencias personales y familiares. Antiguos amores o enredos pasionales que marcaron, y actuales relaciones existentes desunidas, que ahora en la separación penden inertes, y que en la soledad son más apasionados e imposibles de arrinconar.

 

Detalles químicos que predispuestos evitaban que jamás advirtieras, que aquellos sucesos hubieran sucedido. Bebedizos que erradicaban la nostalgia y la melancolía, por robarte el recuerdo y anular todo tipo de memoria.

Miguel Paniagua, aquel soldado destinado en las montañas de Kandaharciudad de Afganistán, le tocaba desempeñar desde muy joven, situaciones raras y espinosas: entenderlo todo, por difícil que fuere, dar amparo, consejo y decidir.

Por ello, nunca mejor el escenario que se mostraba ante él, para que impusiera todo su juicio.

Mientras sus camaradas, militares voluntarios como él, se lo pasaban en grande con tanto ajetreo. Tanta bebida espirituosa y tanta mujer. Paniagua estaba rondando los aledaños de su acuartelamiento, por cumplir con la guardia que le había tocado precisamente aquel día.

Quizás, le encantara que alguno de esos detalles, de fortuna admitida, y de fiestas desenfrenadas, le hubiese tocado por destino. Regalándole una felicidad inusual en su entorno, y con el grupo de colegas destacados en aquellas montañas, poder disfrutar con los amigos de tanto escalofrío barato y sin peligro, gozar de tantas aventuras para después exagerar. El deber quiso que rondara los alrededores del cuartel. Vigilante y comprometido con la seguridad del prójimo

No supo de dónde salió aquella muchacha desvalida. La encontró en su ronda de vigilancia; arrodillada y llorando desconsoladamente. Llanto europeo. Más que eso; gemido español. Morena y clara con su cabello desbaratado sobre sus hombros. Ojos bañados por la afluencia de las muchas lágrimas. No tendría más de veinte años. Lamentos tan chirriadores que se escuchaban a bastante trayecto.

 

Estaba en el patio del pabellón del cuartel, dónde no tenían acceso, absolutamente nadie. Tan solo permitido al cuerpo militar de la base. Usado únicamente por los propios moradores del destacamento. Se acercó. No sin tomar las debidas precauciones y la incorporó de su posición de arrodillada, y demolida por algún dolor inconfesable, que ella sola sabría.

Súbitamente confundió la estadía de aquella joven en aquel lugar, con una de las entretenidas, que se colaban de esporádicas, y que aún, todas estaban en la gran fiesta. Pronto vio que no correspondía a ese tipo de chavala.

Cuando pudo serenarla. Indagó. ¿Quién eres? Y dime ¿Qué haces aquí?, y ¿Por qué lloras? . No obtuvo respuesta.

Tratando de conservar su serenidad, Paniagua, le dijo: Estoy jugándome una pena de arresto importante, al ampararte sin dar la voz de alerta, a mi sargento en el cuerpo central de defensa. Invocó el soldado compadeciéndose de la mujer.

 

Si alguien delata el hecho, o mis superiores dan lugar a confundir, el fortuito encuentro. Argumentó Paniagua —. Me puedo ver en un juicio sumarísimo por una falta grave de encubrimiento. Ser juzgado sin paliativos, por haber omitido el suceso y a la vez poner en peligro la totalidad del regimiento.

La mujer con un desprecio inusual, siguió llorando.

 

Cuando se posee todo, y sobran las consecuencias, desprecias las pequeñas cosas, que no atañen a lo personal y llegas al punto de confundir la verdad, con lo fantasioso. Eso era lo que le pasaba a aquella malcriada niñita, que teniéndolo todo, jugaba a buscar aventuras en sitios dónde el peligro era inminente y la seguridad de aquellos militares estaba en el filo de lo desconocido, por las guerrillas que estaban establecidas, en un tiempo de guerra en ese país tan beligerante.

 

Pronto comprendió Paniagua, que no era una entretenida, ni mucho menos. Su verbo, su expresión y su fantasía. Los ademanes. El olor que desprendía a limpio, su pose. Hasta la manera de llorar era distinta a lo vulgar.

No comprendía de donde había salido, ni por qué precisamente allí, estaba estorbando una tranquilidad que no intuía.

No venía de los bajos fondos del prostíbulo de la ciudad, no era tampoco una ramera de las que se contratan por teléfono. Debía descubrir todo aquel embrollo antes que lo acusaran de encubridor y de cobarde.

Cuando estas personas tan insoportables no son complacidas toman posiciones que ponen en peligro, sus propias vidas, y la paciencia de sus cómplices. Por tanto el soldado debía solucionar in situ el anómalo encuentro.

 

No pudo saber quién era la llorona. Ya no daba tiempo; la hora del cambio de guardia se acercaba y tenía un relevo complicado.

Esa noche le daba paso a disfrutar de dos días de asueto y acceder aunque tarde, al “chocho” que tenían montado en los pabellones de suboficiales, sus compañeros.

No sé quién eres, ni cómo te llamas, ni veo que lo quieras comunicar. Tengo que entregarte sin contemplaciones al cabo de guardia, y él verá que hace contigo.

¿Me entiendes? amiguita dijo cabreado Paniagua.

 

Al punto ya había abofeteado a la mujer, para que reaccionara, y la remolcaba a base de esfuerzo para que entrara en razones. Confiándola en conocimiento del Jefe de la Guardia.

Por radio frecuencia alertaron de la desaparición de la hija del Comandante. La señorita Mercedes Palacios, que estaba de visita en las instalaciones del cuartel improvisado.

Por el cumpleaños de su padre y el homenaje que le hacían sus tropas por sus heroicidades en Afganistán.

 

El comando de crisis estratégica montó un servicio de busca y captura, de forma disimulada, para no alterar a los posibles rebeldes, que sin duda les rodeaban, esperando la más mínima disuasión para entrar el combate, con sus francos tiradores y sus vanguardias en avanzadilla.

Le recorrió un sopor a modo de sudor frío por el cuerpo desde los pies hasta la nuca, en aquel instante.

Sin pensarlo hizo sonar el silbido de peligro, haciéndose visible al pelotón que buscaba a la mujer desaparecida. Dejándola no sin resistencia, con el sargento de la compañía.

 

 

Aquella noche de sábado Paniagua, se pudo incorporar y acudió al final de aquella fiesta brutal que se había montado. Sin dejar de pensar los motivos de aquella celebración en un lugar tan peligroso donde estaba el grupo destacado. Sin cobertura, ni seguridad en acuartelamiento móvil, frágil como ninguno, y pensaba.

¿Quién sabe quién? ¿A quién le interesaba aquella fiesta? ¿Qué intereses tenían en ella los soldados? y los ¿Oficiales y mandos?

Abandonó aquellos presagios y dejó de pensar en el tema.

Al llegar todos estaban medio idos, eran caricaturas de lo que realmente son en condiciones normales aquellos hombres; en el campo de batalla, como en sus vidas comunes.

Estaban irreconocibles. Hablaban de temas inconexos, que no tenía nada que ver ni con la fiesta, ni con aquellas mujeres preciosas con tan poca ropa, ni con nada que Paniagua pudiese entender.

Al solicitar explicaciones a los abstemios, y a los que estaban menos fumados, o incapacitados, no obtuvo respuestas. Por ser de costumbre los que menos consumían alcohol y menos se castigaban, tampoco pudo sacar claridad de sus testimonios. Como si hubiesen estado adormecidos o sedados. Preguntándose en silencio: ¿Qué ha ocurrido aquí?

 

Tras pasar dos días declarando, una y otra vez, sobre el incidente de la hija del Comandante, affaire que disimulado y sobreseído quedó sin ser reflejado en el parte de incidencias de guardia. Le dieron un descanso en el cuartel, sin poder salir de las instalaciones, hasta que decidieron las medidas a tomar.

Fueron a buscar a Paniagua de nuevo para llevarlo frente al primer Comandante de las Fuerzas, el Teniente Coronel Amadeo Palacios y Vizcaíno de Larraz.

 

Aquel militar curtido en mil batallas, en cientos de despachos del Estado Mayor, que había estado destacado en lugares estratégicos del mundo entero. Ahora se dedicaba al estudio del comportamiento militar.

 

Tras tanta molestia psicológica y la huida y aparición casual de su hija, apretaba las clavijas a los que bajo su mando estaban en aquella inhóspita ciudad de Kandahar. Sin dar tregua, ni dejar pasar ni la más mínima incidencia.

Ya estaba en el despacho del jefe del destacamento y este hizo algo misterioso, acomodar cariñosamente en una silla al soldado Miguel Paniagua, de forma sospechosa.

 

Dejémonos de tonterías y dime la verdad, ¿Viste a Mercedes. Mi hija con un oficial. ¿Verdad? preguntó en tono áspero el Teniente Coronel. Consumiendo con la vista al soldado que sentado se reincorporó bruscamente de la silla poniéndose firmes.

 

¡Señor! No pude. ¡Señor! apreciar nada en la oscuridad, tal y como he declarado mil veces. Encontré a la muchacha agazapada, que ni siquiera me dio su nombre, arrugada en el suelo, llorando desconsoladamente sin pronunciar palabra.

 

Desconocía que fuese su hija, tan solo lo supe al darse la alerta de desaparición. Mi error fue intentar esperanzar a una persona muda y poco educada, que más bien me trató con desprecio y asco.

 

Si ha de arrestarme por ello, hágalo sin más. Soy militar y acataré sus órdenes; pero no me exprima para que pronuncie presencias que no puedo declarar.

Tanto es así, continuó Paniagua. Exponiendo sin miedo a su oficial de mando, que de vuelta a la fiesta, algo ocurrió grave en la misma, que nadie recuerda nada y además ningún oficial, hace referencia a lo pasado, como queriendo minimizar lo sucedido.

 

¡Tú no has visto nada! Ni hubo fiesta, ni hubo desaparición, ni existe ese día para ti. Ni ha venido mi hija. ¡Estamos! Le voceó el Teniente Coronel a Paniagua. Lo tienes claro soldado. ¡Entendido!

 

¡A sus órdenes mi Teniente Coronel acató el soldado, sin preámbulos.

 

Quedó estupefacto y despechado, pues en vez de reprochar su conducta y valor; comenzó a felicitar a Paniagua por su conducta general y su hoja de servicios. Nada, ni un comentario de lo ocurrido en su guardia.

 

Puedes retirarte soldado.

¡A sus órdenes Mi Teniente Coronel! Gritó Paniagua mientras daba un taconazo y salía de aquel despacho.

 

Por cierto, ¡Se me olvidaba. Soldado! Expelió el oficial, mirando de arriba abajo al militar que ya estaba en el umbral de la puerta y acercándose a él, le retornó un pañuelo blanco impoluto, que había prestado a su hija, para secarse las lágrimas. Diciéndole Gracias, Paniagua eres un patriota.

 

 

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