Ocurrió un año, durante fechas hibernales, en las que al recluta Paniagua le tocó soledad y distancia con la gente que quería y adoraba. Entonces tenía mucha juventud. Tanta que estaba en el ejército cumpliendo con una misión en Asia. Detalle que le hacía mantenerse a mucho trayecto, de lo estimado.
¡Cierto! ¡Sí! Ruido en aquel pabellón del acuartelamiento había mucho.
Se celebraba uno de los fines de semanas atípicos, en los que el Regimiento
libraba, por ser atendidos casi todos los servicios por las fuerzas de
cooperación de la Organización de Naciones Unidas. Excepto las guardias
normalizadas del Regimiento, que debían de cumplirse.
Un cotarro descarado, música, comida y desmanes. Además regado con
tanta cantidad de alcohol, que se podían olvidar los miedos por las
escaramuzas, las penas, las injusticias y hasta las groserías. De los muchos
cooperantes, borrachos ocasionales que le rodeaban.
Aquel que pretendiera olvidar, en aquellas circunstancias lo tenía
fácil; tan solo dejándose llevar por el ambiente, entraba en una fase de
divinidad engañosa. La bebida sobraba, los gritos desequilibraban, el olor
humano tiraba de espaldas y las ganas de sexo volaban y se escondían tras los
recovecos.
Fácil para pasar una noche castigadora sin repercusiones espirituales. Imposible
inmortalizar aquello que mereciera la pena. Un montaje, una situación analizada
de antemano por el cuerpo de analistas y pensantes especialistas y psicólogos,
para que aquella tropa tan sumamente al borde de perder los papeles, se
relajara en base de una juerga tan brutal como irrelevante.
Inclusive se podría aceptar, admitir y confesar que habían puesto bajo
cuerda semejante aquelarre. Sin ser oficial: medicina para el olvido,
reconstituyentes para favorecer la amnesia, estimulantes farmacológicos que
después del trance nadie recordaría. Una especie de alucinógenos recién ideados
para constituir convicciones, que se probaban en aquel escenario, como campo de
prácticas en situaciones de guerra, o necesidad nacional. Sirviendo a su vez de
conejillos de laboratorio, amén de motivo para la distracción de la tropa.
Compañía femenina había de sobras. Mujeres insaciables semi desnudas y
poco temerosas. No pertenecientes al cuerpo; pero sí para agradar al mismo. Con
ello se intentaba desatar el sexo reprimido en aquel pelotón de soldados y
amortiguar esos encierros. Esas soledades, que hacen que el pensamiento perfore
y amargue. Descubras todas las ausencias personales y familiares. Antiguos amores
o enredos pasionales que marcaron, y actuales relaciones existentes desunidas,
que ahora en la separación penden inertes, y que en la soledad son más apasionados
e imposibles de arrinconar.
Detalles químicos que predispuestos evitaban que jamás advirtieras, que
aquellos sucesos hubieran sucedido. Bebedizos que erradicaban la nostalgia y la
melancolía, por robarte el recuerdo y anular todo tipo de memoria.
Miguel Paniagua, aquel soldado destinado en las montañas de Kandahar—ciudad de Afganistán—, le tocaba desempeñar desde muy joven,
situaciones raras y espinosas: entenderlo todo, por difícil que fuere, dar
amparo, consejo y decidir.
Por ello, nunca mejor el escenario que se mostraba ante él, para que
impusiera todo su juicio.
Mientras sus camaradas, militares voluntarios como él, se lo pasaban en
grande con tanto ajetreo. Tanta bebida espirituosa y tanta mujer. Paniagua
estaba rondando los aledaños de su acuartelamiento, por cumplir con la guardia
que le había tocado precisamente aquel día.
Quizás, le encantara que alguno de esos detalles, de fortuna admitida,
y de fiestas desenfrenadas, le hubiese tocado por destino. Regalándole una
felicidad inusual en su entorno, y con el grupo de colegas destacados en
aquellas montañas, poder disfrutar con los amigos de tanto escalofrío barato y
sin peligro, gozar de tantas aventuras para después exagerar. El deber quiso
que rondara los alrededores del cuartel. Vigilante y comprometido con la
seguridad del prójimo
No supo de dónde salió aquella muchacha desvalida. La encontró en su
ronda de vigilancia; arrodillada y llorando desconsoladamente. Llanto europeo. Más
que eso; gemido español. Morena y clara con su cabello desbaratado sobre sus
hombros. Ojos bañados por la afluencia de las muchas lágrimas. No tendría más
de veinte años. Lamentos tan chirriadores que se escuchaban a bastante
trayecto.
Estaba en el patio del pabellón del cuartel, dónde no tenían acceso,
absolutamente nadie. Tan solo permitido al cuerpo militar de la base. Usado únicamente
por los propios moradores del destacamento. Se acercó. No sin tomar las debidas
precauciones y la incorporó de su posición de arrodillada, y demolida por algún
dolor inconfesable, que ella sola sabría.
Súbitamente confundió la estadía de aquella joven en aquel lugar, con
una de las entretenidas, que se colaban de esporádicas, y que aún, todas
estaban en la gran fiesta. Pronto vio que no correspondía a ese tipo de
chavala.
Cuando pudo serenarla. Indagó. —
¿Quién eres? Y dime ¿Qué haces aquí?, y ¿Por qué lloras? —. No obtuvo respuesta.
Tratando de conservar su serenidad, Paniagua, le dijo—: Estoy jugándome una pena de arresto importante, al ampararte sin dar
la voz de alerta, a mi sargento en el cuerpo central de defensa. Invocó el soldado
compadeciéndose de la mujer.
Si alguien delata el hecho, o mis superiores dan lugar a confundir, el
fortuito encuentro—. Argumentó Paniagua —. Me
puedo ver en un juicio sumarísimo por una falta grave de encubrimiento. Ser juzgado
sin paliativos, por haber omitido el suceso y a la vez poner en peligro la
totalidad del regimiento.
La mujer con un desprecio inusual, siguió llorando.
Cuando se posee todo, y sobran las consecuencias, desprecias las
pequeñas cosas, que no atañen a lo personal y llegas al punto de confundir la
verdad, con lo fantasioso. Eso era lo que le pasaba a aquella malcriada niñita,
que teniéndolo todo, jugaba a buscar aventuras en sitios dónde el peligro era
inminente y la seguridad de aquellos militares estaba en el filo de lo
desconocido, por las guerrillas que estaban establecidas, en un tiempo de
guerra en ese país tan beligerante.
Pronto comprendió Paniagua, que no era una entretenida, ni mucho menos.
Su verbo, su expresión y su fantasía. Los ademanes. El olor que desprendía a
limpio, su pose. Hasta la manera de llorar era distinta a lo vulgar.
No comprendía de donde había salido, ni por qué precisamente allí, estaba
estorbando una tranquilidad que no intuía.
No venía de los bajos fondos del prostíbulo de la ciudad, no era
tampoco una ramera de las que se contratan por teléfono. Debía descubrir todo
aquel embrollo antes que lo acusaran de encubridor y de cobarde.
Cuando estas personas tan insoportables no son complacidas toman
posiciones que ponen en peligro, sus propias vidas, y la paciencia de sus
cómplices. Por tanto el soldado debía solucionar in situ el anómalo encuentro.
No pudo saber quién era la llorona. Ya no daba tiempo; la hora del
cambio de guardia se acercaba y tenía un relevo complicado.
Esa noche le daba paso a disfrutar de dos días de asueto y acceder
aunque tarde, al “chocho” que tenían montado en los pabellones de suboficiales,
sus compañeros.
—No
sé quién eres, ni cómo te llamas, ni veo que lo quieras comunicar. Tengo que
entregarte sin contemplaciones al cabo de guardia, y él verá que hace contigo.
—¿Me
entiendes? amiguita — dijo cabreado Paniagua.
Al punto ya había abofeteado a la mujer, para que reaccionara, y la remolcaba
a base de esfuerzo para que entrara en razones. Confiándola en conocimiento del
Jefe de la Guardia.
Por radio frecuencia alertaron de la desaparición de la hija del
Comandante. La señorita Mercedes Palacios, que estaba de visita en las
instalaciones del cuartel improvisado.
Por el cumpleaños de su padre y el homenaje que le hacían sus tropas
por sus heroicidades en Afganistán.
El comando de crisis estratégica montó un servicio de busca y captura,
de forma disimulada, para no alterar a los posibles rebeldes, que sin duda les
rodeaban, esperando la más mínima disuasión para entrar el combate, con sus
francos tiradores y sus vanguardias en avanzadilla.
Le recorrió un sopor a modo de sudor frío por el cuerpo desde los pies
hasta la nuca, en aquel instante.
Sin pensarlo hizo sonar el silbido de peligro, haciéndose visible al
pelotón que buscaba a la mujer desaparecida. Dejándola no sin resistencia, con
el sargento de la compañía.
Aquella noche de sábado Paniagua, se pudo incorporar y acudió al final
de aquella fiesta brutal que se había montado. Sin dejar de pensar los motivos
de aquella celebración en un lugar tan peligroso donde estaba el grupo
destacado. Sin cobertura, ni seguridad en acuartelamiento móvil, frágil como ninguno,
y pensaba.
—
¿Quién sabe quién? ¿A quién le interesaba aquella fiesta? ¿Qué intereses tenían
en ella los soldados? y los ¿Oficiales y mandos?
Abandonó aquellos presagios y dejó de pensar en el tema.
Al llegar todos estaban medio idos, eran caricaturas de lo que
realmente son en condiciones normales aquellos hombres; en el campo de batalla,
como en sus vidas comunes.
Estaban irreconocibles. Hablaban de temas inconexos, que no tenía nada
que ver ni con la fiesta, ni con aquellas mujeres preciosas con tan poca ropa,
ni con nada que Paniagua pudiese entender.
Al solicitar explicaciones a los abstemios, y a los que estaban menos
fumados, o incapacitados, no obtuvo respuestas. Por ser de costumbre los que
menos consumían alcohol y menos se castigaban, tampoco pudo sacar claridad de
sus testimonios. Como si hubiesen estado adormecidos o sedados. Preguntándose
en silencio—: ¿Qué ha ocurrido aquí?
Tras pasar dos días declarando, una y otra vez, sobre el incidente de
la hija del Comandante, affaire que disimulado y sobreseído quedó sin ser
reflejado en el parte de incidencias de guardia. Le dieron un descanso en el
cuartel, sin poder salir de las instalaciones, hasta que decidieron las medidas
a tomar.
Fueron a buscar a Paniagua de nuevo para llevarlo frente al primer
Comandante de las Fuerzas, el Teniente Coronel Amadeo Palacios y Vizcaíno de Larraz.
Aquel militar curtido en mil batallas, en cientos de despachos del
Estado Mayor, que había estado destacado en lugares estratégicos del mundo
entero. Ahora se dedicaba al estudio del comportamiento militar.
Tras tanta molestia psicológica y la huida y aparición casual de su
hija, apretaba las clavijas a los que bajo su mando estaban en aquella
inhóspita ciudad de Kandahar. Sin dar tregua, ni dejar pasar ni la más mínima
incidencia.
Ya estaba en el despacho del jefe del destacamento y este hizo algo
misterioso, acomodar cariñosamente en una silla al soldado Miguel Paniagua, de
forma sospechosa.
—
Dejémonos de tonterías y dime la verdad, ¿Viste a Mercedes. Mi hija con un
oficial. ¿Verdad? —preguntó en tono áspero el Teniente Coronel—. Consumiendo con la vista al soldado que sentado se reincorporó
bruscamente de la silla poniéndose firmes.
—
¡Señor! No pude. ¡Señor! apreciar nada en la oscuridad, tal y como he declarado
mil veces. Encontré a la muchacha agazapada, que ni siquiera me dio su nombre,
arrugada en el suelo, llorando desconsoladamente sin pronunciar palabra.
Desconocía que fuese su hija, tan solo lo supe al darse la alerta de
desaparición. Mi error fue intentar esperanzar a una persona muda y poco
educada, que más bien me trató con desprecio y asco.
Si ha de arrestarme por ello, hágalo sin más. Soy militar y acataré sus
órdenes; pero no me exprima para que pronuncie presencias que no puedo
declarar.
Tanto es así, continuó Paniagua. Exponiendo sin miedo a su oficial de
mando, que de vuelta a la fiesta, — algo ocurrió grave en la misma, que nadie
recuerda nada y además ningún oficial, hace referencia a lo pasado, como queriendo
minimizar lo sucedido.
—¡Tú
no has visto nada! Ni hubo fiesta, ni hubo desaparición, ni existe ese día para
ti. Ni ha venido mi hija. ¡Estamos! Le voceó el Teniente Coronel a Paniagua. Lo
tienes claro soldado. ¡Entendido!
—
¡A sus órdenes mi Teniente Coronel— acató el soldado, sin preámbulos.
Quedó estupefacto y despechado, pues en vez de reprochar su conducta y
valor; comenzó a felicitar a Paniagua por su conducta general y su hoja de
servicios. Nada, ni un comentario de lo ocurrido en su guardia.
—
Puedes retirarte soldado.
—
¡A sus órdenes Mi Teniente Coronel! Gritó Paniagua mientras daba un taconazo y
salía de aquel despacho.
—
Por cierto, ¡Se me olvidaba. Soldado! —Expelió el oficial, mirando de arriba abajo al militar
que ya estaba en el umbral de la puerta y acercándose a él, le retornó un
pañuelo blanco impoluto, que había prestado a su hija, para secarse las lágrimas.
Diciéndole —Gracias, Paniagua eres un patriota.
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