viernes, 7 de febrero de 2025

Las culpas de Jaqueline

 

Aquella anciana se mostraba orgullosa y cínica. Tratándole de perdonar la vida al prójimo, por las desatenciones sufridas, que según ella, se habían cometido. Pretendiendo no dar ningún tipo de pena, ni compasión hacia su destino.

Lucía muy serena, con su peinado natural, elaborado por un moldeado que le encajaba con su perfil. Cabello níveo muy poblado y pulcro. Movía su lengua constantemente, saliendo y entrando de la cóncava cavidad de su boca. Como si estuviera degustando un delicioso manjar. Sin embargo todo obedecía a la molestia que le daba su dentadura postiza, que le venía amplia y no quedaba sujeta al arco de su paladar.

De cejas muy crecidas. Su espesura violaba la laguna del entrecejo. Nariz asimétrica con deformidades y labios carnosos en forma de arco. Una apariencia femenina indelicada, fruto de la dejadez evidente, por la falta de esmero familiar. Sus ojos pequeños muy hundidos y estrechos, en la profundidad de sus oquedades, miraban siempre con egoísmo, a todo lo que su curiosidad enfocaba. Reflejando una clara sensación desconocida de recelo, tras el conocimiento claro, de lo que había protagonizado.

A su modo contaba detalladamente la película de su crimen. El que había cometido sobre su propia hija. Considerando que en su foro interno, se encontraba feliz y encantada con todo el proceso que había preparado para resarcirse de los dolos que se habían sucedido hacia ella.

—Sí. yo la maté. —le indicó al agente de policía, y siguió tan campechana relatando, sin un rubor de nerviosismo.

—Por desobedecer durante tantos años, y no estar dentro de las normas de nuestros principios. Lo urdí con tiempo y cuando fue el momento oportuno la dejé sin sentido y la envenené de forma indolora, pero eficaz.

Se estaba convirtiendo en un ser despreciable, sin apego a sus mayores y sin metas. Se enamoró de un indeciso sinvergüenza, y muy perro que vivía a su costa. Me ofendía el hecho de ser despreciada y arrinconada en mi propia casa. Se llenó los pulmones para proseguir.

—Llegado el momento, emprendí mi tarea. —dijo la señora Jaqueline Montmartre, y constató. — Que en aquella casa. Se hacía tan solo y a sus órdenes, lo que mi hija mandaba. Acatando caprichos a conveniencia suya, sin entender, que vivían de prestado en mi morada. ¡Me harté!

Cuando aquel par de ocupas acordaron decidir sobre mi vida. Reaccioné en silencio, sabiendo que pretendían que saliera de mi casa. En la que había vivido sesenta años, con mi difunto, para ingresarme en la Residencia de los Sueños Dorados. Decidí definitivamente acabar con aquella tragedia y comencé a preparar la escena de lo que debía suceder. La interrumpió la agente de la gendarmería y sin pestañear respondió.

—Con el compañero de su hija, que sucedió. —preguntó Eva, la agente de la policía de la comisaría del departamento parisino.

—En cuanto se enteró del fallecimiento de Brigitte, el muy sinvergüenza se buscó a otra insatisfecha y se marchó sin más.

—Pues sepa usted, Jaqueline, que no damos con su paradero. Expuso la funcionaria. Inquiriendo en su duda y repitió.

—Quiere decir usted que no miente. Que dice toda la verdad, o también le sesgó la vida al compañero de Brigitte.

—Si fuera tan real, eso que dice usted señora gendarme, ¿Cómo me lo hubiese quitado de encima?, al desgraciado aquel, una vez muerto. Dónde lo hubiese escondido, estando sola e impedida. No es fácil hacer desaparecer a un tipejo de dos metros de largo, que debe pesar cien kilos. Busquen bien que seguro lo encuentran dándole calor a otra infeliz.

—En qué forma se gana la vida Brigitte. Preguntó Eva

—La verdad, es que no lo sé muy bien, porque se tiraba temporadas que no venía ni a visitarme. Podríamos decir que aparecía de uvas a peras y a menudo acompañada de tíos raros.

—Cuanto hace que no ve a su marido. Cambió de tercio la agente, y la señora sin menoscabo ni apreturas, respondió con el desprecio que segregaba.

—Aquel también era para un apuro. Desapareció de casa hace cinco años, sin dar explicaciones.

Se hizo un silencio, programado por Eva, gendarme de la comisaría parisina y de facto, profirió.

—En vista que no nos está diciendo la verdad, y dada su poca movilidad, nos vemos obligados a llevarla a las dependencias policiales, para que aclare todos estos puntos que no están nada justificados. Sepa usted doña Jaqueline que hemos estado investigando, sobre la trayectoria suya y la de su esposo.

Su médico, fue el que nos puso sobre una pista y comentó que desapareció en unas condiciones muy raras. El propio galeno nos ha dado toda clase de información y todo apunta a que usted tuvo mucho que ver con su desaparición.

Sin acaloramiento, la tal Jaqueline, hizo saber lo que pensaba y con desprecio adujo.

—Hagan su trabajo y no quieran solucionar las ausencias, acusando a una vieja indefensa. Salgan a la calle y trabajen que para eso les pagamos con nuestros impuestos. La agente calmó los ánimos, por ver si aclaraba algo más el nudo de aquella circunstancia y reformuló una nueva pregunta.

—Según dice usted fue enfermera especialista, en ayuda a cirujanos en los diversos quirófanos del hospital Saint Laurent de Paris. Con lo que no le debe ser dificultoso, preparar un jarabe o alguna pócima y dejar fuera de órbita a quien se lo proponga.

—Le repito agente, que salgan a la calle y busquen, encuentren y no acusen al primero que les viene en gana, tan solo por finiquitar un trabajo imperfecto.

 Se la llevaron detenida y al cabo de unos días, cuando estuvo frente al fiscal en una vista previa al juicio, este le sonsacó toda la verdad a la señora Jaqueline Montmartre de Montre.

—Se llama usted Jaqueline—preguntó el ministerio fiscal

—Así me llaman, pero no vaya usted a darme la tabarra, con tantas monsergas. Hoy estoy abierta y ligera, y quiero acabar con este tema. Dejar esta mandanga y como pueden imaginar, quiero acabar de una vez, con toda esta acusación. Asintió la susodicha.

— Empezaré por el principio. Después ustedes buscan y averiguan, y se montan el ceremonial que deseen. Comentó ufana, y valiente después de llenarse los pulmones de oxígeno.

—A mi marido, me lo cargué, harta de aguantar sus bravatas, borracheras desprecios y engaños. Lo embolsé en un baúl que envié a Marsella.

Dirección que tuvo de soltero, sin saber si llegó a término, se quedó por el camino y se perdió o que pasó. Jamás he sabido ni tenido noticias, ni denuncias. Con ello dejé de relacionarme con Jean Nouveau. Han pasado cinco años y nadie se ha quejado. Ni tampoco nadie lo ha echado a faltar. —sonrió brevemente de forma visible y prosiguió.

Al compañero de mi Brigitte. —Siguió argumentando, con un desprecio notorio, que le revertía los colores de la cara en rojeces.

—Ese tipejo deleznable de dos metros y cien kilos, una tarde que me sacó de paseo con la idea de llevarme al Crédit Agricole, donde recibo mi pensión y deposito mis ahorros, lo abaraté. Supuso que podría engañarme y sablear mi cuenta para conseguir unos euros. Antes de acceder a la entidad, lo invité en la cafetería Blonde, de la Rue de la Grupeare, lugar donde sé positivamente, que no tienen cámaras de vigilancia y jamás ninguna persona podría asegurar, que me vieron con él.

En un momento que fue al excusado, aproveché el lapsus y en el cubata, le eché una fermentación infecta y letal, que guardaba en un frasco diminuto. Al regreso y sin imaginar que iba a ser su punto y final, quiso bromear conmigo. En el primer trago, imaginó que estaba frito, por el rictus de su expresión una vez ingerido, sin poder siquiera balbucear sonido alguno. Yo sonreí mientras la pelechaba y en breve, lo dejó inmóvil, recostado en el butacón. Momentos precisos, que usé yo para desaparecer. Después de dejar sobre la mesa, veinte francos. Moneda que en Francia ya es caduca.

Las noticias dijeron algo sobre un vagabundo y en la cafetería Blonde, no supieron jamás quien le acompañaba al entrar.

 

El homicidio más sencillo fue el dedicado a mi hija. Anotó la abuela Jaqueline—, que fue la última en fallecer, y la que menos sufrió. Pausó de nuevo su detalle de agravio, y finalizó como lo que era. Una dama delincuente de pro, que arguyó como escena final.

— Los detalles no los descubriré ahora. Los dejo para que ustedes, los forenses lo vean, lo intuyan y aclaren. Mientras movía su lengua, surgiendo y entrando de su ofensiva boca, para finalizar con su última sentencia.

Con esto quedo a la disposición de la justicia.





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