lunes, 10 de febrero de 2025

Cómo atraviesa un tren la estación abandonada

 





Cuando se nace con la condición de alevoso, jamás puedes cambiarla. Una de las ramificaciones de la circunstancia mencionada, es la envidia. Es una deficiencia habitual, bastante extendida en gente desleal. Difícil de combatir, ya que los afectados intentan disimular sin querer demostrar que ellos la padecen. Como siempre vemos la mota de polvo en ojo ajeno.

Esta historia que quiero contar es muy vieja. Se ha repetido en la historia muchas veces y en todo tiempo. Creo que todos la conocemos, o la hemos padecido cuando no haya sido en ocasiones, protagonizada por nosotros mismos. Que todo se puede dar.

Decía, que es difícil de advertir cuando se ha de soportar, y si viene intrínseca y atribuida en los hábitos, sin que la divisemos, es dolorosa para el que ha de sufrirla.

Sin embargo, ¡Ay! Cuando la padecemos en nuestras almas, y no sabemos detectarla ni reconocerla. Que por desgracia, suele pasar más a menudo de lo que imaginamos. Por ello, siempre deberíamos ser más cautelosos, mas humanos y sobre todo menos presumidos.

Era la maldición que le perseguía al ínclito Rigoberto Postey. Un individuo, que se las tenía de súper hombre, siendo un ser desteñido. Mostrando siempre unas apariencias falsas e impostadas, que no le correspondían. Creyendo que era una especie de soberano de la verdad y sus cualidades le llevaban a querer destacar como gran emprendedor.

Existiendo ahora desfasado, en un tiempo, que los héroes tan solo los vemos en las películas, y Rigoberto, como actor, pues la verdad. No daba la talla.

Lo poco de lo que presumía y que decía conseguir, para aquella corporación que trataba de dirigir, era valiéndose de la gente. Unos más honrados que otros, apegados que le rodeaban y quizás lo soportaban, viendo la clase de astucias que practicaba por si en algún instante ellos mismos, pudieran aprovecharse de alguna ventaja que les conviniera. Otros se separaban de su derredor, sin dar señales para que no tomara represalias, por aquello del rencor, que les tenía a los que se independizaban de su devoción.

Los que no querían romper la relación por intereses o prebendas, lo dejaban por imposible, y lo ignoraban a todas luces, esperando que en algún momento se diera el tortazo contra la pura realidad. Aunque el señor Postey, se daba cuenta y en su presencia no se notaba su inquina. Sin embargo cuando se quedaba con sus adláteres de confianza, los ponía a caer de un burro. Añadiendo vejaciones inexistentes e invenciones nefastas para dejarlos descalificados y siempre, siempre resarcir su impronta. Pretendiendo en todo momento destacar como bienhechor de cualquier causa, hablando por supuesto en primera persona, y denostando a todos los que le habían intentado decir la verdad, y que fuera más humano, y menos sátrapa.

Ya en su juventud, se percató el desafortunado Rigoberto, que allí en su región, no pasaría de ser un simple empleado en la aserrería del pueblo. Pretendiendo ser desde muy temprana edad, una especie de mesías con tendencias a lo pomposo, y lograr algo más de lo que había conseguido su padre. Un honrado funcionario del ayuntamiento del pueblo de “Maja de luna”. Sito en las serranías portuguesas. Migrando en cuanto pudo a la gran ciudad, con lo que conlleva una residencia y adaptación por la vía de urgencia. Sufriendo y pasando lo impensable, tragando aquello que siempre había aborrecido, y que por adaptarse y tomar ubicación soportaba.

Resistencia a cambio de beneficio personal, y en eso no cabe la duda fuera milagroso. Poder reaccionar y reencaminar sus deseos, para encontrar un empleo que de momento, le diera para mantenerse en aquella urbe y fuera encontrando la experiencia en qué, cómo y dónde dedicaría su futuro.


Durante años no pasó de empleado en una factoría mecánica, en la cual se encargaba del horno para endurecer piezas de los artilugios que fabricaban. Sin embargo el señor Postey, donde presumía era en la Asociación del Tango, de donde era presidente y tesorero. Cargos que utilizaba como si fuera el plenipotenciario de los asuntos ministeriales de la nación. Dándose el bombo que le apetecía y sacando la cabeza del tiesto cada vez que se presentaba un político, un empresario o un adinerado a aprender a bailar el tango. Mostrándose el más atento de los nacidos, hasta que lo ponían en su sitio sin contemplaciones, ya fuera por discrepancias en el pensar o en las siempre críticas renovaciones del cargo. Donde pretendía ser el presidente inamovible.

No tardó en tropezar con Gumersinda Romerales, la que sería su media costilla, el resto de sus días. Casualmente una señorita entonces. De gustos muy semejantes al de Rigoberto, con la cual de entrada obtenía amparo, compañía, y casa donde alojarse. Sin tener en cuenta aquello que llaman amor.

Ella con tendencias semejantes al recién tropezado, era áspera, desleal, y pérfida. Con anhelos de protagonizar siempre y ser el centro de atención de cualquiera de los saraos que pudieran corresponder. Creyéndose la reina de los mares, utilizaba a Rigoberto, intentando atraerlo hacia ella, y le diera en aquel club del tango, relevancia en los concursos, participaciones en el jurado de competición y mil cosas más, que quedaban en el anonimato de aquella pareja de truhanes.

Con los días, no demasiados, unieron sus vidas y juntos abordaron la situación incómoda, para saber hacerse llegar los condicionantes para medrar.

Se dieron cuenta que eran el uno para el otro, que igual serían felices destrozando a los demás y sentirse ufanos de lo cosechado.

En la intimidad Rigoberto, la llamaba Gump y ella lo citaba como Rigo, hasta que se quedó en cinta una y otra vez, hasta llegar a parir cuatro hijos, los que se criaron con caracteres parecidos a los de sus padres y con el tiempo tomaron caminos muy diferentes.

El tiempo pasó como atraviesa un tren la estación abandonada en el trayecto desde un punto al otro, sin hacer amigos, sin apego por la familia y sin detalles honrosos que les hiciera ser considerados como buena gente.


Éxito en el trabajo tuvo, manteniendo por más de treinta años el empleo en los hornos de aquella firma anglosajona. La que le permitió como a cualquier obrero, su pensión al cumplir la edad reglamentaria.

Fueron consumando y gastando calendarios, y se hicieron veteranos, sin llegar a las expectativas que se habían marcado, y se mudaron de pueblo, de ciudad y de país, sin llegar a encontrar aquella dicha, que se refleja en el rictus facial, de por lo menos ser o haber sido felices por algún instante en la vida.

Siguen maltratando a sus semejantes con vilipendios y mentiras, aunque ahora lo hagan en otro idioma. La gente que los conoce, sus vecinos, sus conocidos, los soportan, los aguantan, pero cuando se dan la vuelta piensan aquello de <menos mal que se han ido> y no tenemos nada que ver con estos fanfarrones.




Autor: Emilio Moreno
febrero de 2025
 




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