viernes, 27 de septiembre de 2024

Innecesario ambientador

 



Presumía Ernesto con su nueva novia y con su pisito en el ensanche. Ocultando la bárbara cuantía de la hipoteca en que se había metido, y a la vez complicando a su gente, por aquello del aval. Sin conocer que el futuro que se avecinaba no le iba a ser fructífero, con lo que arruinó a sus padres y algún que otro hermano.

Parecía haber nacido en el palacio de la marquesa de Bermejal. Por sus grandezas imperiales postizas y falsas, poco coherentes. Sin recordar que venía del arroyo. Que había nacido en el seno de una familia honrada, pero tristemente pobre. Con serias dificultades todos ellos, para llevarse un trozo de pan duro a la boca. No por vagancia, ni tampoco por ser gente perezosa. Todo lo contrario. Por la escasez del trabajo y los pocos medios de supervivencia, que se daba en la zona donde habían nacido. De donde tuvieron que emigrar, buscando precisamente esa ocupación que yéndoles bien, los llevaría al alimento diario. Pudiendo disfrutar por fin de aquella dentellada alimenticia, que tanta falta les hacía. Todos ellos, el tropel al completo, junto con vecinos y amigos de la misma zona. Migraron al norte, viendo que en su lugar de origen, no había ni habría jamás la posibilidad de levantar anclas.
Vivian en una caseta de los peones camineros. Sin luz ni agua corriente, que para defecar debían salir al campo y tras unos matojos aliviarse. Lo de bañarse en condiciones, no se acostumbraba. Una vez por semana iban los más audaces, a la acequia y se mojaban con las aguas mansas, sin darse jabón ni mucho menos. Los barbudos a falta de medios, se dejaban el pelambre en la cara y cuando podían pasaban por casa del esquilador y se apañaban las quijadas.
Habitaban hacinados en un reducto de cuatro metros cuadrados. Abuelos, padres e hijos. Garita levantada con la buena voluntad y unas docenas de mahones terreros. Situada en una de las calzadas secundarias, que enlazaban las dos regiones más meridionales de la topografía nacional. Rozando sin más, el sur de la olvidada tierra.
En la fiebre del sobre existir, montaron un éxodo sin vuelta atrás. Decidiendo migrar y llegar a empadronarse en una de las más importantes ciudades del mundo. Recalando en la metrópoli, como el que se compra unos zapatos nuevos y los va pagando a mesura que va pudiendo. Con los miedos normales de los que dejan lo conocido, para entrar en un mundo raro al principio, e inexplorado. Eran una caterva los que llegaron a la urbe y todos se emplearon en lo que pudieron. Sumando y dejando a su vez, cada sueldo, cada jornada, cada ingreso, cada ahorro. En las faldas de la abuela que era la que controlaba el caudal monetario, para cuando fuere menester y poseyeran en la faltriquera un acopio de billetes. Mirar de conseguir alquilar, una vivienda digna y confortable, y dejar las dos habitaciones que les había prestado su tía Lola, para que pudieran comenzar a desquitarse del hambre.
Tras mucho batallar, trabajar con denuedo, rogar sin medida hasta el punto de rebajarse a lo indecible, Ernesto el primogénito de los Medina, pudo colocarse en una empresa de automoción, en la que fabricaban radiadores de camiones de medio tonelaje. Accediendo al empleo, gracias al enchufe y amparo de don Paco Buendía. El señorito que tenía contratada a su tía Lola, con unos horarios extensos y pocas fiestas, y que además, era un digno hijo de su madre, por el trato que le daba a la buena de Dolores. El poco sueldo que le pagaba tarde y mal, y ser el mandamás de los delegados, en la firma de los calefactores de vehículos.
Aquella familia, incluido el presumido de Ernesto pronto se adecuaron a la “Dolche Vita”, sin tan siquiera prever ningún tipo de futuro.


Cambió de forma de pensar y actuar. Olvidando aquellos sacrificios que pasaban en familia para comer. Cada cual se buscó la vida como pudo y fueron sacando el cuello hasta quedar aquellos padecimientos olvidados en el pasado.
Nadie se acordaba de su pueblo, nadie recordaba el hambre, ninguno echaba en menos aquella garita a los pies de la carretera y menos del excusado que tenían al aire libre, donde no hacía falta el ambientador.
 
Discutía Ernesto, con frecuencia por inconveniencias, con su novia de toda la vida. Familia la de Mari Cruz, que también habían recalado con otra media docena más de estirpes y vecinos en la ciudad. Venidos todos del mismo lugar y radicando a su vez, en la localidad norteña.
Aquellas gentes, se emparentaban en cuanto nacían sus hijas, haciendo pactos entre vecinos o amigos y esas alianzas, quedaban en pie hasta que los convenidos contraían matrimonio. Se gustasen o no se pudieran soportar. Con lo que la niña Mari Cruz y el sabelotodo de Ernesto, estaban desde la cuna destinados a entenderse.
Mari Cruz, se había colocado en una fabriquilla de zapatillas de salto de cama, y ahorraba para cuando ella y su futuro decidieran que se casaban. Aunque ella le veía al novio una especie de cambio muy brusco, que le preocupaba. El canje se lo notaba desde que trabajaba en los talleres metalúrgicos.
 
Ella apostaba porque su vivienda, estuviera cerca de donde estaban ubicados la familia al completo, y a Ernesto, casi le parecía poco quedarse en aquella zona. Como dándose de más categoría, creyéndose fueran descendientes de los Bermejal.
Ese tema los llevó a bastantes complicaciones y llegaron incluso a discutir amargamente sobre la vivienda y el modo en como debían asociarse.  
Mari Cruz, después de la decepción que se llevó con el novio, por dilemas habidos incluyendo el anunciado desamor. Comenzó a repensarse si su pareja la quería o tenía otra chica donde refugiarse. Valorando la niñez y juventud pasada con su prometido y por esperarlo siempre.
Una tarde aquel Dandi, fue a buscar a su novia y le dejó caer, que ya no sentía por ella lo mismo de antes. Que había conocido a una muchacha en los talleres y estaban comenzando una historia de amor.
No tardó Mari Cruz en dejar la relación con aquel que le había hecho perder toda su adolescencia, esperándolo y pensando en él, para que ahora de buenas a primeras le saltara con semejante tesitura.
La engañada jovencita, comprendió que fue lo mejor que le podía pasar con semejante falsario, que la dejaba de la noche a la mañana, sin darle opción a luchar por su amor, el que creía sería para toda la vida. Pocas explicaciones y menos excusas. El “cojonazo” que se formó entre la familia fue de película de suspense. Sin embargo, el tiempo siguió su curso y todos creyeron que era lo mejor que les podía suceder, cuando el amor sucumbe.
Marí Cruz, se relacionó con Fernando Manrique, un compañero íntimo de Ernesto. Un muchacho que había bebido los vientos desde niños en secreto por ella, que no hizo nada por entorpecer su relación por ser la novia de una persona allegada a ellos.
Jamás se atrevió a decirle nada a Mari Cruz, pero ahora que notó que se distanciaron, el pretendiente enervado y al acecho, se acercó a la muchacha, y esta aceptó de buenas maneras el comenzar una historia y comprobar que les nacía aquella simiente que los llevara al matrimonio,
 
Después de los muchos comentarios en privado, de vecinos, conocidos y de la propia familia, nadie quiso inventar nada en relación con Mari Cruz y Ernesto y quedaron acalladas las voces. A las preguntas formuladas, ella respondía con la crudeza de la verdad.  
— Me abandonó con todo el ajuar preparado.
Decía la buena de Marí Cruz. Por un capricho suyo, el que me abrió los ojos y me hizo tropezar con Fernando.
A su vez y desde la bancarrota, el divorcio, las deudas y la enemistad con su familia. Ernesto, decía con ínfulas de rico.
—Cómo iba yo a vivir en un pisito de cuarenta y cinco metros cuadrados, en la barriada de la Prenda Bruna. Al bueno de Ernesto, la memoria le fallaba.
No recordaba cuando tenía que limpiar su trasero, con los cardos borriqueros del bosque.



Autor: Emilio Moreno
Sant Boi, 27 septiembre 2024


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