El
escarmiento dado por aquella mujer maltratada. Fue sonoro.
Violada
y arrinconada por un esposo, que no merece ni el desprecio de una venganza
truncada y por un padre, que la vendió como una mercancía tarada.
Alondra
Sauquillo, se había hartado de las barbaridades soportadas, que su marido le
infringía y lo asesinó.
No conseguía
entender, al castigo que la sometió su padre.
Obligándola
a casarse con un tipejo, tan solo por heredar, cien acres de labrantío yerto,
unos míseros olivos y dos centenas de terneros.
Exigiendo,
que olvidara al amor de su infancia. Porque no tenía donde caerse muerto.
Desorientada, por
su corta edad y la inexperiencia de la imposición paternal. Soportó.
No
supo reaccionar y nadie le ayudó. Permitiendo que la enredaran a sabiendas
del fracaso, contrayendo aquella boda. Que en definitiva era la suya.
Cediendo
a las disposiciones y deseos de sus padres, que ya habían medrado con otras
hermanas, en beneficio de ellos.
Teniendo
que dejar a un lado, al amor de toda la vida. Sin poder darle su cariño por la
falta de comprensión de una gente, que tan solo tenía hijas para venderlas al
primer postor, que les viniera con un patrimonio miserable.
Con
ello, incluir en el seno de la estirpe. A un tipejo vicioso, puerco y sanguinario,
como yerno. Aceptando incluso a sabiendas, el trato que le iba a dar a su
propia hija, tan solo por conseguir la hacienda.
Aquella joven,
se había desposado a la fuerza y la anatomía del esposo, le daba
una repugnancia espeluznante.
Fue
como todo en aquel tiempo. <porque
lo digo yo —Y no hay nada
más que hablar>.
Si
le gustaba bien, y si no. ¡Pues a callar!, y obedecer como
tantas mocitas del entonces retrasado país.
Sometidas
a unos patriarcas, que sin cariño alguno, y menos cultura se creían redentores.
Llevando a sus niñas en muchos casos. A soportar las mismas desgracias, que
habían tolerado ellos.
Lo reglado, era esclavizarse
por las ansias de sus mayores, y más cuando se trataba de conseguir aquel botín
consensuado. Que llevaría su hija como premio, si se casaba con aquel truhan.
Para disfrutarlo junto con las palizas y malos tratos que a bien seguro
recibiría.
Estaba
todo decidido. Así lo pactaron entre familias. Con mucha prisa, no fuera
que alguno de ellos, perdiera interés y se quedara Alondra, “para vestir
santos”.
Muy poco convencida
y deprimida. Aceptó. Y aún y así, obligada, se unieron en matrimonio.
A
Félix le daba igual, que lo amara o lo detestara. También se la habían
adjudicado, sin poder escoger. La encontraba guapa y lo calentaba en las noches
de invierno, dejándolo satisfecho. Le llevaba la casa, y atendía en el granero.
Lo que necesitaba sin más.
Tampoco
iba a cambiar sus aficiones con las rameras, el vino, el juego y la
francachela. Cuando le parecía la montaba y a buen seguro le serviría para
engendrar los hijos que necesitaba, para continuación del trabajo en el campo.
Jamás
lo amó, y cuando trajinaba en su cuerpo. Le concedía lo que
necesitaba, sin pasión. Cerraba los ojos y su lujuria excesiva, la llevaba a creer
que la estaba amando Lucho.
Pensando
en las preciosas escenas vividas juntos, en su adolescencia. Con el joven de la
familia humilde que besaba sus labios, como los ángeles, y que no podía ser
para Alondra por no tener un real que aportar a cambio.
Aquel
niño esbelto que en un principio, le “bebía los vientos” y rompía las
vergüenzas mal llevadas, para hacerla disfrutar. La esperaría hasta que
retornara, para emprender una vida fuera de aquel pueblo.
Desde
que contrajeron matrimonio Félix y Alondra tuvieron diferencias soportables.
Ella
procuraba no atraerlo, ni apasionarlo para que no se le acercara.
Aprovechando cualquier instante, para dejar pasar a Lucho y la acoplara, a
espaldas de Félix, la familia y la gente.
Mostrándose
con su marido con frecuencia—siendo mentira—enferma y descuidada para evitar
despertar la gana de meneo, de aquel ordinario personaje. Al que le
iban las brutalidades en la cama, el desprecio por lo romántico y la copulación
desmedida.
Félix,
además de llevar su hacienda, estaba empleado en el Ayuntamiento de Yecla,
como recaudador y listero del cobro de impuestos, de esa población de
la Región Murciana. En el último tiempo, se juntaba con gente poco ordenada, y
el juego, lo sacaba de quicio. Habiendo contraído unas deudas importantes que
le reclamaban los prestamistas.
El
marido fuera de toda imaginación y sospecha, no daba señales de estar
presionado por la mafia de la zona. y añadido a su chulería petulante preparaba
un golpe de gracia. Que le permitiera sacar la cabeza de aquellos que le
exigían el pago.
Alondra
tras ver un nerviosismo poco acostumbrado en Félix, comenzó a seguirle cuando
podía y ver qué clase de movimientos tenía. Ese deseo de espiarle, le llevó a
conocer que preparaba un acto vandálico, con ayuda de alguno de sus allegados.
Desconocía que Alondra lo perseguía desde hacía un tiempo y así, descubrió que
Félix guardaba una copia de las llaves de la puerta del Consistorio, dentro de
la alacena, en una de las rendijas de la despensa de la cocina.
Que
atando cabos, pudo llegar a imaginarse que el enredo, tendría relación con algo
que querría sustraer de la Municipalidad.
Con
lo que llegó a una conclusión y ésta era, que sería para dar el
golpe a la recaudación de impuestos, que debía sumarse a los haberes
llegados desde Madrid, para los pagos y devengos a empleados. Montante de
divisas en metálico muy importante en la cuantía.
Alondra observó que el atraco no lo preparó solo. Tenía ayudas externas conocidas, llevadas muy en silencio y en secreto. Hasta que llegara la hora cero.
Exigencias
que por lo visto las partes requerían por si todo acababa en nada.
Deduciendo,
en cuanto echó los cálculos de los plazos, que la fecha del robo sería en menos
de una semana, por los términos y pagos a empleados y obreros de la alcaldía.
Por
lo que mantuvo observado día y noche a su marido, para atropellarlo
en su propia indecencia.
Aquella
noche Félix Mondoño, iba a asaltar la caja de los efectos de valor del Cabildo.
Una
vez que los guardias, habían depositado y resguar-dado debidamente, las
sacas de efectivo. Llegadas desde la capital, con el fin de abonar el pago de
salarios del personal, las ayudas de inválidos y pensiones, para los
retirados jornaleros de la alcaldía.
Le
pareció raro a Alondra, que aquella noche, saliera tan tarde su marido. Sin
haber pasado por la taberna como lo solía hacer.
Algo
le decía, que era la noche de la rapiña y disimulando, ni
tan siquiera preguntó, al ver que no se despedía.
Ella
no conocía, la cantidad de valijas que habían llegado, a las arcas del Concejo
de Yecla, pero asimilaba en qué lugar las iba a depositar. Caso que las
hurtara todas, y con picardía, la propia Alondra, lo siguió en su camino,
para saber a qué atenerse.
Subiendo
a la terraza del Cabildo para ver el itinerario que tomaba y observar el
espectáculo. Desde donde divisaba los ventanales de la lonja. Y al no
poder llevar a cabo, su magnicidio desde la distancia. Volvió a su
casa, y se cambió de ropa. Disfrazándose de hombre.
Sin olvidar
recoger el trabuco, que guardaba el propio Félix en sus dominios, que
usaba cuando iba de caza con su padre y un amigo tan andrajoso como él.
Cargó
aquel arcabuz con postas nuevas, de las usadas para la caza del oso pardo. Saliendo
a la calle y acercándose entre las sombras, tapada con su capa, y tocada con un
sombrero de flanco extenso.
Llegó
hasta la esquina del edificio del Ayuntamiento. Donde el asaltante,
creía y confiaba, que sería aquella operación del robo, una transacción
limpia y muy rápida.
Contando
con la ayuda de la copia ilícita de llaves, conseguida de forma
poco legítima, que guardaba en la alacena de la cocina.
Evitando
la necesidad de forzar puertas y ventanas. Conocer el camino a seguir, sin
necesitar el alumbrado, ya que al tratarse de su propio puesto de trabajo,
sobradamente intuiría el trayecto.
Se
lanzaron a consumarlo. Sus adláteres no descubiertos hasta ese momento, eran su
hermano Lucas y su padre, Don Ezequiel. Hombres considerados regios y muy
influyentes en Yecla.
Por
piadosos y honrados caballeros, se les tenía. Cuando en realidad eran una
pandilla de rufianes.
Entró
Félix al caer la noche, abriendo los portones del lugar, y pronto, consiguiendo
alcanzar y desvalijar las arcas.
Todo
marchaba fino como la seda, y una vez consiguieron rescatar las valijas, y
sacas, disimularon el lugar poniendo pruebas falsas, para confundir a los
Civiles. Que pasadas las horas y consumado el acto, no sabrían por dónde
comenzar con las pesquisas.
Félix
estaba por comenzar el regreso a su casa, con una saca mediana de billetes de
curso legal, sobre sus espaldas. Tan confiado como seguro, dejando el resto
para sus ayudantes disimulados, en el zaguán de acceso al consistorio.
De buenas
a primeras se escuchó una deflagración brutal, con disparo
doble, procedente de aquel fusil de dos cañones, dejando a Félix,
sobre la escalinata del acceso al edificio. Más muerto que su alegría.
Alondra
Sauquillo, desdibujada bajo aquella capa, y tapada con aquel sombrero negro,
recogió una de las dos bolsas. La menos manchada de sangre, pero de más peso y
mejor nutrida de billetes. Y con las mismas, emprendió la escapatoria. Ella muy
disfrazada y disimulada, llegó a su casa sin que nadie la viera, ni
relacionara. Acostándose felizmente.
Antes
que sus compinches recogieran las sacas del vestíbulo de entrada y emprendieran
la huida. Escucharon el estruendo tremendo del trabuco al ser detonado. Los dos
compañeros se asustaron y salieron pitando del lugar, pensando que algo salió
mal.
Fue
un escándalo, conocer que Félix, y sus parientes eran los ladrones de la
Alcaldía. El revelo fue morrocotudo y la pobre Alondra, quedó muy sola y según
todo el pueblo, desasistida.
Tan solo
con las visitas furtivas que le hacía su bien amado Lucho, que desconocía todo
el argumento de lo sucedido.
Del
botín se recuperó casi la totalidad de las valijas, excepto una parte del
dinero contenido en una de ellas, que fue ilocalizable, sin dejar pistas. Que en
ningún tiempo se recuperó.
Jamás
se supo quien disparó a boca de jarro contra el pobre Félix.
Pensaron
que fue ajusticiado por algún arreglo de cuentas, de algún avieso desconocido.
Posiblemente el que hizo desaparecer los billetes de curso legal, no
encontrados.
Alondra
quedó viuda muy joven, con gran desconsuelo y desamparo y con los comentarios
que la gente le regalaba. Buscó un destino lejos de su Yecla natal y con el
tiempo se supo que residía en Río de Janeiro con Lucho, su amor de toda la
vida, que la esperó el tiempo que hubo menester.
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