No
habían transcurrido ni siquiera siete días del funeral de
Segismundo, cuando la mañana del 16 de julio, rodeaba de sus tres
hijas murió Concha.
La
esposa intachable del boticario, aquella hacendosa dama emprendedora,
que había contraído las fiebres en el inicio de aquel mismo año de
1918.
En
la flor de su vida, tan solo contaba con treinta y seis años, que
los había cumplido precisamente hacía tan solo un escaso mes.
Descendiente
de una familia adinerada procedente de la albufera valenciana, que en
un principio se había instalado en la ciudad de Zaragoza, a los pies
del Pilar, con sendos negocios de transporte de mercancías y tejidos
para la alta confección.
Los
cuales dirigía desde el fallecimiento de su padre, desde la región
de Castilla la Vieja, y por determinación suya, había trasladado la
dirección del negocio, allí donde fuera destinado su esposo.
El
practicante y barbero Don Saturio, en la actualidad ejerciendo en la
zona de Arnedillo y su zona de confluencia.
Aquella
noche, se preveía lo peor, dado el agravamiento de la paciente, por
la elevación extrema de la temperatura corporal, debido a la fiebre
furibunda que la embargaba y consumía.
Hirviendo
por las décimas rasgadoras y voraces, que en las ultimas horas ni le
había remitido, ni le había dado respiro alguno, hasta que le quitó
la vida.
Sin
hacerle efecto de mejoría después del tratamiento y consumo de toda
la clase de medicinas, que su esposo le suministró. Durante aquella
rápida, cruel y desconocida epidemia del bacilo gripal.
Lo
había probado todo absolutamente. Fármacos no regulados, pócimas
de laboratorio y de incluso los curanderos de la zona. Sin el
resultado que se necesitaba para erradicar el microbio fatal.
Aquella
cepa pandémica, no era conocida, ni se tenían referencias de lo que
la podía desencadenar.
Los
escasos laboratorios de investigación de la época, no daban a basto
ni siquiera acertaban en sus cálculos.
Tan
solo tenían la certeza de que el foco epidémico, llegaba desde
fuera de las fronteras, proveniente de los campos de batalla y de las
trincheras francesas, alemanas y austro húngaras, que invadían y
complicaban a varios países en lo que se llamó la primera Guerra
Mundial Europea.
Dolencia
aquella
desconocida
que por supuesto su esposo el boticario, barbero y farmacéutico, no
pudo erradicar y que a la postre se la llevó para siempre, como a
tantas y tantas personas que la contrajeron.
Una
pandemia famosa por la crueldad y por la cantidad de muertes que
acarreó en la basta Europa.
Concha
Puig antes de morir, hizo que entraran sus tres hijas, para
despedirse.
Librando
el miedo que acarreaba aquella decisión por lo que era, sumamente
contagiosa. El boticario, accedió no sin antes prevenir.
Nadie
de los allí presentes, estaba exento de no concebirla y tampoco
había magia que pudiera evitarlo.
Ya
que se podía propagar según los cálculos, por los esputos de la
saliva, por el contacto piel y piel y por cien mil consecuencias.
Nadie
lo sabía, era un riesgo que existía y debía ser asumido sin más.
Así que el padre, les llamó a las tres y las puso al corriente. Su
mamá se moría y las había reclamado para despedirse antes que
fuera tarde.
Fueron
entrando advertidas por su padre llevando sumo cuidado en tocarla lo
menos posible. Evitando no aspirar el aliento de la madre, y que
mantuvieran una cierta distancia.
Xarme,
la mayor no quiso casi creer a su predecesor y resoluta sin
miramiento y sin miedo alguno dispuso la despedida, serena y amable
dando sensación que todo podía cambiar en el último instante.
Ella,
dolida con su padre, estaba convencida que Don Saturio, había sido
el provocador de la dolencia en su madre, aun y cuando veía que
otras personas del mismo pueblo iban cayendo con los mismos achaques
sin remedio y sin posibilidad que el barbero, les hubiera contagiado.
Por lo que su tesis se le hacía pedazos sin poder demostrar
absolutamente nada de aquella reflexión.
Tampoco
le daba demasiada importancia a lo que se especulaba, sobre si la
fiebre la pillabas así, o de otra forma. Era un misterio.
Concha
su madre, se moría y ella solo consideraba, que no la volvería a
abrazar ni a recibir su cariño, quedándose con una serie de
deberes, que a la postre ni siquiera le pertenecían.
No
entraron las tres al mismo tiempo, a todas juntas las observó desde
lejos, cuando le alzaron el almohadón por debajo de la espalda, para
incorporarla a semi sentada.
La
primera en visitarla fue xonchita, la de menos edad, catorce años,
que prácticamente, con el lloro de una y otra, no se dijeron más
allá de los buenos deseos y el cariño que se tenían con algunos
consejos de los que por norma estipulados estaban dentro de la casta
familiar.
El
llanto imperó en la niña y sin besar a su madre, se retiró de su
presencia andando marcha atrás sin darle la espalda, dejando un halo
de tristeza y un reguero de lágrimas y sollozos imposibles de
mitigar, por muy ensayado que se tuviera.
Dando
paso a Marina, de diez y seis años. La mediana de las hermanas, ésta
más hecha, y con mas cuajo. Con un carácter agrio desde su niñez,
casi desde la cuna. Nunca fue una criatura agradable, ni aceptó los
mohínos tradicionales, que se les regala a las criaturas. Su albor y
su índole la desarrolló entre personas de poco cariño y le quedó
asumido para su futuro, como condición.
Era
una pupila verde, que no estaba de acuerdo con las normas familiares,
ni se llevaba nada bien con Xarme, su hermana mayor, la que por edad
y por el orden establecido, era la que le ponía estilo, exigencias y
las peras a cuarto.
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