Florencio
hacia unos años vivía solo, en un pisito del centro de la ciudad.
De una ciudad diminuta, donde nunca pasaba nada.
Sin
cine, sin grandes almacenes, para ir a derrochar el dinero, sin
cabaret, donde ver alguna revista sexy, sin hospital para las
urgencias, ni estación de tren. Ni siquiera pretensiones por llegar
a poseerlos.
De
lo que podían presumir era de la tranquilidad, del buen vino, de la
misa de doce los domingos, de la falsía de los vecinos y de las
muchas barras de bar en los diferentes locales de aquella urbe.
Los
censados del lugar, vivían social y reciamente unidos entre ellos.
Sin fisuras y como quiera que, se conocían desde la infancia, todos
ellos pertenecían a peñas de amistad inexpugnables.
Según
edades y fecha de nacimiento, dependiendo de los años de leva y de
escuela. Sin dejar entrar en el seno del grupo a ninguna persona
forastera, que no perteneciera al pueblo
También
existían los raros e inadaptados, como en todos sitios. Aquellos que
emigraron y vieron otras culturas, ni mejores ni peores. Diferentes y
ya no volvieron más que a pasar periodos vacacionales. Callando lo
que pensaban, por miedo a ser marginados, por ser auténticos.
A
ellos, hasta las familias y parentelas les habían olvidado y ni
siquiera se relacionaban como castigo a su deserción.
La
ocupación profesional de Florencio, le llevó por circunstancias a
la población mencionada, y por evitar desplazamientos, quiso
radicarse cerca de donde desempeñaba sus labores.
Motivo
entre otros, por el que cambió de residencia y se fue a vivir a la
zona, evitando desplazamientos y madrugones exagerados.
Ocupando
un pisito reducido de la calle Carbones. El único inmueble de
aquella singular calleja, tan floreada y empinada.
Aprovechando
como no, el distanciar además; tierra de por medio después del
dificultoso divorcio que mantuvo
con su joven y
descentrada ex mujer.
Necesitando
poner carretera y mojón, entre todos los indeseables problemas de
entendimiento de la pareja, durante aquellos días inolvidables, que
le sacaron de su naturalidad y de su calma.
De
no haber tomado aquella decisión, con seguridad, estaría preso en
alguna penitenciaría del país, por motivos más que espeluznantes.
Una
noche Florencio, estaba sentado en la terraza principal del bar
Montevideo de aquel arrabal, justo al lado de una mesa en la que
estaba sentada Irene, acompañada de su grupo de amigos, los de su
peña de toda la vida, su corro acogedor y de tanto en vez, las
miradas de ambos se entrecruzaban sin reproches.
Se
buscaban, como si se conocieran, como si no pudieran traspasar mas de
tres segundos sin mirarse directamente a los ojos.
Ella,
una dama ya madura de mediana caducidad, separada desde hacía
lustros y con dos hijas mayores, con sus líos matrimoniales, que ya
estaban emancipadas desde hacía varios años.
Una
de ellas en una ciudad costera del litoral y la otra, en la capital
del Canadá, Montreal.
Irene
necesitada de algo más que no fuera el repicoteo de las estufas en
los inviernos, que le rompían el normal devenir de su vida y del
ventilador del aire acondicionado en verano, para atosigar sus ganas
de existir.
La
había abandonado su marido de manera brutal por una amiga íntima de
ella y de la familia, una vecina del pueblo que además, se jactaban
frente a ella, en los veranos por la plaza, al salir de la iglesia.
Una
amiga que había sido dama de honor con Irene en la misma añada, de
las fiestas de hacía ya veinte años.
Sabía
que ninguno de los mozos maduros y solteros o divorciados del pueblo
se le acercaría para entablar una amistad o, relación duradera. Con
tintes de seguir adelante una vida normalizada en pareja o en unión
juntos hasta el final. Estaba si no lo remediaba, abocada a la
soledad y al olvido.
Las
normas de aquella sociedad eran estrictas con las mujeres. En caso de
no tragar con quien de entrada festejabas, te relegaba a la omisión
y al abandono. A la solitud indeseada o, a la soltería más
recalcitrante sin remisión.
El
acercarse a alguien que no fuera de la tribu, no estaba bien mirado.
Tan solo debía cuidarse de aquellos
que la provocaban para intentar mantener sexo secreto y después,
seguir como si nada hubiere existido, disimulando, al descuido con
cuidado, como en casi todos los pueblos.
La
reunión que mantenía con los amigos en la terraza del Montevideo,
estaba llegando a su fin y ella hizo para desempolvarse de sus
amistades y que la dejaran sola en aquel lugar, con una extraña
desvergüenza que nadie creyó, pero que aceptaron, dejándola a su
suerte y al pairo de sus elucubraciones.
Al
quedar sola, acomodada en la faja de aquel mirador, Irene creyó que
Florencio, le abordaría para entablar conversación.
Al
no conseguir los óptimos resultados que ella preveía y al pasar un
tiempo prudencial, fue la guapa madame, la que preguntó al
caballero, de forma descarada y con mucha amabilidad.
__
¿Por qué, me miras tan fijamente. Me conoces?
Florencio,
sin perder la estabilidad y con esa tranquilidad que muestran los que
nada tienen que perder, miró tras de sí, por si aquella
interrogación no fuera con él.
Se
cercioró de que tenía que responder indefectiblemente, a una mujer
muy guapa, sensual, muy falta de tocamientos sensuales. Tan caliente
y persuasiva que se ponía a tiro, a pesar de ser algo mas vieja que
él.
__
¿Me preguntas a mí? ¿Verdad?__ dijo con sorna Florencio
sonriéndole y siguió__ En serio te diriges a mi persona, sin miedo
a que te ¿critiquen? ¡Que valentía la tuya! ¿No?
Ella,
sin inquietud y con la dulzura con que había iniciado su
interrogación quiso seguir siendo amable, y le alargó la mano,
esperando que Florencio hiciera lo propio, a la vez que le decía__
Me llamo Irene y creo que te conozco de algo, o me lo parece.
__
Igual eres del tipo de persona, que cuando te ven fuera de su propia
población, te saludan sin más y cuando llegan a ésta, te niegan
hasta la mirada al pasar por la calle y bajan el morro, pasando
disimulados por tu lado evitándote. Así nadie los relaciona.
__
Yo no soy de esas, pero se de lo que me hablas. Conozco a mucha gente
de aquí, que lo practica. No estoy en disposición de ganarme más
enemigos. Aquí es lo que hay, si te gusta bien y si no, pues te
encuentras despreciado. Te montan el boicot y cómo si no existieras.
Cumplido
Florencio, le estrechó la mano y aquella noche durmieron juntos en
la casa de la calle Carbones, a pesar de que aquel hombre, no tenía
intención de enredarse con nadie.
Le
dejó bien claro a Irene, que de entresijos pocos, y de obligaciones
menos, que sólo hacía unos meses había salido de un lio demasiado
grave y no estaba dispuesto a compartir habitáculo con otra mujer.
Después
de lo que había vivido con su ex mujer, una ninfómana exagerada,
bastante más joven que él, y que durante dos años estuvieron en un
puño, viviendo del amor, sin disentir para nada. Hasta que llegó la
infidelidad de la damisela, con un hispano aventurero y sin papeles.
Aparte
de todas las contra indicaciones habladas y analizadas los días
fueron pasando y pasando y ellos follaban todas las noches,
apechugando con toda la carga, y el bagaje de ambos.
Fijando
una frágil pero emocionante relación que les duraba, día tras día,
en la clandestinidad del pasaje Carbones.
Volvieron
las alegrías a la vida de Irene, a raíz de los coitos noctámbulos
tan agradecidos por la oxidada mujer. Le cambió el carácter y se
rejuveneció. Tomó la vida de nuevo con apasionamiento y a pesar de
comentarios de las cabilas de la diminuta ciudad, fueron traspasando
fechas de ternura y de sexo.
Florencio,
aceptaba aquella ilusión de buen grado, sabiendo que las cosas se
interrumpen sin avisar.
Aquel
hombre, preveía en algún momento la posible ruptura ajena a los
intereses de aquella pareja y disfrutaba del momento sin dejarse
llevar por las exageraciones ni confianzas.
Inmersos
en aquella realidad tan frágil, en aquel deleite tan fanático de
ella, tuvieron noticias de una de las hijas, que pasando por malos
momentos, le pedía a la madre volver a su casa para reponerse.
Volver
al domicilio paterno de Irene, vacío desde su relación con
Florencio desde hacía no más de dos meses.
Después
del amargo divorcio que disputaría con el que fuera su esposo, su
amor de juventud, aquel que la abandonó por una de sus mejores
amigas.
Ahora
Irene, repuesta con su nuevo amor, no partiría peras con nadie, y no
pretendía compartirlo con ajenos, ni siquiera con la presencia de
una de sus hijas.
Por
lo que cedió a la recién llegada, la casa de los abuelos y no tener
que convivir de nuevo juntas.
Aquel
apartamento tan solo distaba de la calle Carbones a escasas manzanas
de distancia. Donde al poco ingresó una noche, en forma de secreto
Davinia, la hija de Irene, para desbaratar la felicidad de su madre.
Davinia,
llegó al pueblo sin conocer lo que iba a propinar a Irene y a
Florencio.
Dejando
a su madre en la pura desgracia, sin posibilidad de arreglo, sin
hombre, a pasar a la escasez sexual nocturna y a regalarle otra
depresión sin salida.
Jamás
imaginó Irene que, su hija Davinia, fue la joven esposa infiel de
Florencio, la que hacía pocos años formó pareja con el hombre, que
ahora se acostaba con ella.
La
demente que le complicó la vida al amante de su mamá y le hizo
saltar de su tranquilidad, al cometer adulterio.
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