Anduvo muy raro aquella jornada. Atareado como siempre pero
fuera de la concentración que habitualmente llevaba por costumbre. Como si las
cosas que hacía no estuviesen ajustadas a sus deseos. Un cansancio especial, y
no habitual le envolvía el cuerpo, no pudiendo atender a muchas señales de
felicitación que recibía por su éxito en el último de los negocios, tan
productivo que había cerrado en tan poco espacio de tiempo.
A media jornada y en vista que no mejoraba su estado de
tristeza, decidió salir de la oficina, indicándole a su secretaria que no
atendería al teléfono en todo lo que restaba de día.
Únicamente le alertara si era imprescindible y, si lo necesitaba
con urgencia, por alguno de los temas candentes del negocio. En caso contrario no
intentara notificar ni dar detalle y lo dejara pendiente, que lo pospusiera
hasta mañana, que sería un nuevo día para afrontar todos los resultados.
El agobio que llevaba con él, no era corriente. Una angustia le
sobrevenía sin motivo aparente, sin saber la causa, ni haber tenido molestias
en el último tiempo en cuanto a salud.
La respiración se le entre cortaba y sus pulmones quedaban sin
oxígeno, produciéndole una inestabilidad alarmante. Entre sus pensamientos
buscaba la causa de aquella indisposición inesperada, de aquella falta de
estabilidad no acostumbrada y repasaba en su mente, los últimos acontecimientos
que había protagonizado.
Descendía por el ascensor medio destrozado, desde el piso
vigésimo primero, removiendo en los bolsillos de su chaqueta, alguno de los legajos
que portaba en su billetera, y tomó una cuartilla en su mano. Como en él era
habitual, sin saludar a los que le acompañaban en el trayecto. No tenía esa
costumbre.
Nadie le conocía, y los que sabían quién era, le evitaban, por
respeto y por miedo, no solían acercarse a menos de dos metros de su persona. A
pesar de haber estado en aquellas instalaciones día por día, sin faltar a ellas
ni un solo domingo, ni festivo desde hacía más de dos años.
Al llegar a la planta principal, solo tenía deseos de llegar a
la calle y no fue a recoger su gran automóvil. Ni tan siquiera le dio aviso a
su chofer para que lo transportara a ningún lugar. Necesitaba salir de aquel
complejo de oficinas, a la vía pública y respirar con urgencia aire, o morir en
ese menester. Estar solo y dejar caer unas lágrimas reales y sentidas,
procedentes de quien sabe que padecimiento o dolencia, que ni el mismo Martín
pudiera hacer cábala.
Sin hallar los motivos de tal pesadumbre desconocida y personal,
aunque se cercenaba el pensamiento en localizarla. Sin éxito, ¡Sería una gripe
virulenta!
En la Avenida, a la luz de aquel sol radiante, se refugió antes
de desvanecerse, en las paredes del edificio principal y dejó salir el sollozo
contenido.
De cara a la pared, para evitar lo vieran y afectado por la
presión arterial que soportaba, quiso caer en la acera, sin conseguirlo porque
una mano fortuita le sostuvo y lo aquietó.
La fiebre iba entumeciendo su rostro y cabalgaba por su
epidermis, dejándole una suave y sudorosa película mojada, que al notar el
palpo de aquel ente que intentaba socorrerle, ensombreció su presencia.
__ No es el momento de dejarse ir. Cada cual ha de saber purgar
sus faltas__ le dijo aquella oscuridad impenetrable que le sostenía.
__ ¿Quién eres, tú; para recriminarme semejante inculpación? No
me conoces de nada y tampoco te he pedido auxilio.
__ Tienes poca memoria, Martín Zubiría, ahora hace un año,
estabas haciendo una promesa, que no has cumplido. Se la hacías a una persona
que te quería y que ya no está en este valle de lágrimas. Una promesa que no has
cumplido y vengo a cobrarla en su nombre.
__ Hace un año, es demasiado tiempo para mí, que vivo tan rápido
y no recuerdo bien a quién pudiera yo hacerle semejante ofrenda. Además, los
muertos no exigen plazos, ni requieren cumplimientos.
__ Eso es lo que tú crees. Lo que el mundo imagina e incumple
descaradamente, haciendo del compromiso de una ofrenda, una fiesta deleznable.
Entendiendo que puede quedar exento de las exigencias de lo
prometido porque las hiciste en silencio, sin presencia de terceras personas,
que lo corroboren. En secreto, así nadie las conoce. ¿Verdad?
Martín, no lo has cumplido y sabemos que no lo harás, venimos a
cobrarlo con tu vida, no sin darte un escarmiento. De ahí esa teatralidad desde
que has despertado y ese sufrir en tu día habitual de trabajo. Esa agonía
parpadeante que todo el mundo ha descubierto y que ninguno, ha querido
socorrerte. ¡Morirás en breves segundos! Solo te doy unas décimas para tu
arrepentimiento.
Quedó postrado en el bordillo de la avenida, con una nota en su
mano derecha, que él mismo había encontrado en su billetera, que decía: Muero
por quebranto de promesa
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