viernes, 14 de junio de 2013

Con la brocha de afeitar



Era cuestión de obedecer como de costumbre en aquella época. Prohibido tener ideas y menos si comportan gasto. Los padres de Silverio regentaban una tienda de ultramarinos y él indefectible tenía que ir a cortarse el pelo a la barbería del tío Patiño.

Así el barbero Gervasio Patiño y su familia irían a comprar el “Optalidon”_ fármaco prohibido en la actualidad, por sustancias alucinógenas y del todo nocivas _, y el tabaco marca: celtas cortos, que consumían, adquiridos en los Almacenes Alemanes.

Bautizo preciso, que había hecho el propio barbero a la pequeña tienda de la esquina, como denostando su capacidad de servicio.  

Los cortes de cabello que propinaba Patiño eran de recibo bastaba que dijeres que querías las patillas largas, para que las dejara más cortas que el dobladillo de un pecado. Hacía de su profesión una máxima y todo el que se arreglaba en la barbería de la calle de San Pedro, sabia a lo que se exponía. 

Sus clientes eran escasos, ¡Sí casi contados! con los dedos de la mano y así era por varios motivos: el primero que tenía su local en una calle que pasaba muy poca gente; segundo: muy frío por la mucha humedad; tercero: no se producían aquellos encuentros con la casualidad, como no había nunca nadie, pues, tampoco podías comentar la jugada del partido o la película del cine Ateneo.  

Su carácter era agrio, recio y sin miramientos, no tenía muelle con la gente. A la hora de llevarles la contraria el primero, y sin razón, a pesar de poder perderlo como parroquiano. 

La moda en lo que se refiere a los peinados estaba como corrían los tiempos, en todas las peluquerías del mundo, tendencias muy modernas, las de la incipiente moda del Rock, cada cual intentaba llevar su cabello acorde a como tenía la cabeza, el tipo de pelo y su propio perfil facial.

Cualquier profesional de las tijeras se sumaba a la “New Aventure” de los pelos largos y casi todos lo aplicaban, excepto en la peluquería del Gervasio Patiño, que te dejaba un coco como a él le saliera de sus mismas bolas, parecido a “Cocoliso”, el hijo de Popeye. 

Con ello, día por día iba perdiendo clientes vecinos, que además eran los únicos que le visitaban en su negocio para hacer caja, su propia vecindad. Era costumbre de no cambiar a menudo de calzoncillos, de zapatos, de amigos, de novia, de tienda, de iglesia, de pensamientos y como no de barbero. Los precios bajos que el señor Gervasio aplicaba, no compensaba, pues  le mal mantenía, siendo uno de los pocos que no se sumaba al progreso.
 

Unos, porque tenían la costumbre de una vez a la semana, ducharse_ eso de bañarse, como les cuesta a según quien_, preferentemente los sábados por la tarde que es cuando la gente acababa su jornada semanal. Otros; los menos, usaban el  domingo por la mañana, para acicalarse, dejando para el último momento su puesta a punto.
 

Arreglarse, lavarse el cabello, afeitarse con navaja y secarse el peinado con el secador, simulando más o menos, a Elvis Presley, era la meta de aquella juventud. Con ese tupé lacado que mantenía el alisado aunque rugiera el viento más brutal, con el objeto de ir a presumir delante de las mozas, por la tarde en el baile ateneo en su intento de arrimar el apio.

El resto de personal que visitaba a Patiño, eran los más jovencitos y los abuelos, que se arreglaban el moño cuando fuera menester y más bien era cuando ya no podían aguantar mas y parecían los bandidos del tren inflamado.
 

Habían días que Gervasio no se estrenaba, ni pelaba, ni afeitaba, ni teñía a persona alguna con lo que aprovechaba esos ratos en arreglar a su esposa, la señora Espartana, cortándole el cabello como a la propia Agustina de Albacete, a la mujer mala de la película de los Monsters, o a la madre bigotes, pitonisa del teatro Chino de Manolita Chen.

Hacía rasurados de melenas a las mujeres que bien parecían varoniles, las dejaba de feas que te arrugaban el sexo, y claro pues a medida que ellas se sentían no a la última y ojeaban revistas con cortes tan modernos, cambiaban de artesano.
 

Era como el sello abstracto de su salón, veías a alguien con aquel look y sabias que Patiño, le había metido tijeras en la cabeza, porque los dejaba a todos como si hubiesen venido de los crematorios Mauthausen, con menos estilo y duende que el farolero de Versalles.
 

Gervasio, en su vida personal, era ya un poco rancio, serio, criticón, dicen que es por la deformación de la profesión, como si todos los peluqueros tuvieran que ser unos: “corre ve y dile”, que no es.

Eso sí, él reprochaba a todo bicho viviente, tenía más fama por criticón que por estilista. La propaganda dañina que hacía a sus conocidos, ¡lógico!, la creaba por la espalda, porque si los tenía delante les hacía el parabién, aunque con tan poca gracia que era preferible te pusiera como un trapo. 

Un día de aquellos que apenas tenía gente en el establecimiento, dispuso a pintar la barbería, que no era demasiado grande, pero que tenía dos sillones anchos profesionales de barbero, con sus reclinatorios y sus brazos con diferente altura y unos espejos en el frontal  que le ocupaban todo el paño de la pared y seis sillas cómodas situadas a lo largo de la sala con una mesita de revistas para los clientes que tuvieran que esperar turno. 

Ni corto ni perezoso y aprovechando que tenía una gran lata de pintura azulada esmaltada para paredes, comenzó en la labor de pintor y como carecía de brochas adecuadas pues fue a usar la que utilizaba para el afeitado de los clientes. 

Únicamente eran dos paredes que no eran gran cosa puesto que el perímetro del negocio era reducido; sin embargo con aquella brocha que se agencio tardó cuatro días en acabar aquella majestuosa obra de restauración de la peluquería mas chic conocida en la comarca. 

Si era interrumpido por alguno de sus pocos clientes, y no se asustaban al verle disfrazado con una gorra sin visera y su bata de trabajo con tiznes de pintura azul, dejaba el pintado, saltaba de unos de los sillones que le servían de escalera, recogía las tijeras de corte, las saneaba, se lavaba las manos, enjuagaba la brocha empapada de esmalte, utilizando un potente benceno y se la pasaba por la cara a quien necesitase afeitarse.

 

2 comentarios:

Anónimo dijo...

MUY BUENA...NIKITTA.

Anónimo dijo...

Muy bien escrito! me gusta Carmen

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