lunes, 10 de junio de 2013

Calle XIV







Vivian en las afueras de la ciudad, en una de las barriadas marginales, donde se habían construido casas baratas para los no pudientes, unas casitas chiquitas donde en sesenta metros cuadrados, vivían en algunos casos más de dos familias.

El padre Elías misionero en Chile, cerca de Chillán, ayudaba a la diócesis a predicar y a evangelizar en la franja de la ciudad de Concepción, cuando se encontró con un terremoto descomunal y un tsunami, que alcanzaron unas magnitudes extraordinarias, dejando la muerte y la desolación en aquella zona.

En uno de los pocos instantes de descanso, le llegó a su pensamiento como una flecha directa, que recibió el centro de su ternura y como un autómata, comenzó a narrarle a Dionisio, su monaguillo en las misiones, detalles de cuando era muy jovencito y jugaba en aquellas calles de asfalto reciente y oloroso. Callejuelas estrenadas, que habían sido diseñadas con tanto desnivel, que ayudaba a usar la precaución para no ir de bruces al suelo. Jugando con sus amigos y vecinos, a todo lo que su infantilismo pudiera percibir y que el tiempo y el destino separaron en cuanto les llegó la pubertad, tras haber dejado su infancia precipitadamente.

Brotaban aquellos recuerdos como vivencias de su existencia, que parecía cuando las explicaba, que tan solo hubieren pasado unas semanas, por lo vivas que las tenía en su cabeza. Expresándose en persona, con su querido monaguillo, que le seguía donde el viento les llevara.

El terremoto, acaecido en Chile, aquel febrero, sin nadie esperarlo. Les había demostrado que la vida es tan solo un suceder de vivencias, que no puedes atrapar y que cuando menos te lo esperas, lo dejas todo, porque la muerte te reclama, sin poder tan siquiera despedirte de los seres a los que amas.

Se sentaron Dionisio y Elías, sobre unas tablas ruinosas, a tomar un respiro, un bocado para continuar socorriendo a los damnificados, mientras al evangelizador y misionero Elías, le supuraban las heridas ensangrentadas recibidas en aquel cataclismo, sumado con los accidentes que propiciaba el propio terreno. Hablaba y hablaba Elías, sin poder dejar de pensar en aquella niñez, que se le escapó, sin darse cuenta. Contaba concentrado y con la vista alzada hacia el hemisferio contrario, le decía a su joven obispillo...

El barrio despuntaba sobre las laderas de_ un peñón, a lo que allí se llama: Turó _, de una estribación no muy alta, donde se habían construido un sinfín de viviendas asequibles y reducidas que alojaban a las familias, llegadas de fuera de la región, o del extrarradio de la ciudad, cuando se iba a celebrar la Primera Exposición Universal, la del año 1929. En pro de ubicar a todo aquel personal, se hicieron unas 600 viviendas en unos terrenos que habían sido en su tiempo fábricas de cola, que pertenecían a una heredad muy extensa, propiedad de una de las familias pudientes de principios de siglo. Para alojar a las familias carentes de todo, que ya poblaban y más que poblar, pululaban por los barrios centrales de la vieja y gran ciudad.

En un principio las calles no tenían distinción ni nombre, se registraban por un número ordinal, a posteriori fueron bautizadas con la denominación de poblaciones y municipios de la región. Con seguridad para darles algo más de realce y condición a la vez, de hacer patria chica, con la enumeración de villas y términos de las provincias adyacentes.

Son callejas claras con un desnivel importante, diseñado y construido sobre un cerro, a la vera de un vergel de pinares que destilan naturaleza, una amplitud de vivienda de ocho metros y una longitud acorde con un perímetro convenido para esas edificaciones. Diez portales en cada calle, todo planta baja, provistos de una ventana a cada lado y una puerta de acceso individual para cada vivienda. Tres dormitorios reducidos, una sala comedor y una cocina diminuta, daba salida a un reducido patio trasero con lavadero para la ropa y, donde habían construido un escusado con un wáter. La vida se hacía de puertas hacia afuera, los vecinos se relacionaban tanto, que bien podían pasar en algunos casos como de la propia familia.

Murmuraciones y trapos sucios, peleas por los niños, supercherías y malos entendidos, iban de puerta en puerta, barbaridades y embustes, trafico de intimidades vecinales, risas maliciosas, críticas irritantes, fiestas holgazanas, falsedades inverosímiles, prestamos entre personas, trueques de alimentos por favores comestibles, cambio de joyas y baratijas, fraudes, mezquindad bien entendida, adulterios comunes. Normal, entre aquella pobre gente, que no sabía en muchos casos ni leer su propio nombre.

El barrio estaba dividido por calles longitudinales y se rompía esa figura geométrica con algunas que prolongadas, estaban rodeando una plaza más o menos grande, otras verticales a las descritas, hacían del barrio una urbe organizada y con un diseño adelantado para la época. Todas ellas acompañadas en las esquinas por unos árboles que se harán centenarios. Calles de fango y charcos, hasta el momento de su asfaltado, alumbradas con una farola en cada esquina y otra a la mitad de altura, bordillos sobresalientes en aceras ejemplares y con su sistema sanitario de cloacas y de evacuación de aguas residuales. Bien planificadas a pesar de ser casas chiquitas, pero que todas ellas disponían de sus salas dotadas con electrificación e higienización. Lo que se llama un suburbio dentro de la periferia de la otra ciudad.

Al comienzo de la catorce, la casa que daba al desnivel de la ladera_ la parte más baja_, con el portal uno, estaba ocupada por: Pepita y Bartolo, matrimonio llegado de Cáceres. Ambulante durante algunos años por la gran ciudad, hasta que el Servicio Social y el sorteo les dieron opción a ocupar aquella mansión para ellos, que pulularon tanto por los diferentes arrabales de la gran urbe. Servicial hombre, el tal Bartolo, pudo entrar a trabajar de estibador en el puerto y que a duras penas, una vez casado con Pepa, sacaban a sus hijos adelante a base de muchas horas de trabajo y del tráfico de estraperlo que él practicaba, dada su posición en el puerto y sobre las mercancías que llegaban a sus manos. Vivieron de una forma sencilla sin grandes jaleos vecinales, solo se relacionaban íntimamente con los vecinos de la puerta doce, que llegaron a ser inseparables de la señora Consu.

Eran personas que se confundían con el silencio, y procuraban no acentuar sus conversaciones para evitar dentro de lo posible ser comentario de todos los demás y óbice de critiqueo.

La familia de Consu y sus dos hijos, fue una pilastra de apoyo en los momentos duros de enfermedad y parto de sus chiquillos, incluso cuando Consu, ayudo a Bartolo a huir a Francia, después de la guerra, cuando buscaban a todos los que habían militado dentro de las filas populares. El marido de la señora Consu, era un militar republicano, que estuvo en el gobierno móvil, cuando ya iban retrocediendo y perdiendo suelo patrio. Ayudó a muchos de los llamados “rojos” del barrio hasta que lo capturaron para fusilarlo. Pepa estuvo muchos años sola, esperando a su marido, refugiado y después en campos de concentración, hasta que se levantó la veda purgando y retornaron los que pudieron y no fueron ajusticiados. Sufriendo después de lo lindo, por haber pertenecido al bando perdedor. Fue entonces, cuando retomó sus peonadas en el puerto, haciendo trabajos de bastidor con horarios interminables, ayudado por ella, en lo que podía, planchando ropa, con faenas domésticas, y en todo aquello que surgiese.

En la puerta dos, vivían una familia procedente del bajo Aragón, un matrimonio, feliz con dos hijas que la falta de absolutamente todo y con necesidad de lo mas indispensable, les hacía buscar donde fuere comida. Esta pareja iba en boca de todos en el barrio, siendo un poco singular, a ella Amparo Patrocinio, se le otorgaba cierta infidelidad con el primo de un amigo del pobre José. José Gabriel, que así se llamaba el marido de esta, que a su vez tenía que tragar quinina porque, en la guerra, se había liado con faldas. En las trincheras y en otros lugares de la retaguardia, había mantenido relaciones con una fascista a la que le hizo dos hijos y ahora debía mantener en la forma que pudiese.

A veces la vivencia pone situaciones muy raras que los humanos han de llevar como cruces al hombro. Sin embargo, a pesar de todos los dimes y diretes, eran buenas gentes, que trataban de lo mejor a sus criaturas, y entre ellos, no se les veía formas de una convivencia insana. Ella la esposa, Amparo Patrocinio se tuvo que implicar mucho para poder salvar a su marido que estaba preso en un campo de concentración cerca de la frontera, a sabiendas que ella sabía que le había puesto los cuernos con las milicianas. De ahí que Amparo Patrocinio, mantuviera relaciones de todo tipo con los más degenerados comisarios, llegando incluso a la vejación por sacar a su José Gabriel de las mazmorras y de las antesalas de los fusilados. Con mentiras que después salieron a la luz, no siendo demasiado de fiar para algunos que suelen criticar asuntos ajenos, sin mirar dentro de su propio nido.

Al tiempo, todo se serenó y convivieron con el resto de la calle, de forma natural y se adaptaron a los aires de aquel tempo. Tanto que la hija mayor de ellos, Margara, contrajo matrimonio con Niko, hijo de Milagros la vecina del número diez y a su vez tuvieron sendas hijas.

La vida no mantiene caprichos ni endereza a los jorobados, la miseria, el hambre y la poca imaginación hizo que Niko se liara después sin necesidad con Fredesvindo, el vecino del ocho y cayó preso. La hija menor, Angelines se quedó soltera, trabajando como una máquina para su familia.

Un poco más arriba, en el tercer departamento, Isabel, y Faustino, procedentes de Almería, peón caminero, bebedor y jugador, malcarado con los suyos y hombre poco recatado para entenderse con la raza humana, delgado enjuto y mal carado, viviendo siempre de espaldas al mundo y gritando cuando estaba en trance, su mujer la madre de sus dos hijas Choli y Soledad, sufridora de cuantos cambalaches la vida le dio al salir de su tierra natal, harta de esparto y de legañas, acabó en un tren con destino a buscare la vida donde fuera.

Familia típica del sur sometida a los señoritos del norte, los grandes hacendados. En su tiempo habían servido todos para una casa pudiente e importante de abolengo en la ciudad. Unos empresarios farmacéuticos que a su vez tenían empleados a toda la familia y que usaban el derecho de pernada con las hijas. Sobre todo con Choli, que era la más hermosa y llamativa y fue la que pasó por la cama de todos los caciques, ganándose la confianza de ellos, los que le beneficiaron en más de una ocasión y la colocaron incluso hasta casarla con un don nadie, que ellos conocían.

Soledad se casó con Romeo muy pronto y tuvieron dos niñas, Marina y Dorita, que a la postre son las que siguieron el negocio de los muebles. Soledad, accedió a casarse con Romeo a pesar de estar enamorada de Moncho, hijo de Milagros vecina del número diez. Con Ramón, más conocido por Moncho tuvo algún encuentro y con él, vivió una escapada corta pero intensa que la llevó al final de la tragedia a abortar en la clandestinidad.

A manos de una de esas curanderas del barrio. Todo quedó tapado con el arreglo del matrimonio con Romeo, un hombre bueno y enamorado de Soledad desde hacia tiempo, despreocupado que un poco tartamudo, además tenía alguna que otra deficiencia invisible. Moncho, el mediano de los hijos de Prudencio y Milagros, quedó sumido en una gran depresión que le llevó directamente a su ruina.

La puerta que daba al otro lado, la cuatro, ocupada por un tranviario empleado en la compañía de transportes, pertenecía a los Grajeo, llegado de Linares porque hermanos suyos ya habían emigrado y allá donde residía, no podía mantenerse. No es que fuese un ganador, que no lo fue, pero debía hacer algo y en busca de comer, en la gran urbe apareció poco antes de la Exposición del año 29.

Hombre serio y poco sociable, más que eso era tímido y retraído, sin seguridad en sus actos, de carácter escueto y sufriendo más de lo que aparentaba. Contrajo matrimonio antes que estallara la guerra. Conoció a su esposa en una parada de tranvías y en tres meses se casaron. No tenía demasiadas ansias ni ínfulas de llegar más lejos de lo que estaba, con poco le sobraba excepto para preñar a su mujer, que le hizo un hijo cada año, y porqué estalló la guerra y parece que frenó sus ganas de joder.

Cinco hijos había tenido el matrimonio, y su mujer, venida del norte, algo más preparada para la vida que el marido y con más empuje para llegar al punto donde pretendía y poder colocar a sus hijos. Llevaba la guía familiar, los esfuerzos y el mérito de sacar aquella familia adelante, buscando la comida en el tiempo de la contienda por esos pueblos limítrofes de la región, para que sus hijos pudiesen comer. Padres de un muchachote, fuerte, que se había quedado tocado por una poliomielitis y cuatro hembras, de las cuales cada una era de diferente carácter y gusto. Esa familia, era de las orgullosas y de las que pensaban que ellos eran de otra raza. No le valían demasiado las amistades con aquellas pobres gentes de la calle. Con unas pretensiones fuera de toda comprensión, absurdo, pero con tanta hambre y necesidad como el resto de sus convecinos.

Al final la vida les dio su pago. El marido, se había librado de combatir en la guerra, ni siquiera lo alistaron por lo anciano que era y no valió ni para la retaguardia. Sin embargo, paría su mujer un hijo cada año, la tranca no la tenía seca.

Viajar por esas poblaciones campesinas, en busca de alimentos, frutos secos y grano para dar de comer a toda aquella plebe y el sobrante trapichearlos por necesidades vitales, ya dentro del mercado del negro. Cinco hijos, de los cuales el primogénito, había sufrido una polio y por la falta de curas, de medicinas, de toda la escasez del tiempo, quedó algo tocado y se mantuvo retrasado mientras vivió. Aunque fue bueno para defender su puesto de trabajo, en una empresa como peón de carga que supo mantenerlo hasta su jubilación. Las cuatro hijas, sufrieron las calamidades de la época. Teniendo que acatar todos los altibajos que produce una sociedad cambiante.

El cinco era el número donde vivían Romeo y Soledad, hija ésta de Isabel y de Faustino, ya recuperada del acoso que le produjeron sus familiares tras la fuga con su vecino y amante el joven Moncho. Ocupada tras su precipitada boda, habiendo arreglado la casa, que había permanecido cerrada mucho tiempo. Además de la vivienda, tenían un local que lo estaban preparando como negocio, para la venta de los muebles que en un principio pudieran hacer, derivados del oficio de Romeo y que con la venta de esos enseres sencillos se ayudarían a su manutención.

A Soledad le costó aceptar a Romeo como marido, ella siguió estando prendada de Moncho, durante muchos años, y de una manera colateral, sufrió por todos los avatares que le sucedieron a su amor de toda la vida. Ellos se habían conocido de niños en la misma calle, y se hacían carantoñas desde siempre, a pesar de todas las prohibiciones, siempre hay un lugar y un momento para dejar volar la imaginación y más si es de tendencias sensuales. Un buen día, desaparecieron y nadie les encontraba, tres días duró aquella fuga, porque de ninguna forma podía alargarse ya que ellos, no tenían ni donde quedarse, ni de donde alimentarse, dadas las edades tempranas de ambos y por todo lo que se cocía en el país en aquel tiempo. Moncho, era un vecino que ni tenía oficio ni beneficio y quien sabe que fuerza oculta les llevó a cometer semejante imprudencia. Nadie daría por aquel amor ni cinco céntimos, más bien la gente creyó y lo atribuyó a un calentamiento por parte de ellos, que igual podían haber solucionado yaciendo juntos el rato que quisieran sin tener que escapar y poner a sus familias en su busca y hacer que la represora policía de aquella ciudad, del régimen, tuviera que merodear por aquella calle tan llena de asuntos encubiertos y ocultos.

La guerra había acabado pero ya se sufría por la segunda contienda mundial, y las consecuencias de haberse puesto los vencedores de la cruzada a favor de las tropas alemanas e italianas, hacían que el país, no estuviera reconocido por ningún otro eje político y en esta tierra, escaseaba absolutamente todo. Tuvo que llegar el plan Marshall americano y el trigo argentino, para paliar en gran medida la hambruna que existía y que parece ya no se recuerda.

Aparecieron a los pocos días, Soledad y Moncho, hartos de meterse mano y mal follar, con la pretensión que nadie les denostara, sucios y hambrientos, escondiéndose quién sabe dónde y habiendo intentado algo imposible. Las familias no hicieron más que reprimirlos, sin gusto ni agrado, tapando las consecuencias, que derivaron a la postre y que aceptaron aparentemente sin remedio. Separando a los jóvenes, por menores de edad, para evitar complicaciones y prepararon a Soledad, para que su aborto no fuera traumático, y antes de que comenzase a dar señales visibles, todo estuviera finiquitado.

Ella, Soledad, con el tiempo, una vez contrajo matrimonio con su marido, jamás anduvo en boca de nadie se concentró en sacar adelante a sus dos hijas. Vivieron dentro del fingimiento que ofrece el respeto y el recuerdo de amores pretéritos, sin borrar jamás el devenir de sus días.

A pesar de la buena conducta y de su noble comportamiento, aquel amor de Soledad por Moncho en absoluto se extinguió y vivió con ella para siempre.

Al enterarse de la muerte que tuvo Moncho, tan precipitada, y a pesar de no pertenecer a aquella familia, entró en una especie de depresión que la llevaron a un internado psiquiátrico.

La sexta morada, habitada por Gertrudis, una viuda tan buena mujer como analfabeta, que la vida le había regalado muchas penas y sin sabores por haber tenido en su juventud unas relaciones poco recomendables. Tuvo la poca fortuna de parir hasta dos hijos enfermos, con los que la cruz que soportó fue de mayúscula transcendencia y más en el tiempo del hambre y de la guerra. El primogénito Daniel, paralítico, sentado más que eso postrado en una silla, por una afección de paraplejía, malformación genética. La hija Rita, tampoco estaba bien de salud, unas afecciones cerebrales hacían de ella, una pobre mujer.

Gertrudis con sus dos hijos campeaba con su pena, aunque el apaño de Rita con Jonasete, arregló algo las necesidades fisiológicas de ella, era una joven desequilibrada, que estaba con el sexo a todas horas. A pesar de todo Rita pudo conseguir su sueño, que era tener un hombre que la calentara y esa solución permisiva se llamaba: matrimonio.

En base a esa necesidad de la señorita por un macho, se precipitó una boda. Se apañó de forma sencilla y entre conocidos muy allegados la prepararon rápidamente.

Familia de ellos, lejana y necesitada. Todo quedaba pactado, con beneficios para ambas partes: Rita con sus coitos, calmada y Jonás, un joven atolondrado, más conocido por Jonasete, caliente como el rabo un cazo, tendría techo y casa, plato en la mesa y culito de propiedad. Colocando al mismo tiempo al sobrino Jonasete sin destino, sin hacienda y sin futuro, en una responsabilidad.

Haciendo uso de las artimañas de la época prepararon aquella yunta, y pudieron apedazar la boda de la irrefrenable Rita con el irreflexivo Jonás, que se había venido de la provincia de Salamanca, dejando el campo, el cuidado de las vacas y toros de la ganadería de un señor potentado.

Los casaron y no tardaron en tener descendencia, heredando uno de los hijos, parte de las deficiencias físicas que llevaban los cromosomas de aquella buena gente.

Daniel, el heredero de Gertrudis, el parapléjico, al estar impedido en la silla de ruedas, y no tener fuente de ingresos, por mediación de las señoras de la Caridad y del Perpetuo Socorro, le consiguieron una plaza en una institución de misericordia de ciegos y de impedidos y con ello, fue también participando al sustento como pudo, aportando al núcleo familiar alguna ayuda.

La séptima residencia de la calle, estaba habitado por la familia Alcubierre, Inocencio el cabeza visible, un sindicalista oculto, inconsciente que medraba a costa de los pobrecillos que le seguían en la clandestinidad. Obrero del metal en los talleres del barrio del pueblo nuevo, muy liberal de boca, muy valiente de pensamientos, pero todo lo contrario a la hora de afrontar las realidades más crudas de la propia familia. Ella, Rosina una camarera nocturna del Teatro Español, encargada de la venta ambulante de cajetillas de tabaco en el propio vestíbulo del anfiteatro y preparadora de citas entre los clientes y las putas, toallas limpias, lavado de bajos, venta de condones, apósitos y medicamentos farmacéuticos.

Venidos de Verín, sin oficio ni merced y que con muchas dificultades pretendían sacar cabeza en un tiempo tan rocoso y tan diferente a lo que ellos pensaban y querían.

Sus hijas recién llegadas de Argentina en unos momentos muy conflictivos del país, retornando a su casa paterna, con el rabo entre las patas _nunca mejor dicho_, sin haber hecho fortuna en Buenos Aires, aún y siendo por aquel entonces, el país más prometedor para hacer riqueza y negocios de habla hispana del momento, donde todo era quehacer, y había mucho trabajo, falta de mano de obra y de ingenio. Ellas volvieron ya pasadas de la edad de prometer, seguían los caminos de la opereta, enseñando piernas y haciendo trabajitos bajos a todo aquel que lo solicitara en el barrio más chino de la ciudad.

Hubo lenguas que decían que las señoras Alcubierre, fueron repatriadas de Argentina por delincuencia y trapicheo en asuntos políticos.

En la casita del fondo de la calle, la ocho, ocupada por Maribel, mujer reducida, rubia teñida, casada con Fredesvindo, un motorista aficionado que trabajaba en una empresa de niquelados y barnizador de accesorios metálicos para la alta decoración. Los más modernos de la calle, con dos hijas de corta edad, castañas naturales, pero teñidas al rubicundo color de sus padres, como no queriendo mantener el semblante que la naturaleza les había entregado al nacer.

Viviendo fuera de sus posibilidades, debiendo acompasar sus estrecheces con ideas fuera de toda lógica, pensadas muy poco, que llevaron a Fredesvindo a la cárcel, por intento de robo, implicando a uno de los vecinos de la calle, Niko, hijo de Milagros y Prudencio y casado con Margara, hija mayor de José Gabriel y Amparo Patrocinio del número dos.

Fredesvindo Milpas, se creía profundamente engañado por sus patrones, creyendo que es infrautilizado y poco reconocido. Presumido de nacimiento a pesar de venir de ningún sitio. Creyó oportuno robar a los que les daban de comer y eso le trajo la reclusión en un penal de la región. Dejando a la familia al descubierto y sin lugar a donde poder ir a pedir para sacarlo del encierro, al que le sometieron los jueces, tras encontrarlo culpable.

Ella Maribel, encantadora. Dada a la vanidad femenina, sacando provecho de cuantos se acercan a su vera, entendida del arte del calado profundo y de la gama más precisa de la sexualidad a la carta. Trabajaba ya de soltera en una empresa de alumbrado holandesa con sede en la zona franca, llegando a ser empleada fija en plantilla, en el turno de noche, colaborando en la cadena de la sección de bombillas incandescentes.

Como favor y dado que su esposo cumplía condena, se empleó como manceba a horas libres en la farmacia del señor Raúl, farmacéutico del barrio. Además de las horas que hacía en la carnicería de la señora “Ino”, Inocencia, que también la ocupó según que tardes y las mañanas de los festivos.

El noveno departamento de la calle, también era casa baja, como las demás, ocupada por Carmenxu y Andreu, llegados de fuera de la Comunidad, desde las colonias francesas, hijas de aborígenes, con el color moreno pajizo, debido a las mezclas que hubo entre personas de las diferentes razas. Andreu dedicado al reparto de bebidas refrescantes, conduciendo una camioneta hispano suiza, que paseaba por el distrito central de la ciudad, y por las afueras en poblaciones dormitorio, como pudieran ser Hospitalet y San Adrian del Besos, y ella, Carmen con un oficio de costurera, creyendo ser una de las mejores tijeras de la alta moda parisina, llevando y vendiendo prendas falsas con el mismo corte y etiqueta que los grandes modistos franceses, además del tabaco de estraperlo y las hierbas prohibidas, los narcóticos al uso.

Tres hijas aportaba Carmenxu, cada una de padre distinto. Carmenxu, así conocida en la calle, había tenido hijos con todos los hombres que pasaron por su vida. Andreu, tenía dos hijas mayores de edad que ya se habían emancipado, desde cuando hacía su vida fuera de las fronteras. Estas jamás vivieron con el padre, habían sido criadas por su madre desde siempre, debido al desorden existencial que tenía Andreu.

Con ellos vivía un sobrino maduro, esa era la excusa y el parentesco que exponía la pareja. Con vínculos eclesiásticos, asistido desde el interior de la curia, con toda la anuencia procedente del clero. Superviviente de aquella persecución a los curas que hubo desde el año treinta y cuatro hasta final de la guerra. Siempre disimulado, oculto y poco abierto. Imposible descubrir sus gustos, sus ocupaciones y su secretismo. El que se había encargado de colocar a las hijas de Carmenxu en un colegio interno a todo estar, sin coste ni recargo y el que sacaba las castañas del fuego, cuando ere menester.

En la diez Milagros, casada con Prudencio, murciana de nacimiento y graciosa por el mismo misterio, bajita, ardiente y sincera, con más tiros dados en su vida, que la pistola de Zamarripa, gente comprensiva y altamente cariñosa, con muchos hijos y todos reconocidos y amados, en aquella casa era imposible que alguien se sintiera infeliz, ni desganado por atenciones mundanas, gente que se quiere y que respeta a sus semejantes, sin miedo del miedo, con más gracia en sus costumbres que el mejor de los magos. Donde se aplica la máxima, si no hay, Dios proveerá, y si no provee, vamos a buscarlo, aunque tengamos que obligar a puertas y ventanas o incluso a las gentes que no lo quieran dar de buenas a primeras.

Aparte del matrimonio la formaban todos sus hijos, Irene, Milagros, Moncho, Pablo, Niko y Jaime. Además de un hermano de la señora Milagros, que se le consideraba un gran actor de teatro, una estupenda persona con tendencias homosexuales, que no disimulaba aún y estando en aquella época tan discordante.

Actuaba como artista en una de las revistas del conocido Molino, artífice de varieté, de humor, corista de escena, que en ocasiones representaba muy bien en la calle sus propios chistes y gags más emblemáticos, para el disfrute de todos cuantos esperaban alguna manifestación fuera de tono, y con un grado de simbolismo teatral.

En aquella calle, la catorce: todo el mundo sacaba sus sillas a la puerta, para tomar la fresca y enterarse de cuanto sucediera, a modo de la información gratuita de la gaceta ilustrada.

Irene y Milagros, dos hijas, las únicas hembras de toda la troupe, además de la madre, la propia “Mamá”, decía refiriéndose a sus hijas: de casta le viene al galgo, un refrán popular, muy extendido cuando conviene, en las clases obreras.

Eran las hijas, mujeres extravagantes, adelantadas a su época, con una gracia y una sensualidad completamente apetecible y hermosa, sin llegar a dañar a nadie por falta de recato, de mal función o de vulgaridad.

Era una forma de ser natural y sin dobleces. Sencillez y muy poca falsedad, detalles que no son usados por los humanos habitualmente. Sin llegar a ser obsceno, mostraban lo poco que se podía, con maestría y con gracia. Eran personas del alterne y no necesitaban de escenarios ni puesta a punto, para enseñar con garbo los muslos o parte de las tetas, escenas que las ensayaban a la par que su tío, el gran Mercurio del Paralelo, que parecía ensayar cuando charlaba, o actuaba a la fresca de la calle.

Sin olvidar, los trances de Niko, con Fredesvindo, en el asalto a la industria de candelabros, o del desequilibrio amoroso de Moncho, con Soledad, el amor de su juventud, que ahora estaba casada con Romeo y seguían siendo vecinos.

Portal decimo primero: los desconocidos, la casa habitada por Celeste y Nicomedes, dos hispano cubanos que mercaban con cuadros, objetos de valor y las altas finanzas de los demás, a cambio de lo que fuera menester para sobrevivir entre tanta pena y pesadumbre. Celeste una mujer un tanto rara, mas tirando a hombruna, que a fémina, usaba siempre pantalones y sombrero de lana, sin pechos, fibrosa y alta como un día sin pan, blanca de piel, a pesar de donde procedían.

Se afeitaba el bigote y tenia pelusa en los sobacos y en el tórax, sin pendientes ni aretes, marcada de viruela, con una voz fina y chillona, no era nada femenina, parecía ser una lesbiana recatada y lo reflejaba sin alardes.

Nicomedes secreto, armado y ceñudo, sicario de un señor del Sindicato del Metal, ajusta cuentas de las altas esferas, visitado a menudo por la patrulla de la policía judicial, sin demasiadas alegrías dispensadas a los vecinos.

Cuando Celeste abrió su consulta de visionaria, donde echaba las cartas, leía el pensamiento y adivinaba algunas cosas, los clientes de la zona afloraron a visitarla, queriendo saber de los milagros. Consultas de futuro o de si iban a tener suerte en el trabajo, en el amor, en el juego.

Muchos de los habitantes de la propia calle, acudían a saber si blanco o negro. La gente que visitaba a Celeste, salía y compraba un numero de la suerte al hijo de Gertrudis, al pobre Daniel, hasta que tanto fue el cántaro a la fuente, que en una ocasión aquel número de la rifa tocó una noche, enterándose mucha gente, lo cual hizo que la tal Celeste aumentara sus consultas y que el amigo Daniel duplicara la venta de esos números del sorteo.

En la puerta doce de la empinada calle, la que daba a la avenida transversal, la avenida más ancha que lleva a la plaza de la iglesia, hacia la derecha y en sentido contrario trasladaba directamente a:”Los Quince”, vivía desde la inauguración de la barriada, Consu, mujer viuda de años, anciana enferma, casi postrada en la cama, madre de dos hijos. A pesar de ser su marido, ya difunto militar, no le quedó paga del gobierno alguna, por ser del bando de los perdedores, ni oficio para sus hijos, que sumado al poco porvenir del hijo mayor y su tendencia enfermiza iban saliendo del paso como mal podían.

Darío, su hijo, estaba enfermo de esquizofrenia, y tenía de vez en cuando, pues los síntomas de esa dolencia, asustando a propios y extraños. Trabajaba en una empresa de sistemas de envoltorio, como peón especializado en la máquina de rollos de papel higiénico, desde hacía muchos años logrando una seguridad de empleo. Su hermana Asunción, una jovencita, rancia por no conocer más vida que la que el destino le regaló, era la que llevaba el peso de la limpieza y el orden de su casa. Tenían una habitación realquilada a una familia proletaria que estaba trabajando en la zona. A la par que habían traído a un hijo que tenía que pasar por unos especialistas neurólogos en el Valle de Hebrón, para que le diagnosticaran y medicaran, cierta enfermedad rara que poseía y que por motivos de distancia estaban aposentados en aquella casa.

La convivencia en aquella calle empinada, con ropa tendida en los portales, dejando casi intransitable el paso, si no te apartabas las toallas o las sabanas al pasar, discurría con la naturalidad de lo desconocido puesto que a diario se podían dar nuevos capítulos de relatos referentes al vecindario variopinto.

A la par que se vivía prácticamente en la calle, todos conocían a todos y sabían de las historias de sus vecinos, compartiéndolas como si se tratase de una sola familia comunitaria, regida de puertas hacia adentro por el cabeza de la casa; pero que cuando salías del dintel a la salida de esa calle catorce, eran de dominio vecinal.

Eran los años cincuenta, tocando a los sesenta y entonces la democracia que existía era la que cada cual imaginaba, o sea ninguna reconocida y si se creía en principios humanos, en caridad verdadera, justicia social, debías esconderla, dado que si la exteriorizabas, poco tardaban en venir a recogerte los del furgón judicial, y hacían con cualquiera fritada de bacalao. Había vecinos que no agradaba ni compartían aquella familiaridad mal llamada, ni amparaba la mayor parte de sus secretos. Sin embargo todos eran gente humilde, sin recursos, sin estudios, sin posibilidades y poco podían hacer que dejarse llevar por la corriente establecida y cerrar los ojos cuando no gustaban los sucesos.

Los había también que parecían habían nacido por otro lugar diferente, que el habitual, y aún y siendo gente sin posibles, parecían fueren los salvadores del ruido mundanal, por no adaptarse a lo que les había tocado vivir, sin embargo, cuando el hambre les apretaba, o la necesidad no les alcanzaba, bien tenían que rebajarse a los que no se planteaban de qué color es el cielo por la noche y si el sol calentaba mas a unos que a los demás.

Cada uno, estaba en el lugar donde le correspondía y a pesar de no gustar ciertas cosas, o detalles todos habían de sobrellevar aquella vida que les había tocado vivir.

Pasaron cincuenta y tres años, y aquella calle sigue en su sitio, en el mismo lugar, con el mismo color, con el mismo sol, no ha sufrido cambios aparentes, ya no se tiende la ropa blanca recién lavada para su secado en la puerta de las casas. Aguantada por alambres que iban de ventana a ventana, ayudados los alambres en el centro por un palo largo hecho de troncos y ramas de algún árbol que hacía de punto de apoyo central, para que la colada no tocara aquel suelo de alquitrán en pendiente hacia abajo. Ya nadie se tropieza al pasar y apartar la ropa tendida con aquellas bragas inmensas tendidas al sol de la señora Gertrudis o Milagros, o los sostenes grandiosos de doña Consu, que más que sujetadores parecían sacos de arroz, ya nadie sale a la calle con sus silla a escuchar la radio: aquel programa de la novela de la tarde “Ama Rosa”, nadie llora en los portales por aquellos episodios de la radio nacional. Tampoco sale a limpiar el pajarillo Jonasete, ni se escucha a Daniel gritarle a su hermana Rita, que le lleve un vaso de agua. Ya no hay actuaciones del gran Mercurio del Paralelo, ni se ven las motos aparcadas de Fredesvindo en la puerta de su casa, ya nadie habla de aquellas personas, porque muchas de ellas, ya ni siquiera existen y ni son nombradas por sus descendientes. Ya es otro mundo.

Ahora hay coches aparcados en sentido de bajada en la franja izquierda, donde los números de las casas son pares, únicamente en un sentido, cada casa tiene frente a su portal lugar para su coche, aunque nadie pague el permiso de vado, ya no se montan aquellas reuniones vespertinas, porque todas las familias tienen más de un televisor en la casa, todas ellas están dotadas de internet y los componentes más jóvenes de cada familia se dedican al skipe, al Messenger o al chateo con gentes afines. Ya nadie pide sal ni café al vecino, porque muchos de ellos ni se tratan y van al gran supermercado de Mercadona, una vez a la semana y compran para tener reserva. Ya no pasa el sereno por las noches a altas horas de la madrugada, dando la hora.

Porque cada cual tiene un móvil, que además de servir para hacer llamadas, es inteligente y también despierta en todos los idiomas. Ya no juegan las crías a la charranga, ni los chavales al “gua” con sus bolas, ni siquiera los abuelos salen a la puerta a tomar el fresco en sus sillas de anea, tampoco bajan las abuelas al árbol de la esquina a esperar que pase el lechero, ni a la carbonería a comprar el carboncillo para los braseros, ni la chiquillería a la cacharrería a comprar las golosinas y juguetillos.

Aquellos vecinos más antiguos ya no tienen vida, ya murieron en paz con ellos mismos, han pasado las casitas de padres a hijos, los que han sido privilegiados, otras han sido diferidas a otras pertenencias, a disparejos habitantes. En la actualidad las nenas que jugaban en aquella calle, a: médicos con los chavalines, ya son abuelas, al igual que sus doctores de infancia, aquellos párvulos que hacían de doctores, están totalmente jubilados, todos han corrido diferente suerte. Todos viejitos e irreconocibles, ya no recuerdan muchos de los detalles, conversaciones, actos y enredos que guardan aquellas piedras de las fachadas de las casas baratas de la calle catorce, para siempre.

El mundo es otra cosa en aquella barriada, al pie de los pinos del turó, cerca de la placita de la iglesia, lindando al colegio parvulario Ramiro de Maeztu. Ha llovido mucho y los actuantes se han movido en algunos casos demasiado, han sufrido enfermedades, calamidades, alegrías, antojos, buena suerte, pero ya nada es lo mismo. Aquel tiempo jamás volverá y si lo hiciese sería con protagonistas distintos a los que Elías, aquel misionero, ahora en evangelización y ayuda del terremoto de Chile conoció y trató.

La casa del portal uno. Pepita y Bartolo, aquel matrimonio llegado de Extremadura en su día, ya son difuntos, ambos se fueron en un tiempo relativo y corto, antes sufrieron la pérdida de un hijo Cosme, por accidente de moto, que les aceleró aquella enfermedad degenerativa a ella, y a él le disparó un cáncer galopante por el sufrimiento y la gran pena, sumada a lo que ya en su día purgó por ser de un bando equivocado en la guerra.

Cosme su hijo, que era su lucero, antes de morir se había casado y dejó un churumbel a cargo de su madre, que tuvo que seguir en la barriada y buscarse otro trabajo además del que ya tenía como operadora de teléfonos en la centralita del barrio, para poder criar al hijo. Cuando se hizo mayor dejó el distrito, a su familia y se enroló en la marina mercante, y ahora surca las aguas en el gran sol, como contramaestre para una empresa pesquera.

En la puerta dos, José Gabriel y Amparo Patrocinio, fallecieron. Sus hijas Margara y Angelines, se hacen compañía ya de abuelas. Margara se casó con Niko, este ya fallecido tras una enfermedad, llevándose a su cielo toda la pena que tuvo que soportar en vida por el incidente demoledor que tuvo que vivir, cuando le vinieron a buscar para llevarle preso y cumplir condena, por aquel affaire realizado con Fredesvindo.

Aunque pudo disfrutar unos años de la compañía de su mujer e hijas, haciendo lo que a él le encantaba, dibujar y silbar.

Ángeles, quedó soltera en la casa de sus padres, no yendo demasiado lejos Margara y Niko, tuvieron dos hijas preciosas, Rosa del Mar y Piluca, ambas se hicieron mujeres, con diferente suerte, la estupenda Rosa del Mar, muy joven murió de un cáncer que se la llevó en tan breve plazo, que aún lloran los que la conocieron. La menor, Pilucha, se casó y se quedó a vivir en el barrio.

En el tercer departamento, Isabel, y Faustino, también faltan, sus hijas, se dispersaron por la geografía, Choli, se casó con un muchacho que conoció en la casa de sus señores, los señoritos le presentaron a un camarero del restaurante de las Siete Puertas y se juntaron durante un tiempo, hasta que se fueron a vivir tras la boda, a una población costera del mediterráneo. Allí montaron un bar de comidas, que en la actualidad gobiernan sus nietos. Su hermana Soledad, la que vivía en el cinco y estaba casada con Romeo, antes de emigrar al pueblo de éste ya siendo muy mayores, pasaron todos los negocios a las dos hijas, fruto de su matrimonio, Marina y Dorita, la mayor mantuvo el negocio hasta hace unos años, la menor Dorita, se enclaustró en un convento y desapareció de la vida activa. Marina se vio obligada a dejar con el tiempo el negocio en manos de sus descendientes, por edad y después por tener que ocuparse de su familia.

En la casa que fue de sus abuelos, ahora viven los biznietos, que siguen manteniéndola por haber quedado en una zona donde el metropolitano y los transportes más cómodos, están a tiro de piedra.

El número cuatro, la casita del tranviario y la calagurritana, murieron mucho antes que finalizara el siglo XX, primero dijo adiós el abuelo, tras una descomposición estomacal y cagándose en todas las vírgenes, como era su costumbre y su lengua viperina y graciosa. La abuela, nacida en el primer año del siglo veinte, duró hasta cumplir pasados los ochenta, habiendo influido tanto en sus vidas, que igual las destrozó sin querer. Solo celebró un matrimonio en sus hijas, el resto quedó en soltería perenne, así les fue también a todos ellos.

Las hijas se cargaron de manías y de historias que llevaron al seno de la familia a ser casi desconocidos.

Ella, la gran madre, no tuvo visión y crió a sus hijos tan egoístas que nunca supieron disfrutar de lo que la vida les regalaba. Venía de una familia que por lo menos, y a pesar de estar en el comienzo del siglo XX, tuvieron instrucción, ya que su propio padre, había sido un hombre instruido y notable, el practicante y el barbero de varios de los pueblos de la franja riojano-aragonesa, muy cerca de Calatayud y el rio Jiloca. El que en un affaire en el año 1918, el año de las fiebres, no supo o no quiso salvar a su propia esposa Doña Glenda Puig, hija de unos intelectuales con linaje de Valencia, y que de esa enfermedad, en el año llamado de las malas fiebres, murió en condiciones poco claras y ya comenzando el propio declive de la saga de ellos.

Ahora, las nietas de Doña Glenda Puig y de Don Santiago Raiz, ancianas, viven desperdigadas, a pesar de ser hermanas, cada una de la forma que puede. El hermano de estas, el tocado por aquella poliomielitis en los años treinta y tantos, murió también en una población cercana al cinturón de la ciudad, sin poderse despedir de sobrinos, ni de hermanos ni del propio “Dios Bendito”, gracias al desequilibrio de estas hermanas solteras, enfermas de maldad y podridas por la negación, los celos y la envidia.

El quinto departamento, el de Romeo y de Soledad. Pareja infeliz donde las hubiera por haberlos obligado a casarse, sin amor. Creyendo los padres de esta, que si tapaban la marcha de su hija de la casa y la pérdida de la virginidad, dejaban el asunto zanjado para siempre y ellos, podían vivir sin más preocupaciones que las que les dieran los nietos.

El marido, se ganó el cielo ya que cumplió con lo inimaginable, que era criar a sus dos hijas y atender a una mujer medio desquiciada que jamás lo había deseado, que nunca lo amó y que solo tuvieron contacto estricto para ser padres.

Ya no viven allí estas personas, se mudaron al caer en una depresión Soledad, un estado del que jamás saliera. Derivada de la muerte súbita de Moncho, que aunque ella creyera, que se había esfumado su amor por él, no era cierto, y a pesar de tener hijos con su marido oficial, Soledad, seguía amando al loco de Moncho, al que le había hecho ser mujer por primera vez. Cuando nadie daba ni se preocupaba por sus días, por su felicidad, por su destino. Aquel que se la llevó una tarde de motu proprio y la hizo entrar en el país de las maravillas, el que la sedujo con amor y del que siempre fue suya, a pesar de todas las trabas que la sociedad quiso imponerles.

Él, murió en un accidente, después de atravesar muchas depresiones a falta de su amor de juventud. Son también historia, sus nietos nunca supieron la verdadera fábula, las hijas, se avergonzaron de la que fue su madre y taparon con ayuda de su padre, todas las fuentes de información.

La sexta casa, habitada por Gertrudis y su hijo enfermo, además de Rita y su familia. La abuela Gertrudis, dejó este mundo, tras sufrir los caprichos del destino, quien le organizó el laberinto donde existían. En principio dejándola viuda muy joven para cargar con dos hijos que necesitaban más que de un padre, de ayuda médica. David había nacido con deficiencias igual que Rita, y ambos las sufrieron durante la vida. David, el mayor, aquel mocetón que vendía lotería desde su silla ortopédica para ganar algunas monedas, y Jonás el cuñado, se despidieron del mundo no tardando demasiado, quedando Rita, más sosegada en cuanto al erotismo y a los meneos sensuales, por vieja y por apopléjica. La casita ya no tiene ropa tendida en la puerta, ni está la silla de ruedas del inválido, ni se escuchan los pájaros canarios de Jonás. Alguno de los hijos de este, sigue viviendo, sin más encanto y con menos ruido del que hacían sus ascendientes, en el barrio de su infancia.

la familia Alcubierre, que ocupaba la séptima casa de la calle, fue abandonada por traslado a otra vivienda más cercana a los intereses de Rosina, que divorciada de su marido, por desavenencias tras haber engatusado a un capo de la ciudad. El que la coronó en la gestión de la profesión más antigua del mundo, pasando a ser Madame de las putas del barrio de las Corts. Cambió a su Inocencio por su nuevo amor.

Cristóforo su nuevo amante, que además de toda la empresa que regentaba, también la acarreó por provincias en una obra de destape llamada: “la mujer leona se desviste frente a un león”.

Inocencio continuó con sus quehaceres sindicalistas, hasta que lo encontraron cadáver un buen día en el paseo de Maragall, tras una refriega que tuvo con los agentes grises del orden público. Sus hijas Yolanda y Martirio, contrajeron matrimonio civil y desaparecieron sin dejar rastro.

Algunos años después, se supo que Inocencio, había sido además de un sindicalista, un chivato de la policía gubernamental, que se había ido de la boca en un asunto que debía haber estado callado sin salir a la luz y que igual el propio amante de Rosina, fue el que mando cortarle las uñas.

Maribel y Fredesvindo los inquilinos del ocho. Fueron comiendo en ausencia del hombre, como pudieron, además de pagar las costas de todo lo que había pendiente relativo al lío del atraco. Ella, cuando su marido estuvo en la cárcel, se dedicó a buscarse la vida como empleada en varios comercios, además de su trabajo en la fábrica de bombillas. Diluyendo todas las pretensiones que tenia y transformándose en una mujer religiosa y caritativa. Se hicieron viejos en el barrio, en la misma calle, hasta que dejaron de saber de ellos. Al quedar libre Fredesvindo, encontró trabajo en un garaje, donde nadie le conocía, y como volvió enfermo de las mazmorras, y de todo lo que se vegeta en los pasillos de las cárceles. Infectado, tuvieron que emigrar a algún lugar con aires más generosos.

El noveno apartamento estuvo ocupado por de Carmen y Andreu, hasta que dejaron la casa, por necesidades económicas y laborales, eso es lo que difundieron por el barrio, la verdad que una noche salieron con lo puesto, poco antes del alba cuando la policía, les hacia una visita, no localizándoles. Fue registrada la casa entera, hallando enseres y vestidos de mucho valor que habían sido sustraídos de almacenes reconocidos de tiendas de mucho prestigio. Fuga que quedó en nada, sin tener repercusiones oficiales, por el socorro de aquel sobrino maduro, que más que un ahijado, era un mancebo que se montaba tanto a Carmen como a Andreu y que había vivido siempre en la sombra. Muy metido en el Obispado y con relaciones carnales muy fuertes dentro de la curia romana sita en la ciudad.

Casi llegando a la esquina de arriba, en la diez, donde vivían Milagros y Prudencio, nunca ha quedado vacía; ahora está habitada por sus biznietos. Gran familia alegre donde las haya, buena gente a pesar de que algunos de los vecinos los denostaban por sus fiestas y jaleos, sus ruidos y juergas interminables. Milagros y Prudencio tuvieron muchos hijos, prácticamente todos colocados, aunque alguno de ellos no tanto y pasando calamidades, otros con problemas depresivos. Niko recién salido del presidio. Moncho, con las dificultades tenidas con su amor de toda la vida y por la relación con sustancias insanas, una tarde de junio, acabó en la carretera de la Rebasada, atropellado por un camión de reparto de hierros, al caer en una curva de su propia moto Bultaco.

Irene se casó con un carnicero y se instalaron en las islas Canarias. Milagros, fue la que se quedó con sus padres hasta la muerte de estos. Ambos vivieron el disgusto de su Moncho, pero no conocieron el cáncer que se llevó tiempo después a Niko. De aquella familia con tantos hijos hubo muchos nietos y de estos ahora habrá descendencia.

En el portal once, la casa habitada por Celeste y Nicomedes, quedó desolada, cuando Celeste cambió a Nicomedes por una frutera: Margarita, de la tienda que estaba en la calle plana, la que daba por encima de la suya. Se había prendado de ella, en una de las ocasiones que le iba a pedir consejo y le echara las cartas, que tonteando se enamoraron y se escaparon las dos mujeres a vivir su vida.

Nicomedes, ni lo sintió, ya llevaba tiempo alcoholizado y no sentía esas barbaridades que todos hablaban tras su espalda, al poco se volvió donde estuvieron siempre sus orígenes, a Cuba, en un mercante se trasladó hasta Baracoa y allí guaracheando y ebrio perdido de mojitos y de lujurias con sus negras bembonas murió una mañana escuchando los boleros de tres grandes vocalistas: Moraima Secada, y las divinas: Omara y Haydee Portuondo.

Doña Consu del portal doce, murió tísica y perdida. Una estupenda mujer que junto con su marido se apiadaban de cualquiera, aunque después, no se les hizo justicia en la calle, tras haber hecho tantas bondades, entre ellas ayudar a Bartolo a huir a Francia, después de la guerra, cuando fusilaban a todos los que habían militado dentro de las filas comunistas.

El marido militar republicano, fue un hombre cabal donde los hubiere, siendo justo y sobre todo humano. Lo fusilaron injustamente cuando decían: había llegado la paz, cuando se purgaban todas aquellas atrocidades, derivadas de los chivatazos, de los falsos cristianos que revelaban detalles a los supuestos héroes que salvaron la patria.

Fue condenado a muerte, por ayudar a muchos pobres hombres a huir, moribundos por el hambre. Por permitirles escapar de las garras de la crueldad. Porque era un convencido de la justicia y de la libertad.

Al cabo de los años, una vez muerta la madre, sus hijos, se quedaron a vivir ambos en la casa, la nena Asunción, se casó al cabo, con el dueño de la tienda donde trabajaba, una vez que este había enviudado.

El hermano mayor, quiso relacionarse con Graciela, hija del tranviario, el que vivía en el cuatro y de hecho le pidió relaciones, todo el mundo sabía que bebía los vientos por aquella joven lozana, que se mantenía célibe a pesar del paso de los años, solo cuidando sobrinos y paseándolos los domingos por el parque, con ganas de merecer. Fue despechado por ésta mujer, que con el tiempo, se le relacionó con un taxista amigo de la familia, que frecuentaba muy mucho la casa y que llegó a congraciarse con la abuela. 

De la familia realquilada, que vivía en su casa hospedados, Alejandro Pérez, el niño enfermo con problemas neurológicos no quedó totalmente restablecido y sus achaques fueron a más teniendo al final que ingresarlo en un manicomio, donde protagonizó algún escándalo debido a su enfermedad.

En un día de invierno de la década de los sesenta, se colgó de un cable con unas cinchas sin dejar pasar la cabina del aéreo. Sobre las aguas del puerto. Reclamando comida y trabajo, para él y para sus hijos, teniéndolo que bajar de aquel reducto los bomberos, y la policía judicial. Dejando así de llamar la atención en los escritos de los periódicos del tiempo. Lo descendieron a la fuerza y le dieron una paliza y unas duchas de agua fría, que le quitaron las ganas de hacer más reclamaciones de aquel tipo, en aquel tiempo, donde según las autoridades de la época, todo estaba bien atado.

_ ¡Hola Elías! _, le dijo el doctor Vázquez, como te encuentras, has estado hablando casi toda la noche.

_ ¿Dónde estoy? _, preguntó el misionero, al doctor, con extrañeza.

_Estás en el Hospital Clínico Herminda Martín de Chillán, te trajeron hace dos días, y hemos tenido que asistirte, por las heridas contraídas y la debilidad de tu cuerpo. Da las gracias a tu monaguillo, que no ha querido abandonarte ni un solo minuto.

_ ¿Está bien Dionisio, mi monaguillo?_, Por Dios, denle amparo y de comer es un muchacho estupendo. He de volver a la calle, hay tanta gente que nos necesita y no debo perder ni un minuto más, los que necesitan cuidados son los afectados, por el seísmo y no yo, dejar las atenciones para ellos, son los que eligió Dios.

_ No pases cuidado, ahora le verás, pero eso de dejarte ir, de momento nada. Por cierto, no me ¿reconoces? _, preguntó el doctor Vázquez al misionero, que tendido en la mesa de cuidados intensivos, languidecía, con una presencia de mendigo y con menos salud que un incurable.

_ ¿Quién eres?_ acentuó Elías, mirándole fijamente, ¿eres el ángel que han mandado a despedirme de esta existencia, quizás?

_ ¡No; para nada! _. Apostilló el doctor Vázquez, pronto me reconocerás, me dio aviso la monja Sor Dorita, que estabas en cuidados intensivos, y no nos lo podíamos creer, que fueses tú. Vine en cuanto salí de quirófanos para atenderte y si, ¡faltaba más! El mismo, Elías, ¡Dios, como nos hemos encontrado! ¿Al cabo de tantísimos años? _, siguió replicando aquel cirujano, mientras que Elías quería descubrir, pero era incapaz_. ¡Eso sí! Nos has contado todo lo que se vivió en un barrio llamado Turó, de quien sabe donde, en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado. ¡Qué recuerdos! _ acabó su charla el cirujano, intentando mitigar la hemorragia del misionero.

Que sepas querido Elías que Sor Dorita, es hija de Romeo y de Soledad, nieta de Inocencio e Isabel, y sobrina de Choli, que me parece has estado nombrando durante horas y horas. Dorita, una vez murió su padre, se marchó del barrio buscando aquello, que siempre, había sido su propósito: ordenarse como monja peregrina, para ayudar a los pobres. Lo consiguió y ha pasado por varios países, el último destino ya como jefa de la orden de las de San Juan, en Chile y ahora ayudando a los damnificados de Chillán_. ¿Recuerdas, haber jugado con ella, cuando hacía de enfermera, con su hermana Marina, y mi prima Rosa del Mar ya fallecida?_ siguió enumerando y argumentando más detalles_, y Piluca; hijas de Margara y mi tío Niko, ellas eran y hacían de muy malitas y enfermas, mientras que tú y yo hacíamos de médicos? _ ¿Vas recordando?_, ¿crees que te vamos a dejar morir aquí tan lejos de tu tierra?

_ ¡Luis! Eres tú, el hijo de Irene, el sobrino de Moncho_, cayéndole las lágrimas por la cuenca de sus fatigados ojos, emocionado, agarrándose a sus brazos, como aguerrido a la vida y llamándole ¡Amigo! Qué alegría morir en tus manos_ Quedando dormido como un niño, a la vez que permanecía ahora sí, en manos de un médico verdadero.

_ La fiebre le ha vuelto a subir y la infección parece no remite_. Le dijo el doctor a la monja, Sor Dorita, con tristeza y completamente emocionados, a la vez, que ambos hipaban por la congoja.

 

1 comentarios:

Anónimo dijo...

ESTUPENDO COMO SIEMPRE. NIKITTA.

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