Vivian
en las afueras de la ciudad, en una de las barriadas marginales, donde se
habían construido casas baratas para los no pudientes, unas casitas chiquitas
donde en sesenta metros cuadrados, vivían en algunos casos más de dos familias.
El
padre Elías misionero en Chile, cerca de Chillán, ayudaba a la diócesis a
predicar y a evangelizar en la franja de la ciudad de Concepción, cuando se
encontró con un terremoto descomunal y un tsunami, que alcanzaron unas
magnitudes extraordinarias, dejando la muerte y la desolación en aquella zona.
En
uno de los pocos instantes de descanso, le llegó a su pensamiento como una
flecha directa, que recibió el centro de su ternura y como un autómata, comenzó
a narrarle a Dionisio, su monaguillo en las misiones, detalles de cuando era
muy jovencito y jugaba en aquellas calles de asfalto reciente y oloroso.
Callejuelas estrenadas, que habían sido diseñadas con tanto desnivel, que
ayudaba a usar la precaución para no ir de bruces al suelo. Jugando con sus
amigos y vecinos, a todo lo que su infantilismo pudiera percibir y que el
tiempo y el destino separaron en cuanto les llegó la pubertad, tras haber
dejado su infancia precipitadamente.
Brotaban
aquellos recuerdos como vivencias de su existencia, que parecía cuando las
explicaba, que tan solo hubieren pasado unas semanas, por lo vivas que las
tenía en su cabeza. Expresándose en persona, con su querido monaguillo, que le
seguía donde el viento les llevara.
El
terremoto, acaecido en Chile, aquel febrero, sin nadie esperarlo. Les había
demostrado que la vida es tan solo un suceder de vivencias, que no puedes
atrapar y que cuando menos te lo esperas, lo dejas todo, porque la muerte te
reclama, sin poder tan siquiera despedirte de los seres a los que amas.
Se
sentaron Dionisio y Elías, sobre unas tablas ruinosas, a tomar un respiro, un
bocado para continuar socorriendo a los damnificados, mientras al evangelizador
y misionero Elías, le supuraban las heridas ensangrentadas recibidas en aquel
cataclismo, sumado con los accidentes que propiciaba el propio terreno. Hablaba
y hablaba Elías, sin poder dejar de pensar en aquella niñez, que se le escapó,
sin darse cuenta. Contaba concentrado y con la vista alzada hacia el hemisferio
contrario, le decía a su joven obispillo...
El
barrio despuntaba sobre las laderas de_ un peñón, a lo que allí se llama: Turó
_, de una estribación no muy alta, donde se habían construido un sinfín de
viviendas asequibles y reducidas que alojaban a las familias, llegadas de fuera
de la región, o del extrarradio de la ciudad, cuando se iba a celebrar la
Primera Exposición Universal, la del año 1929. En pro de ubicar a todo aquel
personal, se hicieron unas 600 viviendas en unos terrenos que habían sido en su
tiempo fábricas de cola, que pertenecían a una heredad muy extensa, propiedad
de una de las familias pudientes de principios de siglo. Para alojar a las
familias carentes de todo, que ya poblaban y más que poblar, pululaban por los
barrios centrales de la vieja y gran ciudad.
En
un principio las calles no tenían distinción ni nombre, se registraban por un
número ordinal, a posteriori fueron bautizadas con la denominación de
poblaciones y municipios de la región. Con seguridad para darles algo más de
realce y condición a la vez, de hacer patria chica, con la enumeración de
villas y términos de las provincias adyacentes.
Son
callejas claras con un desnivel importante, diseñado y construido sobre un
cerro, a la vera de un vergel de pinares que destilan naturaleza, una amplitud
de vivienda de ocho metros y una longitud acorde con un perímetro convenido
para esas edificaciones. Diez portales en cada calle, todo planta baja,
provistos de una ventana a cada lado y una puerta de acceso individual para
cada vivienda. Tres dormitorios reducidos, una sala comedor y una cocina
diminuta, daba salida a un reducido patio trasero con lavadero para la ropa y,
donde habían construido un escusado con un wáter. La vida se hacía de puertas
hacia afuera, los vecinos se relacionaban tanto, que bien podían pasar en
algunos casos como de la propia familia.
Murmuraciones
y trapos sucios, peleas por los niños, supercherías y malos entendidos, iban de
puerta en puerta, barbaridades y embustes, trafico de intimidades vecinales,
risas maliciosas, críticas irritantes, fiestas holgazanas, falsedades
inverosímiles, prestamos entre personas, trueques de alimentos por favores
comestibles, cambio de joyas y baratijas, fraudes, mezquindad bien entendida,
adulterios comunes. Normal, entre aquella pobre gente, que no sabía en muchos
casos ni leer su propio nombre.
El
barrio estaba dividido por calles longitudinales y se rompía esa figura
geométrica con algunas que prolongadas, estaban rodeando una plaza más o menos
grande, otras verticales a las descritas, hacían del barrio una urbe organizada
y con un diseño adelantado para la época. Todas ellas acompañadas en las
esquinas por unos árboles que se harán centenarios. Calles de fango y charcos,
hasta el momento de su asfaltado, alumbradas con una farola en cada esquina y
otra a la mitad de altura, bordillos sobresalientes en aceras ejemplares y con
su sistema sanitario de cloacas y de evacuación de aguas residuales. Bien
planificadas a pesar de ser casas chiquitas, pero que todas ellas disponían de
sus salas dotadas con electrificación e higienización. Lo que se llama un
suburbio dentro de la periferia de la otra ciudad.
Eran
personas que se confundían con el silencio, y procuraban no acentuar sus
conversaciones para evitar dentro de lo posible ser comentario de todos los
demás y óbice de critiqueo.
La
familia de Consu y sus dos hijos, fue una pilastra de apoyo en los momentos
duros de enfermedad y parto de sus chiquillos, incluso cuando Consu, ayudo a
Bartolo a huir a Francia, después de la guerra, cuando buscaban a todos los que
habían militado dentro de las filas populares. El marido de la señora Consu,
era un militar republicano, que estuvo en el gobierno móvil, cuando ya iban
retrocediendo y perdiendo suelo patrio. Ayudó a muchos de los llamados “rojos”
del barrio hasta que lo capturaron para fusilarlo. Pepa estuvo muchos años
sola, esperando a su marido, refugiado y después en campos de concentración,
hasta que se levantó la veda purgando y retornaron los que pudieron y no fueron
ajusticiados. Sufriendo después de lo lindo, por haber pertenecido al bando
perdedor. Fue entonces, cuando retomó sus peonadas en el puerto, haciendo
trabajos de bastidor con horarios interminables, ayudado por ella, en lo que
podía, planchando ropa, con faenas domésticas, y en todo aquello que surgiese.
A
veces la vivencia pone situaciones muy raras que los humanos han de llevar como
cruces al hombro. Sin embargo, a pesar de todos los dimes y diretes, eran
buenas gentes, que trataban de lo mejor a sus criaturas, y entre ellos, no se
les veía formas de una convivencia insana. Ella la esposa, Amparo Patrocinio se
tuvo que implicar mucho para poder salvar a su marido que estaba preso en un
campo de concentración cerca de la frontera, a sabiendas que ella sabía que le
había puesto los cuernos con las milicianas. De ahí que Amparo Patrocinio,
mantuviera relaciones de todo tipo con los más degenerados comisarios, llegando
incluso a la vejación por sacar a su José Gabriel de las mazmorras y de las
antesalas de los fusilados. Con mentiras que después salieron a la luz, no
siendo demasiado de fiar para algunos que suelen criticar asuntos ajenos, sin
mirar dentro de su propio nido.
Al
tiempo, todo se serenó y convivieron con el resto de la calle, de forma natural
y se adaptaron a los aires de aquel tempo. Tanto que la hija mayor de ellos,
Margara, contrajo matrimonio con Niko, hijo de Milagros la vecina del número
diez y a su vez tuvieron sendas hijas.
La
vida no mantiene caprichos ni endereza a los jorobados, la miseria, el hambre y
la poca imaginación hizo que Niko se liara después sin necesidad con
Fredesvindo, el vecino del ocho y cayó preso. La hija menor, Angelines se quedó
soltera, trabajando como una máquina para su familia.
Un
poco más arriba, en el tercer departamento, Isabel, y Faustino, procedentes de
Almería, peón caminero, bebedor y jugador, malcarado con los suyos y hombre
poco recatado para entenderse con la raza humana, delgado enjuto y mal carado,
viviendo siempre de espaldas al mundo y gritando cuando estaba en trance, su
mujer la madre de sus dos hijas Choli y Soledad, sufridora de cuantos
cambalaches la vida le dio al salir de su tierra natal, harta de esparto y de
legañas, acabó en un tren con destino a buscare la vida donde fuera.
Familia
típica del sur sometida a los señoritos del norte, los grandes hacendados. En
su tiempo habían servido todos para una casa pudiente e importante de abolengo
en la ciudad. Unos empresarios farmacéuticos que a su vez tenían empleados a
toda la familia y que usaban el derecho de pernada con las hijas. Sobre todo
con Choli, que era la más hermosa y llamativa y fue la que pasó por la cama de
todos los caciques, ganándose la confianza de ellos, los que le beneficiaron en
más de una ocasión y la colocaron incluso hasta casarla con un don nadie, que
ellos conocían.
Soledad
se casó con Romeo muy pronto y tuvieron dos niñas, Marina y Dorita, que a la
postre son las que siguieron el negocio de los muebles. Soledad, accedió a
casarse con Romeo a pesar de estar enamorada de Moncho, hijo de Milagros vecina
del número diez. Con Ramón, más conocido por Moncho tuvo algún encuentro y con
él, vivió una escapada corta pero intensa que la llevó al final de la tragedia
a abortar en la clandestinidad.
A
manos de una de esas curanderas del barrio. Todo quedó tapado con el arreglo
del matrimonio con Romeo, un hombre bueno y enamorado de Soledad desde hacia
tiempo, despreocupado que un poco tartamudo, además tenía alguna que otra
deficiencia invisible. Moncho, el mediano de los hijos de Prudencio y Milagros,
quedó sumido en una gran depresión que le llevó directamente a su ruina.
La
puerta que daba al otro lado, la cuatro, ocupada por un tranviario empleado en
la compañía de transportes, pertenecía a los Grajeo, llegado de Linares porque
hermanos suyos ya habían emigrado y allá donde residía, no podía mantenerse. No
es que fuese un ganador, que no lo fue, pero debía hacer algo y en busca de
comer, en la gran urbe apareció poco antes de la Exposición del año 29.
Hombre
serio y poco sociable, más que eso era tímido y retraído, sin seguridad en sus
actos, de carácter escueto y sufriendo más de lo que aparentaba. Contrajo
matrimonio antes que estallara la guerra. Conoció a su esposa en una parada de
tranvías y en tres meses se casaron. No tenía demasiadas ansias ni ínfulas de
llegar más lejos de lo que estaba, con poco le sobraba excepto para preñar a su
mujer, que le hizo un hijo cada año, y porqué estalló la guerra y parece que
frenó sus ganas de joder.
Cinco
hijos había tenido el matrimonio, y su mujer, venida del norte, algo más
preparada para la vida que el marido y con más empuje para llegar al punto
donde pretendía y poder colocar a sus hijos. Llevaba la guía familiar, los
esfuerzos y el mérito de sacar aquella familia adelante, buscando la comida en
el tiempo de la contienda por esos pueblos limítrofes de la región, para que
sus hijos pudiesen comer. Padres de un muchachote, fuerte, que se había quedado
tocado por una poliomielitis y cuatro hembras, de las cuales cada una era de
diferente carácter y gusto. Esa familia, era de las orgullosas y de las que
pensaban que ellos eran de otra raza. No le valían demasiado las amistades con
aquellas pobres gentes de la calle. Con unas pretensiones fuera de toda
comprensión, absurdo, pero con tanta hambre y necesidad como el resto de sus
convecinos.
Al
final la vida les dio su pago. El marido, se había librado de combatir en la
guerra, ni siquiera lo alistaron por lo anciano que era y no valió ni para la
retaguardia. Sin embargo, paría su mujer un hijo cada año, la tranca no la
tenía seca.
Viajar
por esas poblaciones campesinas, en busca de alimentos, frutos secos y grano
para dar de comer a toda aquella plebe y el sobrante trapichearlos por
necesidades vitales, ya dentro del mercado del negro. Cinco hijos, de los
cuales el primogénito, había sufrido una polio y por la falta de curas, de
medicinas, de toda la escasez del tiempo, quedó algo tocado y se mantuvo
retrasado mientras vivió. Aunque fue bueno para defender su puesto de trabajo,
en una empresa como peón de carga que supo mantenerlo hasta su jubilación. Las
cuatro hijas, sufrieron las calamidades de la época. Teniendo que acatar todos
los altibajos que produce una sociedad cambiante.
El
cinco era el número donde vivían Romeo y Soledad, hija ésta de Isabel y de
Faustino, ya recuperada del acoso que le produjeron sus familiares tras la fuga
con su vecino y amante el joven Moncho. Ocupada tras su precipitada boda,
habiendo arreglado la casa, que había permanecido cerrada mucho tiempo. Además
de la vivienda, tenían un local que lo estaban preparando como negocio, para la
venta de los muebles que en un principio pudieran hacer, derivados del oficio
de Romeo y que con la venta de esos enseres sencillos se ayudarían a su
manutención.
A
Soledad le costó aceptar a Romeo como marido, ella siguió estando prendada de
Moncho, durante muchos años, y de una manera colateral, sufrió por todos los
avatares que le sucedieron a su amor de toda la vida. Ellos se habían conocido
de niños en la misma calle, y se hacían carantoñas desde siempre, a pesar de
todas las prohibiciones, siempre hay un lugar y un momento para dejar volar la
imaginación y más si es de tendencias sensuales. Un buen día, desaparecieron y
nadie les encontraba, tres días duró aquella fuga, porque de ninguna forma
podía alargarse ya que ellos, no tenían ni donde quedarse, ni de donde
alimentarse, dadas las edades tempranas de ambos y por todo lo que se cocía en
el país en aquel tiempo. Moncho, era un vecino que ni tenía oficio ni beneficio
y quien sabe que fuerza oculta les llevó a cometer semejante imprudencia. Nadie
daría por aquel amor ni cinco céntimos, más bien la gente creyó y lo atribuyó a
un calentamiento por parte de ellos, que igual podían haber solucionado
yaciendo juntos el rato que quisieran sin tener que escapar y poner a sus
familias en su busca y hacer que la represora policía de aquella ciudad, del
régimen, tuviera que merodear por aquella calle tan llena de asuntos
encubiertos y ocultos.
Ella,
Soledad, con el tiempo, una vez contrajo matrimonio con su marido, jamás anduvo
en boca de nadie se concentró en sacar adelante a sus dos hijas. Vivieron
dentro del fingimiento que ofrece el respeto y el recuerdo de amores
pretéritos, sin borrar jamás el devenir de sus días.
A
pesar de la buena conducta y de su noble comportamiento, aquel amor de Soledad
por Moncho en absoluto se extinguió y vivió con ella para siempre.
Al
enterarse de la muerte que tuvo Moncho, tan precipitada, y a pesar de no
pertenecer a aquella familia, entró en una especie de depresión que la llevaron
a un internado psiquiátrico.
Gertrudis
con sus dos hijos campeaba con su pena, aunque el apaño de Rita con Jonasete,
arregló algo las necesidades fisiológicas de ella, era una joven
desequilibrada, que estaba con el sexo a todas horas. A pesar de todo Rita pudo
conseguir su sueño, que era tener un hombre que la calentara y esa solución
permisiva se llamaba: matrimonio.
En
base a esa necesidad de la señorita por un macho, se precipitó una boda. Se
apañó de forma sencilla y entre conocidos muy allegados la prepararon
rápidamente.
Familia
de ellos, lejana y necesitada. Todo quedaba pactado, con beneficios para ambas
partes: Rita con sus coitos, calmada y Jonás, un joven atolondrado, más
conocido por Jonasete, caliente como el rabo un cazo, tendría techo y casa,
plato en la mesa y culito de propiedad. Colocando al mismo tiempo al sobrino
Jonasete sin destino, sin hacienda y sin futuro, en una responsabilidad.
Haciendo
uso de las artimañas de la época prepararon aquella yunta, y pudieron apedazar
la boda de la irrefrenable Rita con el irreflexivo Jonás, que se había venido
de la provincia de Salamanca, dejando el campo, el cuidado de las vacas y toros
de la ganadería de un señor potentado.
Los
casaron y no tardaron en tener descendencia, heredando uno de los hijos, parte
de las deficiencias físicas que llevaban los cromosomas de aquella buena gente.
Daniel,
el heredero de Gertrudis, el parapléjico, al estar impedido en la silla de
ruedas, y no tener fuente de ingresos, por mediación de las señoras de la Caridad
y del Perpetuo Socorro, le consiguieron una plaza en una institución de
misericordia de ciegos y de impedidos y con ello, fue también participando al
sustento como pudo, aportando al núcleo familiar alguna ayuda.
Venidos
de Verín, sin oficio ni merced y que con muchas dificultades pretendían sacar
cabeza en un tiempo tan rocoso y tan diferente a lo que ellos pensaban y
querían.
Sus
hijas recién llegadas de Argentina en unos momentos muy conflictivos del país,
retornando a su casa paterna, con el rabo entre las patas _nunca mejor dicho_,
sin haber hecho fortuna en Buenos Aires, aún y siendo por aquel entonces, el
país más prometedor para hacer riqueza y negocios de habla hispana del momento,
donde todo era quehacer, y había mucho trabajo, falta de mano de obra y de
ingenio. Ellas volvieron ya pasadas de la edad de prometer, seguían los caminos
de la opereta, enseñando piernas y haciendo trabajitos bajos a todo aquel que
lo solicitara en el barrio más chino de la ciudad.
Hubo
lenguas que decían que las señoras Alcubierre, fueron repatriadas de Argentina
por delincuencia y trapicheo en asuntos políticos.
Viviendo
fuera de sus posibilidades, debiendo acompasar sus estrecheces con ideas fuera
de toda lógica, pensadas muy poco, que llevaron a Fredesvindo a la cárcel, por
intento de robo, implicando a uno de los vecinos de la calle, Niko, hijo de Milagros
y Prudencio y casado con Margara, hija mayor de José Gabriel y Amparo
Patrocinio del número dos.
Fredesvindo
Milpas, se creía profundamente engañado por sus patrones, creyendo que es
infrautilizado y poco reconocido. Presumido de nacimiento a pesar de venir de
ningún sitio. Creyó oportuno robar a los que les daban de comer y eso le trajo
la reclusión en un penal de la región. Dejando a la familia al descubierto y
sin lugar a donde poder ir a pedir para sacarlo del encierro, al que le
sometieron los jueces, tras encontrarlo culpable.
Ella
Maribel, encantadora. Dada a la vanidad femenina, sacando provecho de cuantos
se acercan a su vera, entendida del arte del calado profundo y de la gama más
precisa de la sexualidad a la carta. Trabajaba ya de soltera en una empresa de
alumbrado holandesa con sede en la zona franca, llegando a ser empleada fija en
plantilla, en el turno de noche, colaborando en la cadena de la sección de
bombillas incandescentes.
Como
favor y dado que su esposo cumplía condena, se empleó como manceba a horas
libres en la farmacia del señor Raúl, farmacéutico del barrio. Además de las
horas que hacía en la carnicería de la señora “Ino”, Inocencia, que también la
ocupó según que tardes y las mañanas de los festivos.
El
noveno departamento de la calle, también era casa baja, como las demás, ocupada
por Carmenxu y Andreu, llegados de fuera de la Comunidad, desde las colonias
francesas, hijas de aborígenes, con el color moreno pajizo, debido a las
mezclas que hubo entre personas de las diferentes razas. Andreu dedicado al
reparto de bebidas refrescantes, conduciendo una camioneta hispano suiza, que
paseaba por el distrito central de la ciudad, y por las afueras en poblaciones
dormitorio, como pudieran ser Hospitalet y San Adrian del Besos, y ella, Carmen
con un oficio de costurera, creyendo ser una de las mejores tijeras de la alta
moda parisina, llevando y vendiendo prendas falsas con el mismo corte y
etiqueta que los grandes modistos franceses, además del tabaco de estraperlo y
las hierbas prohibidas, los narcóticos al uso.
Tres
hijas aportaba Carmenxu, cada una de padre distinto. Carmenxu, así conocida en
la calle, había tenido hijos con todos los hombres que pasaron por su vida.
Andreu, tenía dos hijas mayores de edad que ya se habían emancipado, desde
cuando hacía su vida fuera de las fronteras. Estas jamás vivieron con el padre,
habían sido criadas por su madre desde siempre, debido al desorden existencial
que tenía Andreu.
Con
ellos vivía un sobrino maduro, esa era la excusa y el parentesco que exponía la
pareja. Con vínculos eclesiásticos, asistido desde el interior de la curia, con
toda la anuencia procedente del clero. Superviviente de aquella persecución a
los curas que hubo desde el año treinta y cuatro hasta final de la guerra. Siempre
disimulado, oculto y poco abierto. Imposible descubrir sus gustos, sus
ocupaciones y su secretismo. El que se había encargado de colocar a las hijas
de Carmenxu en un colegio interno a todo estar, sin coste ni recargo y el que
sacaba las castañas del fuego, cuando ere menester.
Aparte
del matrimonio la formaban todos sus hijos, Irene, Milagros, Moncho, Pablo, Niko
y Jaime. Además de un hermano de la señora Milagros, que se le consideraba un
gran actor de teatro, una estupenda persona con tendencias homosexuales, que no
disimulaba aún y estando en aquella época tan discordante.
Actuaba
como artista en una de las revistas del conocido Molino, artífice de varieté,
de humor, corista de escena, que en ocasiones representaba muy bien en la calle
sus propios chistes y gags más emblemáticos, para el disfrute de todos cuantos
esperaban alguna manifestación fuera de tono, y con un grado de simbolismo
teatral.
En
aquella calle, la catorce: todo el mundo sacaba sus sillas a la puerta, para
tomar la fresca y enterarse de cuanto sucediera, a modo de la información
gratuita de la gaceta ilustrada.
Irene
y Milagros, dos hijas, las únicas hembras de toda la troupe, además de la
madre, la propia “Mamá”, decía refiriéndose a sus hijas: de casta le viene al
galgo, un refrán popular, muy extendido cuando conviene, en las clases
obreras.
Eran
las hijas, mujeres extravagantes, adelantadas a su época, con una gracia y una
sensualidad completamente apetecible y hermosa, sin llegar a dañar a nadie por
falta de recato, de mal función o de vulgaridad.
Era
una forma de ser natural y sin dobleces. Sencillez y muy poca falsedad,
detalles que no son usados por los humanos habitualmente. Sin llegar a ser
obsceno, mostraban lo poco que se podía, con maestría y con gracia. Eran
personas del alterne y no necesitaban de escenarios ni puesta a punto, para
enseñar con garbo los muslos o parte de las tetas, escenas que las ensayaban a
la par que su tío, el gran Mercurio del Paralelo, que parecía ensayar cuando
charlaba, o actuaba a la fresca de la calle.
Sin
olvidar, los trances de Niko, con Fredesvindo, en el asalto a la industria de
candelabros, o del desequilibrio amoroso de Moncho, con Soledad, el amor de su
juventud, que ahora estaba casada con Romeo y seguían siendo vecinos.
Se
afeitaba el bigote y tenia pelusa en los sobacos y en el tórax, sin pendientes
ni aretes, marcada de viruela, con una voz fina y chillona, no era nada
femenina, parecía ser una lesbiana recatada y lo reflejaba sin alardes.
Nicomedes
secreto, armado y ceñudo, sicario de un señor del Sindicato del Metal, ajusta
cuentas de las altas esferas, visitado a menudo por la patrulla de la policía
judicial, sin demasiadas alegrías dispensadas a los vecinos.
Cuando
Celeste abrió su consulta de visionaria, donde echaba las cartas, leía el
pensamiento y adivinaba algunas cosas, los clientes de la zona afloraron a
visitarla, queriendo saber de los milagros. Consultas de futuro o de si iban a
tener suerte en el trabajo, en el amor, en el juego.
Muchos
de los habitantes de la propia calle, acudían a saber si blanco o negro. La
gente que visitaba a Celeste, salía y compraba un numero de la suerte al hijo
de Gertrudis, al pobre Daniel, hasta que tanto fue el cántaro a la fuente, que
en una ocasión aquel número de la rifa tocó una noche, enterándose mucha gente,
lo cual hizo que la tal Celeste aumentara sus consultas y que el amigo Daniel
duplicara la venta de esos números del sorteo.
En
la puerta doce de la empinada calle, la que daba a la avenida transversal, la
avenida más ancha que lleva a la plaza de la iglesia, hacia la derecha y en
sentido contrario trasladaba directamente a:”Los Quince”, vivía desde la
inauguración de la barriada, Consu, mujer viuda de años, anciana enferma, casi
postrada en la cama, madre de dos hijos. A pesar de ser su marido, ya difunto
militar, no le quedó paga del gobierno alguna, por ser del bando de los
perdedores, ni oficio para sus hijos, que sumado al poco porvenir del hijo
mayor y su tendencia enfermiza iban saliendo del paso como mal podían.
Darío,
su hijo, estaba enfermo de esquizofrenia, y tenía de vez en cuando, pues los
síntomas de esa dolencia, asustando a propios y extraños. Trabajaba en una
empresa de sistemas de envoltorio, como peón especializado en la máquina de
rollos de papel higiénico, desde hacía muchos años logrando una seguridad de
empleo. Su hermana Asunción, una jovencita, rancia por no conocer más vida que
la que el destino le regaló, era la que llevaba el peso de la limpieza y el
orden de su casa. Tenían una habitación realquilada a una familia proletaria
que estaba trabajando en la zona. A la par que habían traído a un hijo que
tenía que pasar por unos especialistas neurólogos en el Valle de Hebrón, para
que le diagnosticaran y medicaran, cierta enfermedad rara que poseía y que por
motivos de distancia estaban aposentados en aquella casa.
A
la par que se vivía prácticamente en la calle, todos conocían a todos y sabían
de las historias de sus vecinos, compartiéndolas como si se tratase de una sola
familia comunitaria, regida de puertas hacia adentro por el cabeza de la casa;
pero que cuando salías del dintel a la salida de esa calle catorce, eran de
dominio vecinal.
Eran
los años cincuenta, tocando a los sesenta y entonces la democracia que existía
era la que cada cual imaginaba, o sea ninguna reconocida y si se creía en
principios humanos, en caridad verdadera, justicia social, debías esconderla,
dado que si la exteriorizabas, poco tardaban en venir a recogerte los del
furgón judicial, y hacían con cualquiera fritada de bacalao. Había vecinos que
no agradaba ni compartían aquella familiaridad mal llamada, ni amparaba la
mayor parte de sus secretos. Sin embargo todos eran gente humilde, sin
recursos, sin estudios, sin posibilidades y poco podían hacer que dejarse
llevar por la corriente establecida y cerrar los ojos cuando no gustaban los
sucesos.
Los
había también que parecían habían nacido por otro lugar diferente, que el
habitual, y aún y siendo gente sin posibles, parecían fueren los salvadores del
ruido mundanal, por no adaptarse a lo que les había tocado vivir, sin embargo,
cuando el hambre les apretaba, o la necesidad no les alcanzaba, bien tenían que
rebajarse a los que no se planteaban de qué color es el cielo por la noche y si
el sol calentaba mas a unos que a los demás.
Cada
uno, estaba en el lugar donde le correspondía y a pesar de no gustar ciertas
cosas, o detalles todos habían de sobrellevar aquella vida que les había tocado
vivir.
Ahora
hay coches aparcados en sentido de bajada en la franja izquierda, donde los
números de las casas son pares, únicamente en un sentido, cada casa tiene
frente a su portal lugar para su coche, aunque nadie pague el permiso de vado,
ya no se montan aquellas reuniones vespertinas, porque todas las familias
tienen más de un televisor en la casa, todas ellas están dotadas de internet y
los componentes más jóvenes de cada familia se dedican al skipe, al Messenger o
al chateo con gentes afines. Ya nadie pide sal ni café al vecino, porque muchos
de ellos ni se tratan y van al gran supermercado de Mercadona, una vez a la
semana y compran para tener reserva. Ya no pasa el sereno por las noches a
altas horas de la madrugada, dando la hora.
Porque
cada cual tiene un móvil, que además de servir para hacer llamadas, es
inteligente y también despierta en todos los idiomas. Ya no juegan las crías a
la charranga, ni los chavales al “gua” con sus bolas, ni siquiera los abuelos
salen a la puerta a tomar el fresco en sus sillas de anea, tampoco bajan las
abuelas al árbol de la esquina a esperar que pase el lechero, ni a la
carbonería a comprar el carboncillo para los braseros, ni la chiquillería a la
cacharrería a comprar las golosinas y juguetillos.
Aquellos
vecinos más antiguos ya no tienen vida, ya murieron en paz con ellos mismos, han
pasado las casitas de padres a hijos, los que han sido privilegiados, otras han
sido diferidas a otras pertenencias, a disparejos habitantes. En la actualidad
las nenas que jugaban en aquella calle, a: médicos con los chavalines, ya son
abuelas, al igual que sus doctores de infancia, aquellos párvulos que hacían de
doctores, están totalmente jubilados, todos han corrido diferente suerte. Todos
viejitos e irreconocibles, ya no recuerdan muchos de los detalles,
conversaciones, actos y enredos que guardan aquellas piedras de las fachadas de
las casas baratas de la calle catorce, para siempre.
El
mundo es otra cosa en aquella barriada, al pie de los pinos del turó, cerca de
la placita de la iglesia, lindando al colegio parvulario Ramiro de Maeztu. Ha
llovido mucho y los actuantes se han movido en algunos casos demasiado, han
sufrido enfermedades, calamidades, alegrías, antojos, buena suerte, pero ya
nada es lo mismo. Aquel tiempo jamás volverá y si lo hiciese sería con
protagonistas distintos a los que Elías, aquel misionero, ahora en
evangelización y ayuda del terremoto de Chile conoció y trató.
La
casa del portal uno. Pepita y Bartolo, aquel matrimonio llegado de Extremadura
en su día, ya son difuntos, ambos se fueron en un tiempo relativo y corto,
antes sufrieron la pérdida de un hijo Cosme, por accidente de moto, que les
aceleró aquella enfermedad degenerativa a ella, y a él le disparó un cáncer
galopante por el sufrimiento y la gran pena, sumada a lo que ya en su día purgó
por ser de un bando equivocado en la guerra.
Cosme
su hijo, que era su lucero, antes de morir se había casado y dejó un churumbel
a cargo de su madre, que tuvo que seguir en la barriada y buscarse otro trabajo
además del que ya tenía como operadora de teléfonos en la centralita del barrio,
para poder criar al hijo. Cuando se hizo mayor dejó el distrito, a su familia y
se enroló en la marina mercante, y ahora surca las aguas en el gran sol, como
contramaestre para una empresa pesquera.
En
la puerta dos, José Gabriel y Amparo Patrocinio, fallecieron. Sus hijas Margara
y Angelines, se hacen compañía ya de abuelas. Margara se casó con Niko, este ya
fallecido tras una enfermedad, llevándose a su cielo toda la pena que tuvo que
soportar en vida por el incidente demoledor que tuvo que vivir, cuando le
vinieron a buscar para llevarle preso y cumplir condena, por aquel affaire
realizado con Fredesvindo.
Aunque
pudo disfrutar unos años de la compañía de su mujer e hijas, haciendo lo que a
él le encantaba, dibujar y silbar.
Ángeles,
quedó soltera en la casa de sus padres, no yendo demasiado lejos Margara y Niko,
tuvieron dos hijas preciosas, Rosa del Mar y Piluca, ambas se hicieron mujeres,
con diferente suerte, la estupenda Rosa del Mar, muy joven murió de un cáncer
que se la llevó en tan breve plazo, que aún lloran los que la conocieron. La
menor, Pilucha, se casó y se quedó a vivir en el barrio.
En
el tercer departamento, Isabel, y Faustino, también faltan, sus hijas, se
dispersaron por la geografía, Choli, se casó con un muchacho que conoció en la
casa de sus señores, los señoritos le presentaron a un camarero del restaurante
de las Siete Puertas y se juntaron durante un tiempo, hasta que se fueron a
vivir tras la boda, a una población costera del mediterráneo. Allí montaron un
bar de comidas, que en la actualidad gobiernan sus nietos. Su hermana Soledad,
la que vivía en el cinco y estaba casada con Romeo, antes de emigrar al pueblo
de éste ya siendo muy mayores, pasaron todos los negocios a las dos hijas,
fruto de su matrimonio, Marina y Dorita, la mayor mantuvo el negocio hasta hace
unos años, la menor Dorita, se enclaustró en un convento y desapareció de la
vida activa. Marina se vio obligada a dejar con el tiempo el negocio en manos
de sus descendientes, por edad y después por tener que ocuparse de su familia.
En
la casa que fue de sus abuelos, ahora viven los biznietos, que siguen
manteniéndola por haber quedado en una zona donde el metropolitano y los
transportes más cómodos, están a tiro de piedra.
El
número cuatro, la casita del tranviario y la calagurritana, murieron mucho
antes que finalizara el siglo XX, primero dijo adiós el abuelo, tras una
descomposición estomacal y cagándose en todas las vírgenes, como era su
costumbre y su lengua viperina y graciosa. La abuela, nacida en el primer año
del siglo veinte, duró hasta cumplir pasados los ochenta, habiendo influido
tanto en sus vidas, que igual las destrozó sin querer. Solo celebró un
matrimonio en sus hijas, el resto quedó en soltería perenne, así les fue
también a todos ellos.
Las
hijas se cargaron de manías y de historias que llevaron al seno de la familia a
ser casi desconocidos.
Ella,
la gran madre, no tuvo visión y crió a sus hijos tan egoístas que nunca
supieron disfrutar de lo que la vida les regalaba. Venía de una familia que por
lo menos, y a pesar de estar en el comienzo del siglo XX, tuvieron instrucción,
ya que su propio padre, había sido un hombre instruido y notable, el
practicante y el barbero de varios de los pueblos de la franja
riojano-aragonesa, muy cerca de Calatayud y el rio Jiloca. El que en un affaire
en el año 1918, el año de las fiebres, no supo o no quiso salvar a su propia
esposa Doña Glenda Puig, hija de unos intelectuales con linaje de Valencia, y
que de esa enfermedad, en el año llamado de las malas fiebres, murió en
condiciones poco claras y ya comenzando el propio declive de la saga de ellos.
Ahora,
las nietas de Doña Glenda Puig y de Don Santiago Raiz, ancianas, viven
desperdigadas, a pesar de ser hermanas, cada una de la forma que puede. El
hermano de estas, el tocado por aquella poliomielitis en los años treinta y
tantos, murió también en una población cercana al cinturón de la ciudad, sin
poderse despedir de sobrinos, ni de hermanos ni del propio “Dios Bendito”,
gracias al desequilibrio de estas hermanas solteras, enfermas de maldad y
podridas por la negación, los celos y la envidia.
El
quinto departamento, el de Romeo y de Soledad. Pareja infeliz donde las hubiera
por haberlos obligado a casarse, sin amor. Creyendo los padres de esta, que si
tapaban la marcha de su hija de la casa y la pérdida de la virginidad, dejaban
el asunto zanjado para siempre y ellos, podían vivir sin más preocupaciones que
las que les dieran los nietos.
El
marido, se ganó el cielo ya que cumplió con lo inimaginable, que era criar a
sus dos hijas y atender a una mujer medio desquiciada que jamás lo había
deseado, que nunca lo amó y que solo tuvieron contacto estricto para ser padres.
Ya
no viven allí estas personas, se mudaron al caer en una depresión Soledad, un
estado del que jamás saliera. Derivada de la muerte súbita de Moncho, que
aunque ella creyera, que se había esfumado su amor por él, no era cierto, y a
pesar de tener hijos con su marido oficial, Soledad, seguía amando al loco de Moncho,
al que le había hecho ser mujer por primera vez. Cuando nadie daba ni se
preocupaba por sus días, por su felicidad, por su destino. Aquel que se la
llevó una tarde de motu proprio y la hizo entrar en el país de las maravillas,
el que la sedujo con amor y del que siempre fue suya, a pesar de todas las
trabas que la sociedad quiso imponerles.
Él,
murió en un accidente, después de atravesar muchas depresiones a falta de su
amor de juventud. Son también historia, sus nietos nunca supieron la verdadera
fábula, las hijas, se avergonzaron de la que fue su madre y taparon con ayuda
de su padre, todas las fuentes de información.
La
sexta casa, habitada por Gertrudis y su hijo enfermo, además de Rita y su
familia. La abuela Gertrudis, dejó este mundo, tras sufrir los caprichos del
destino, quien le organizó el laberinto donde existían. En principio dejándola
viuda muy joven para cargar con dos hijos que necesitaban más que de un padre,
de ayuda médica. David había nacido con deficiencias igual que Rita, y ambos
las sufrieron durante la vida. David, el mayor, aquel mocetón que vendía
lotería desde su silla ortopédica para ganar algunas monedas, y Jonás el
cuñado, se despidieron del mundo no tardando demasiado, quedando Rita, más
sosegada en cuanto al erotismo y a los meneos sensuales, por vieja y por
apopléjica. La casita ya no tiene ropa tendida en la puerta, ni está la silla
de ruedas del inválido, ni se escuchan los pájaros canarios de Jonás. Alguno de
los hijos de este, sigue viviendo, sin más encanto y con menos ruido del que
hacían sus ascendientes, en el barrio de su infancia.
la
familia Alcubierre, que ocupaba la séptima casa de la calle, fue abandonada por
traslado a otra vivienda más cercana a los intereses de Rosina, que divorciada
de su marido, por desavenencias tras haber engatusado a un capo de la ciudad.
El que la coronó en la gestión de la profesión más antigua del mundo, pasando a
ser Madame de las putas del barrio de las Corts. Cambió a su Inocencio por su
nuevo amor.
Cristóforo
su nuevo amante, que además de toda la empresa que regentaba, también la acarreó
por provincias en una obra de destape llamada: “la mujer leona se desviste
frente a un león”.
Inocencio
continuó con sus quehaceres sindicalistas, hasta que lo encontraron cadáver un
buen día en el paseo de Maragall, tras una refriega que tuvo con los agentes
grises del orden público. Sus hijas Yolanda y Martirio, contrajeron matrimonio
civil y desaparecieron sin dejar rastro.
Algunos
años después, se supo que Inocencio, había sido además de un sindicalista, un
chivato de la policía gubernamental, que se había ido de la boca en un asunto
que debía haber estado callado sin salir a la luz y que igual el propio amante
de Rosina, fue el que mando cortarle las uñas.
El
noveno apartamento estuvo ocupado por de Carmen y Andreu, hasta que dejaron la
casa, por necesidades económicas y laborales, eso es lo que difundieron por el
barrio, la verdad que una noche salieron con lo puesto, poco antes del alba
cuando la policía, les hacia una visita, no localizándoles. Fue registrada la
casa entera, hallando enseres y vestidos de mucho valor que habían sido
sustraídos de almacenes reconocidos de tiendas de mucho prestigio. Fuga que
quedó en nada, sin tener repercusiones oficiales, por el socorro de aquel
sobrino maduro, que más que un ahijado, era un mancebo que se montaba tanto a
Carmen como a Andreu y que había vivido siempre en la sombra. Muy metido en el
Obispado y con relaciones carnales muy fuertes dentro de la curia romana sita
en la ciudad.
Casi
llegando a la esquina de arriba, en la diez, donde vivían Milagros y Prudencio,
nunca ha quedado vacía; ahora está habitada por sus biznietos. Gran familia
alegre donde las haya, buena gente a pesar de que algunos de los vecinos los
denostaban por sus fiestas y jaleos, sus ruidos y juergas interminables.
Milagros y Prudencio tuvieron muchos hijos, prácticamente todos colocados, aunque
alguno de ellos no tanto y pasando calamidades, otros con problemas depresivos.
Niko recién salido del presidio. Moncho, con las dificultades tenidas con su
amor de toda la vida y por la relación con sustancias insanas, una tarde de
junio, acabó en la carretera de la Rebasada, atropellado por un camión de
reparto de hierros, al caer en una curva de su propia moto Bultaco.
Irene
se casó con un carnicero y se instalaron en las islas Canarias. Milagros, fue
la que se quedó con sus padres hasta la muerte de estos. Ambos vivieron el
disgusto de su Moncho, pero no conocieron el cáncer que se llevó tiempo después
a Niko. De aquella familia con tantos hijos hubo muchos nietos y de estos ahora
habrá descendencia.
En
el portal once, la casa habitada por Celeste y Nicomedes, quedó desolada,
cuando Celeste cambió a Nicomedes por una frutera: Margarita, de la tienda que
estaba en la calle plana, la que daba por encima de la suya. Se había prendado
de ella, en una de las ocasiones que le iba a pedir consejo y le echara las
cartas, que tonteando se enamoraron y se escaparon las dos mujeres a vivir su
vida.
Nicomedes,
ni lo sintió, ya llevaba tiempo alcoholizado y no sentía esas barbaridades que
todos hablaban tras su espalda, al poco se volvió donde estuvieron siempre sus
orígenes, a Cuba, en un mercante se trasladó hasta Baracoa y allí guaracheando
y ebrio perdido de mojitos y de lujurias con sus negras bembonas murió una
mañana escuchando los boleros de tres grandes vocalistas: Moraima Secada, y las
divinas: Omara y Haydee Portuondo.
Doña
Consu del portal doce, murió tísica y perdida. Una estupenda mujer que junto
con su marido se apiadaban de cualquiera, aunque después, no se les hizo
justicia en la calle, tras haber hecho tantas bondades, entre ellas ayudar a Bartolo
a huir a Francia, después de la guerra, cuando fusilaban a todos los que habían
militado dentro de las filas comunistas.
El
marido militar republicano, fue un hombre cabal donde los hubiere, siendo justo
y sobre todo humano. Lo fusilaron injustamente cuando decían: había llegado la
paz, cuando se purgaban todas aquellas atrocidades, derivadas de los
chivatazos, de los falsos cristianos que revelaban detalles a los supuestos
héroes que salvaron la patria.
Fue
condenado a muerte, por ayudar a muchos pobres hombres a huir, moribundos
por el hambre. Por permitirles escapar de las garras de la crueldad. Porque era
un convencido de la justicia y de la libertad.
Al
cabo de los años, una vez muerta la madre, sus hijos, se quedaron a vivir ambos
en la casa, la nena Asunción, se casó al cabo, con el dueño de la tienda donde
trabajaba, una vez que este había enviudado.
El
hermano mayor, quiso relacionarse con Graciela, hija del tranviario, el que
vivía en el cuatro y de hecho le pidió relaciones, todo el mundo sabía que
bebía los vientos por aquella joven lozana, que se mantenía célibe a pesar del
paso de los años, solo cuidando sobrinos y paseándolos los domingos por el
parque, con ganas de merecer. Fue despechado por ésta mujer, que con el tiempo,
se le relacionó con un taxista amigo de la familia, que frecuentaba muy mucho
la casa y que llegó a congraciarse con la abuela.
De
la familia realquilada, que vivía en su casa hospedados, Alejandro Pérez, el
niño enfermo con problemas neurológicos no quedó totalmente restablecido y sus
achaques fueron a más teniendo al final que ingresarlo en un manicomio, donde
protagonizó algún escándalo debido a su enfermedad.
En
un día de invierno de la década de los sesenta, se colgó de un cable con unas
cinchas sin dejar pasar la cabina del aéreo. Sobre las aguas del puerto.
Reclamando comida y trabajo, para él y para sus hijos, teniéndolo que bajar de
aquel reducto los bomberos, y la policía judicial. Dejando así de llamar la
atención en los escritos de los periódicos del tiempo. Lo descendieron a la
fuerza y le dieron una paliza y unas duchas de agua fría, que le quitaron las
ganas de hacer más reclamaciones de aquel tipo, en aquel tiempo, donde según
las autoridades de la época, todo estaba bien atado.
_
¿Dónde estoy? _, preguntó el misionero, al doctor, con extrañeza.
_Estás
en el Hospital Clínico Herminda Martín de Chillán, te trajeron hace dos días, y
hemos tenido que asistirte, por las heridas contraídas y la debilidad de tu
cuerpo. Da las gracias a tu monaguillo, que no ha querido abandonarte ni un
solo minuto.
_
¿Está bien Dionisio, mi monaguillo?_, Por Dios, denle amparo y de comer es un
muchacho estupendo. He de volver a la calle, hay tanta gente que nos necesita y
no debo perder ni un minuto más, los que necesitan cuidados son los afectados,
por el seísmo y no yo, dejar las atenciones para ellos, son los que eligió Dios.
_
No pases cuidado, ahora le verás, pero eso de dejarte ir, de momento nada. Por
cierto, no me ¿reconoces? _, preguntó el doctor Vázquez al misionero, que
tendido en la mesa de cuidados intensivos, languidecía, con una presencia de
mendigo y con menos salud que un incurable.
_
¿Quién eres?_ acentuó Elías, mirándole fijamente, ¿eres el ángel que han
mandado a despedirme de esta existencia, quizás?
_
¡No; para nada! _. Apostilló el doctor Vázquez, pronto me reconocerás, me dio
aviso la monja Sor Dorita, que estabas en cuidados intensivos, y no nos lo
podíamos creer, que fueses tú. Vine en cuanto salí de quirófanos para atenderte
y si, ¡faltaba más! El mismo, Elías, ¡Dios, como nos hemos encontrado! ¿Al cabo
de tantísimos años? _, siguió replicando aquel cirujano, mientras que Elías
quería descubrir, pero era incapaz_. ¡Eso sí! Nos has contado todo lo que se
vivió en un barrio llamado Turó, de quien sabe donde, en los años cincuenta y
sesenta del siglo pasado. ¡Qué recuerdos! _ acabó su charla el cirujano,
intentando mitigar la hemorragia del misionero.
Que
sepas querido Elías que Sor Dorita, es hija de Romeo y de Soledad, nieta de
Inocencio e Isabel, y sobrina de Choli, que me parece has estado nombrando
durante horas y horas. Dorita, una vez murió su padre, se marchó del barrio
buscando aquello, que siempre, había sido su propósito: ordenarse como monja
peregrina, para ayudar a los pobres. Lo consiguió y ha pasado por varios
países, el último destino ya como jefa de la orden de las de San Juan, en Chile
y ahora ayudando a los damnificados de Chillán_. ¿Recuerdas, haber jugado con
ella, cuando hacía de enfermera, con su hermana Marina, y mi prima Rosa del Mar
ya fallecida?_ siguió enumerando y argumentando más detalles_, y Piluca; hijas
de Margara y mi tío Niko, ellas eran y hacían de muy malitas y enfermas,
mientras que tú y yo hacíamos de médicos? _ ¿Vas recordando?_, ¿crees que te
vamos a dejar morir aquí tan lejos de tu tierra?
_
La fiebre le ha vuelto a subir y la infección parece no remite_. Le dijo el
doctor a la monja, Sor Dorita, con tristeza y completamente emocionados, a la
vez, que ambos hipaban por la congoja.
1 comentarios:
ESTUPENDO COMO SIEMPRE. NIKITTA.
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