Tenía miedo cada vez que se disponía a dormir en
su alcoba, no quería cerrar los ojos por si se quedaba traspuesto, era pánico
lo que le daba, conciliar el sueño, un par de momentos de espanto importantes
le habían sobrevenido en el transcurso de sus cabeceos, de los que resultaba
para su persona un estado funesto.
Era en un principio inconsciente de las secuelas
dejadas, pero a medida que se confiaba, le sucedía con más frecuencia y
entonces ya empezó a preocuparle. Síntomas de enfermedad no tenía por lo menos
que él supiera, quitado de la clásica gragea de los hipertensos. Conservación
de sus buenos hábitos seguía manteniendo, era muy consecuente con lo que bebía,
jamás sin pasarse y sin mezclar bebidas espirituosas. Las comidas, a veces las
hacía opíparas pero seguía una dieta que
rara vez se la saltaba con excesos. Era persona de disfrutar de de lo que le
proporciona el destino, aparte de ese concepto, no tenía costumbre de infringir
las tolerancias de lo permisible en lo concerniente a su cuidado personal. De las
drogas ni pensarlo; dentro de la cordura creía que los humanos para poder
disfrutar de los instantes de placer, debían estar completamente serenos y limpios
de substancias estupefacientes. No existe desgracia más inflexible, que algún
hábito de los que solemos dar licencia vulgar, se apodere de la propia voluntad
y no exista capacidad posterior para corregir esa tendencia.
Este individuo si podía presumir de no consumo de
narcóticos. El único vicio que mantuvo durante tres décadas fue el cigarro, y
cuando se percató que le afectaba muy mucho a sus pulmones, lo dejó. Se lo
propuso seriamente y lo desterró de su habitual, sin demasiado problema, a
tenor de los cambios de humor y del aumento de peso que en un principio
administró con audacia para no recaer de nuevo en las redes del fumador.
Aprovechó la Ley socialista de prohibición del consumo de tabaco en lugares
públicos, como teatros, cines, inclusive los restaurantes y no perdió tiempo,
se acompasó y adelantó a la fecha de entrada en vigor y bastante antes de los
plazos establecidos dejó de fumar, sin ambages, salvando todas las trabas de
engaño que el consumo habitual pone, para que nunca dejes el vicio. Fue un acto
valeroso que le ganó a la costumbre, voluntad férrea de persona convencida y
poco maleable para desertar a lo dañino.
Sus cenas musicales habían sido trocadas por meros
paseos, por el comedor más escaso y severo. Homenaje a la ausencia de colesterol en las
venas, sin medias tintas, consumiendo únicamente lo que podía definirse como un
engaño a su estómago batallador. Otro
enclave, para resolver y olvidar esos misterios de la añadidura gástrica, fue
la acostumbrada lectura, que de siempre había sido paño de contingencias
urgentes.
Gustaba de la lectura ante cualquier cosa, tanto
que prospecto farmacéutico, publicidad local, libelo del barrio, o anuncio por
palabras que le llegara a sus manos leía indefectiblemente. Cuando más aquellas
obras resultantes de sus amistades, libros publicados de Jesús Ávila Granados,
Jordi Llavina, Isidro Garrido, o Lorenzo Silva, grandes escritores con temas
diversos que le transportaban a vivencias diferentes, exóticas, culturales y
raras. Atendiendo con frecuencia asuntos personales, que a veces ni tan
siquiera eran suyos, pero que igual asistía, dando su apoyo y consejo, pudieran
ganar enteros a la hora de resolverse. Creía en la gente, ya no en todo tipo de
personas, pero sí tenía tendencia hacia escuchar a los semejantes, para
comprender de donde se ponía el lado de la certeza. A pesar de que algunas de
las personas que asistía, escuchaba, o aconsejaba después y sin recato se
disponían con frecuencia a poner ligas en su caminar. Todos sabemos cómo es la
gente, interesada, despreocupada y
desleal.
Su problema, su miedo y preocupación le sobrevenía
cuando le entraba aquel sueño exigente que le hacía abandonar la vida para entrar
en somnolencia, seguir por aquella ruta del: “no sé si volveré” ¿despertaré después?, que tanto oprimía en su
pecho, sumada con otra no menos reciente que es el olvido de algunas palabras y
más que eso, el retraso de no poderlas articular y aplicar cuando a él le venía
en gana, por necesidad derivada de la conversación. Como si su cerebro se
volviera viejo y le sometiera a un retraso y que le suministraba cuando le
parecía menester, para que las pronunciara a destiempo.
Aquella noche se retiró cansado, apenado por las
últimas noticias de economía, que los políticos populares habían prometido
resolver, sin éxito aparente y nada les parecía poco para recortar donde más
dolía. Dejando al país, en manos de una señora alemana llamada Ángela, que todo
el mundo parecía confiar y que nos estaba llevando a la ruina, con el permiso
de toda la clase política.
Se reclinó en su almohada y se quedó dormido sin
más, respirando con dificultad, roncando como un buey de carga, respirando
entre cortado y con ausencias de tomas de oxigeno, con esos tiempos ausentes de
continuidad normalizada, que hacían se sobresaltase entre aquellas sábanas
pulcras y nítidas, con tiritones nerviosos buscando aireación que propiciaban
un descanso discontinuo, arrugando el cuello y aprisionando la garganta contra
la testuz, boquiabierto y ojos entre cerrados por la falta de ventilación y
descanso indefinido. Vivía un sueño irreal, ya fuera de toda maquinación
cerebral y sin el control de su corazón, que palpitaba más deprisa de lo
normal, acabando y queriendo hallar la solución que no le suministraba el
cerebro y que agotaba los instantes reales de vida humana.
Había dejado de respirar, los pulmones habían
entrado en una deserción de oxigeno que hacia imprudente seguir hacia adelante,
la saliva de los labios caía sobre el almohadón, los esfínteres se habían
disparado a una demencia irrefrenable, la cabeza comenzaba a suicidarse, autodestruirse,
por deterioro del no envió de los axones hasta los nervios motores, se había
frenado la multiplicación de los neuroblastos, que son precursores de las
futuras neuronas.
Veía que la vida se le escapaba, esperando la
muerte concursar sin preámbulo, estando inerte en la cama, consumido por su
miedo, el corazón exigía al cerebro una sentencia, el raciocinio le alertaba en
máxima urgencia, igual ya no le daba tiempo arreglarlo. En un minuto transitaron
frente a él tantos detalles de su existencia que se le escapaban y que por
falta de sensibilidad quedaron pendientes, sin una reparación temprana.
Amistades que por no dar su brazo a torcer, o por no enviarles una explicación
a tiempo quedaron sin relación. Familia que por las consabidas envidias o celos
quedaron aparcados en algún lugar de los olvidos y en aquellas fotos que todos
guardamos y que dan fe de lo que podía haber sido y no fue.
Volvió a despertar del mal trago, con ansias de
tragar todo el aire que había dejado de consumir en el lapso de tiempo que duró
aquel impedimento. No habiendo sido regado el cerebro convenientemente, pero
que de esa no se iba a morir. La tos, la sequedad de garganta, la ausencia de
aireación, la zozobra y las bilis llegadas desde la boca del estómago, la
amargura de garganta, entre ácida y agria, la propia ingesta de los líquidos
irritados de vuelta al saco estomacal hacían del salto salvaje y brutal que dio
desde la pitra, destapándose, con ansias de vivir, de oxigenarse, de asustarse
por verla tan de cerca, tan clara, tan serena ahogándole en sus propias
angustias. Se llenó el pecho de aire, en una y varias aspiraciones abdominales,
atiborró la capacidad torácica y la volvió a repeler, hasta que sus pulmones,
se oxigenaron por completo, mientras, por aquella boca, expectoraba por medio
de la carraspera, todo el contenido malicioso de aquella apnea obstructiva.
Recuperó la vertical, en la oscuridad de la noche,
desnudo, desecho, fláccido, en la cabecera de su cama, rígido, respirando con
las fauces abiertas, asustado por aquel episodio y lo que en él, vivió. El
reloj digital reflejado en aquel techo blanco, reflejaba las seis y once
minutos, hora de un nuevo origen, de otro alumbramiento con fórceps, despojado,
sin cordón umbilical, atroz, desbalazado, temeroso, no moría allí en aquel
instante, todavía le concedían tiempo para sufrir, tendría que seguir
soportando aquel castigo nocturno, preguntándose donde iba aquel gasto de
neuronas muertas, de falta de sosiego, de ausencia del todo, de infelicidad
estoica, de soledad amarga, a la espera de otro capítulo semejante la próxima
noche, en el próximo sueño, en el siguiente abandono.
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