Había sacado dos
billetes en segunda porque resultaba más económico el viaje. Total igual
llegaban a la ciudad de Castellón y se ahorraban algo en su economía que era
raquítica.
En la estación del Norte
la gente se arremolinaba frente a los paneles indicativos de llegadas y
salidas. Los andenes estaban repletos de viajeros esperando subir a los convoyes.
Se olía a: subterráneo, a lóbrego, a húmedo, hasta con el concurso de los ambientadores
automáticos de la estación que a cada dos por tres rociaban aquel perfume aséptico.
La claridad era la típica
de un túnel adaptado para ser apeadero, con sus fluorescentes constantemente
enchufados, manteniendo la calidad de la
lumínica, durante horas impensables, en color blanco amarillo que ponen en la
cara de según quien, color de embalsamado.
Miguel es un padre
orgulloso de su hijo Cándido, a pesar de ser este niño muy feo. Tan feo que lo
habían de mirar dos veces y cerciorarse de que era un chiquillo de más o menos
diez años y no un chimpancé del zoo.
No se entendía como de
aquel señor podía haber nacido persona tan fea, teniendo en cuenta además, que
su madre era una mujer no excesivamente guapa, pero sí, atractiva y con una lindeza
fuera de lo común.
Aquella criatura era muy
antiestética. Lo salvaba lo gracioso de su perfil y lo dicharachero de un
sonido a modo de antropoide, que de vez en cuando emitía, dejando perplejos a los
demás.
Cuando le miraban de
frente le notaban aquella fisonomía tan vasta y tan difícil que más bien
parecía un disfraz de los Carnavales de Vinaroz. Sus cejas eran dos sobacos caducados
de un velludo artificial y los ojos un par de charcos con misterio adornados
por una pena intima, que se enlazaba con las aparatosas ojeras picassianas que
le regalaban, una efigie de encantador de flamencos.
¡Joder con la nariz! Menuda pipa tiene el angelito encima del
bigote. Asemeja ser una silla antigua de madera barnizada. Apéndice con sus poros
dibujados, habitados por esas motitas negras que le daban ese toque de corbata burlesca.
Sus orificios nasales enormes, como los del pozo del Tío Rayuelo, descorridos
al revés, por si hubieren mocos poderlos descubrir sin esfuerzos, poco
disimulados para custodiar esas burillas que se generan al estar resfriado.
¡Eso sí! Aptas para encajar las gafas
con montura marrón y cristales de casco de botella que se ajustan fuerte y sin
meneo, sobre los huesos de la trompa.
La cavidad bucal amplia
para comer a dos carrillos, beber al mismo tiempo y reír mostrando todo el
condimento de lo mascado. Tanto es, que cuando está serio sus labios no
llegan a cerrar completamente el rictus dental, quedando siempre a la vista
aquellos dientes tan inmensos que asoman entre aquellos sesgados hocicos.
Subieron al vagón Miguel
y Cándido y fueron a tomar asiento en su lugar correspondiente, aquel que les
indicaba su boleto, justo al lado de la ventana Cándido, y a su lado opuesto su
orgulloso papá. En el departamento de no fumadores, dado que en aquel tiempo, aún
se permitía fumar en los transportes públicos en desplazamientos de largo
recorrido, habiendo un lugar para que ellos no molestaran con el humo de sus
pitillos a nadie que no le conviniera.
Frente a ellos, invadió la
escena una morena preciosa, más presumida que una pepona de feria y con menos
juicio que el que le aplicó Herodes a Cristo, en su famosa escena del lavado de
manos.
Un escote veraniego,
mostrando unos pechos como dos melocotones de viña, que dejaba salir aquel
deseo irrefrenable de mirarlos una y otra vez, sin poder comprobar la madurez
de aquella fruta.
Ambas tetas más de punta
que el lapicero de un recluta, con una falda tan mini, que regalaba a la vista tersos
muslos vigorosos, prensados en su embocadura por unas braguitas princesa, que
rígidos esperaban ser admirados. Acabando
la visión en el término de la prenda y en su fina etiqueta decía: lávense a
mano. Prohibido estrujar. Administrar con delicadeza.
Unas piernas largas
terminando en unos pies desnudos y de media talla, con las uñas de los dedos
pintadas una de cada color, emergían depiladas. En su regazo descansaba un
bolso de mano del gran diseñador Guy
Laroche y una revista del corazón para mujeres atrevidas, la especial Machos Mann
en edición castellana. Publicación con fotos sensuales de esos cuerpos tan gallardos
y tan vitales, con esos brazos tan gruesos y esos pectorales tan esplendidos,
que acaban en una cintura exigua para seguir con unas caderas de lujo, sin un
ápice de grasa y un abdomen que más que una barriga plana, parecía un trozo de
metal bronceado que le soportaban las tripas. Aquel modelo de la foto, simulaba
debajo del pantaloncito un pedazo de anexo extensible e inimaginable, que ella
disfrutaba mirándolo una vez y otra.
_ ¿Están ocupadas estas
plazas? –, dijo la señorita dirigiéndose a Miguel, y mirando con cierto repelús
al hijo.
_ ¡No, puede usted
ocuparlas! Si usted mira en su billete, le indica el lugar donde debe
sentarse_, comunico Miguel, muy simpático a la señorita.
_ ¡Ya lo sé, es aquí!
pero como es un trayecto largo, por eso pregunto para no equivocarme_, siguió
explicando la joven_. No era capaz de dar con este lugar, creía que era en otro
vagón, pero es este_, alegó la guapa mujer_, dejando desconcertado al papá de
Cándido y animando los nervios del niño que disparó con uno de aquellos gritos
que soltaba y quedaba presto.
Una vez acomodada afirmó
aquellas palabras, poniéndose a leer y visionar su revista, sin dar opción a
respuesta por parte de nadie, no interesándole conversación alguna.
Se ensimismo en las
imágenes de tanto tío bueno, y recogió sus piernas para no permitir se viera
nada de entre aquella exigua falda que de tan corta no se apreciaba.
Miguel disimulando advertía
enfoques, se hacía castillos pensando quien sabe… y el hijo que no paraba de
menearse en su asiento intentaba ver entre aquellos tirantes del suéter lo que
de prohibido ocultaban.
De buenas a primeras ya
hacía dos horas que viajaban y no se había montado conversación alguna, ni tan
siquiera al ocuparse el asiento libre en Villanueva, aquella plaza que esperaba
al lado de la joven.
Ocupándola una abuela
que fue rezando todo el trayecto y que iba marcando desde la ristra del rosario
nacarado que llevaba, en que parte estaba de la oración.
La joven abandonó por un
momento la revista y abrió su bolso de diseño y sacó un plátano enorme, que
después de cerrar de nuevo su Guy Laroche rojo y dejarlo a sus pies, comenzó a
mondar la fruta tropical, para poderla comer, dejando resurgir el fruto de
entre la piel amarilla verdosa, que a modo de desmayo se apoyaban en su mano,
viéndose el nítido escamoso del fruto. Como un enorme y apetecible bocado.
Una vez hecho el ritual
del despellejado, comenzó aquella joven a chupar el banano, acompañado con un
sonido de placer, músico estridente que provenía de su pescuezo. Eufonías que
acompasadas iban poniendo nerviosa a la abuela que mística; oraba sus letanías
ganando poco a poco, todas las plegarias que le marcaba el rosario
eclesiástico.
La descocada jovencita,
fuera de lo que se vivía en los asientos colindantes, siguió desgastando el
fruto a mordiscos menores, haciendo de Cándido una piltrafa al verla absorber
de la fruta del amor, con aquella serenidad, la pasión manifiesta de la banana.
Expresando con saña el brutal alarido antropoide, que usaba para festejos.
Dejando desorientados a los viajeros.
El papá con su mirada
furtiva, quería reprender al hijo, pero a él tampoco le suponía un dolor seguir
la expresión plástica, de aquella joven al triturar y succionar su fruta.
La abuela, abducida, por
los quejidos de la niña y por el alarido del cuadrúmano, dejó los “Spiritu
sanctus ora pro nobis” que traducido es: Espíritu
santo reza por nosotros, para vivir el final de la consumación de la pieza de
fruta.
Finalizó de comer la
banana y con mucha naturalidad, quiso desterrar aquellos sobrantes: las pieles,
que le quedaron en sus manos.
Aquellas mondas
desmayadas y desvanecidas del plátano, eran ya un detrito que debía abandonar y
sin intención de molestar y dirigiéndose al papá le propuso directamente,
mientras miraba fijamente al poco agraciado mozalbete, que volvía a prepararse
para gritar como acostumbraba.
_ ¿Quiere la piel para
el mono?
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