miércoles, 12 de junio de 2013

¿Le doy la piel al mono?


Había sacado dos billetes en segunda porque resultaba más económico el viaje. Total igual llegaban a la ciudad de Castellón y se ahorraban algo en su economía que era raquítica.

En la estación del Norte la gente se arremolinaba frente a los paneles indicativos de llegadas y salidas. Los andenes estaban repletos de viajeros esperando subir a los convoyes. Se olía a: subterráneo, a lóbrego, a húmedo, hasta con el concurso de los ambientadores automáticos de la estación que a cada dos por tres rociaban aquel perfume aséptico.

La claridad era la típica de un túnel adaptado para ser apeadero, con sus fluorescentes constantemente enchufados, manteniendo  la calidad de la lumínica, durante horas impensables, en color blanco amarillo que ponen en la cara de según quien, color de embalsamado. 

Miguel es un padre orgulloso de su hijo Cándido, a pesar de ser este niño muy feo. Tan feo que lo habían de mirar dos veces y cerciorarse de que era un chiquillo de más o menos diez años y no un chimpancé del zoo.

No se entendía como de aquel señor podía haber nacido persona tan fea, teniendo en cuenta además, que su madre era una mujer no excesivamente guapa, pero sí, atractiva y con una lindeza fuera de lo común.

Aquella criatura era muy antiestética. Lo salvaba lo gracioso de su perfil y lo dicharachero de un sonido a modo de antropoide, que de vez en cuando emitía, dejando perplejos a los demás.

Cuando le miraban de frente le notaban aquella fisonomía tan vasta y tan difícil que más bien parecía un disfraz de los Carnavales de Vinaroz. Sus cejas eran dos sobacos caducados de un velludo artificial y los ojos un par de charcos con misterio adornados por una pena intima, que se enlazaba con las aparatosas ojeras picassianas que le regalaban, una efigie de encantador de flamencos.

¡Joder con la nariz!   Menuda pipa tiene el angelito encima del bigote. Asemeja ser una silla antigua de madera barnizada. Apéndice con sus poros dibujados, habitados por esas motitas negras que le daban ese toque de corbata burlesca. Sus orificios nasales enormes, como los del pozo del Tío Rayuelo, descorridos al revés, por si hubieren mocos poderlos descubrir sin esfuerzos, poco disimulados para custodiar esas burillas que se generan al estar resfriado. ¡Eso sí!  Aptas para encajar las gafas con montura marrón y cristales de casco de botella que se ajustan fuerte y sin meneo, sobre los huesos de la trompa.

La cavidad bucal amplia para comer a dos carrillos, beber al mismo tiempo y reír mostrando todo el condimento de lo mascado. Tanto es, que cuando está serio sus labios no llegan a cerrar completamente el rictus dental, quedando siempre a la vista aquellos dientes tan inmensos que asoman entre aquellos sesgados hocicos.

 

Subieron al vagón Miguel y Cándido y fueron a tomar asiento en su lugar correspondiente, aquel que les indicaba su boleto, justo al lado de la ventana Cándido, y a su lado opuesto su orgulloso papá. En el departamento de no fumadores, dado que en aquel tiempo, aún se permitía fumar en los transportes públicos en desplazamientos de largo recorrido, habiendo un lugar para que ellos no molestaran con el humo de sus pitillos a nadie que no le conviniera. 

Frente a ellos, invadió la escena una morena preciosa, más presumida que una pepona de feria y con menos juicio que el que le aplicó Herodes a Cristo, en su famosa escena del lavado de manos.

Un escote veraniego, mostrando unos pechos como dos melocotones de viña, que dejaba salir aquel deseo irrefrenable de mirarlos una y otra vez, sin poder comprobar la madurez de aquella fruta.

Ambas tetas más de punta que el lapicero de un recluta, con una falda tan mini, que regalaba a la vista tersos muslos vigorosos, prensados en su embocadura por unas braguitas princesa, que rígidos esperaban ser admirados.  Acabando la visión en el término de la prenda y en su fina etiqueta decía: lávense a mano. Prohibido estrujar. Administrar con delicadeza.

Unas piernas largas terminando en unos pies desnudos y de media talla, con las uñas de los dedos pintadas una de cada color, emergían depiladas. En su regazo descansaba un bolso de mano del gran diseñador  Guy Laroche y una revista del corazón para mujeres atrevidas, la especial Machos Mann en edición castellana. Publicación con fotos sensuales de esos cuerpos tan gallardos y tan vitales, con esos brazos tan gruesos y esos pectorales tan esplendidos, que acaban en una cintura exigua para seguir con unas caderas de lujo, sin un ápice de grasa y un abdomen que más que una barriga plana, parecía un trozo de metal bronceado que le soportaban las tripas. Aquel modelo de la foto, simulaba debajo del pantaloncito un pedazo de anexo extensible e inimaginable, que ella disfrutaba mirándolo una vez y otra.

_ ¿Están ocupadas estas plazas? –, dijo la señorita dirigiéndose a Miguel, y mirando con cierto repelús al hijo.

_ ¡No, puede usted ocuparlas! Si usted mira en su billete, le indica el lugar donde debe sentarse_, comunico Miguel, muy simpático a la señorita.

_ ¡Ya lo sé, es aquí! pero como es un trayecto largo, por eso pregunto para no equivocarme_, siguió explicando la joven_. No era capaz de dar con este lugar, creía que era en otro vagón, pero es este_, alegó la guapa mujer_, dejando desconcertado al papá de Cándido y animando los nervios del niño que disparó con uno de aquellos gritos que soltaba y quedaba presto.

Una vez acomodada afirmó aquellas palabras, poniéndose a leer y visionar su revista, sin dar opción a respuesta por parte de nadie, no interesándole conversación alguna.

Se ensimismo en las imágenes de tanto tío bueno, y recogió sus piernas para no permitir se viera nada de entre aquella exigua falda que de tan corta no se apreciaba.

Miguel disimulando advertía enfoques, se hacía castillos pensando quien sabe… y el hijo que no paraba de menearse en su asiento intentaba ver entre aquellos tirantes del suéter lo que de prohibido ocultaban.

De buenas a primeras ya hacía dos horas que viajaban y no se había montado conversación alguna, ni tan siquiera al ocuparse el asiento libre en Villanueva, aquella plaza que esperaba al lado de la joven.

Ocupándola una abuela que fue rezando todo el trayecto y que iba marcando desde la ristra del rosario nacarado que llevaba, en que parte estaba de la oración. 

La joven abandonó por un momento la revista y abrió su bolso de diseño y sacó un plátano enorme, que después de cerrar de nuevo su Guy Laroche rojo y dejarlo a sus pies, comenzó a mondar la fruta tropical, para poderla comer, dejando resurgir el fruto de entre la piel amarilla verdosa, que a modo de desmayo se apoyaban en su mano, viéndose el nítido escamoso del fruto. Como un enorme y apetecible bocado.  

Una vez hecho el ritual del despellejado, comenzó aquella joven a chupar el banano, acompañado con un sonido de placer, músico estridente que provenía de su pescuezo. Eufonías que acompasadas iban poniendo nerviosa a la abuela que mística; oraba sus letanías ganando poco a poco, todas las plegarias que le marcaba el rosario eclesiástico.  

La descocada jovencita, fuera de lo que se vivía en los asientos colindantes, siguió desgastando el fruto a mordiscos menores, haciendo de Cándido una piltrafa al verla absorber de la fruta del amor, con aquella serenidad, la pasión manifiesta de la banana. Expresando con saña el brutal alarido antropoide, que usaba para festejos. Dejando desorientados a los viajeros. 

El papá con su mirada furtiva, quería reprender al hijo, pero a él tampoco le suponía un dolor seguir la expresión plástica, de aquella joven al triturar y succionar su fruta.

La abuela, abducida, por los quejidos de la niña y por el alarido del cuadrúmano, dejó los “Spiritu sanctus ora pro nobis” que traducido es: Espíritu santo reza por nosotros, para vivir el final de la consumación de la pieza de fruta. 

Finalizó de comer la banana y con mucha naturalidad, quiso desterrar aquellos sobrantes: las pieles, que le quedaron en sus manos. 

Aquellas mondas desmayadas y desvanecidas del plátano, eran ya un detrito que debía abandonar y sin intención de molestar y dirigiéndose al papá le propuso directamente, mientras miraba fijamente al poco agraciado mozalbete, que volvía a prepararse para gritar como acostumbraba.
 

_ ¿Quiere la piel para el mono?

 

 

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