lunes, 21 de marzo de 2011

Me bajo en Triunfo... Capitulo 2


Capitulo 2º  Testigos y encausados en la espera de turno

Me bajo en Triunfo

Justo al lado una muchacha entristecida, como de no haber roto un plato, quería representarlo pero no siempre lo conseguía y en ciertas ocasiones a los fingidores o descuideros de la licitud, solo con verles de soslayo comprendes que no es todo metal noble, ni tampoco plata, es lo opuesto de lo entendido.
Velada por un individuo mayor que según sus gestos representaba a un pariente muy rayano. Ella morena, con la melena recogida hacia la nuca, cejas anchas y labios carnosos, por la postura que tenia se le notaba una altura media, recatada en la forma procuraba no mostrar sus atribuciones en exceso, en su frontis se podía apreciar lo poco feliz que se hallaba en el lugar, rebozada por un miedo, o figuraba tenerlo, no pronunciaba palabra, dejaba la iniciativa al contertulio, que cargado con pulseras baratas, anillos en los dedos y tres insignias en la solapa de la roída americana, fumaba un pitillo tras otro, sujetándolos con la mano izquierda, encallecida y de uñas largas y enlutadas; en los cristales de las gafas del hombre se reflejaban los parpadeos del alumbrado no permitiendo descubrir la calidad de su mirada.

Extasiados en sus asuntos hablaban y murmuraban en voz baja, como no queriendo que los comentarios pudieran ser oídos, quizás; planeando algún tipo de estrategia mientras a sus pies se iban amontonando la ceniza y las colillas que consumía.
La infeliz sostenía un bolso negro de piel, entre sus manos sudorosas, asintiendo con la cabeza todo lo que el individuo le apuntaba, entre calada y calada al porrillo.
En el escaño que sito al lado opuesto del anterior y separado por la abertura de entrada, sentados un mozalbete de aspecto abandonado, pelo rizado y ataviado a la usanza del tiempo, gafas redondas, muy delgado y poco ruidoso, su cota se denotaba por las luengas extremidades inferiores que poseía y que no sabia como debía aparcar, no presentaba demasiado nerviosismo, sus gestos y movimientos eran controlados, hablaba con otro chaval que podría ser de la misma edad, este muchísimo mas flaco y acabado, cuasi enfermizo. Compartía charlas con la madre, que a su lado,  le suministraba tabaco, pañuelos de papel para sonarse y consejos, este último tenia una tos ronca, de respiración chirriante, propia de estar afectado de los bronquios.
En pie junto a ellos estaba la abogada, que con su toga negra ya colocada, esperaba la hora de la vista.  La letrada era bajita, morena, deslucida, con gafas y amable, daba todo tipo de informes si eran solicitados por sus representados.
A esta licenciada en "Derecho", se le notaba nerviosa e insegura, sin la experiencia necesaria ni las tablas que da la vida cuando sabes transmitir sosiego y templanza, con unas náuseas escalofriantes de vivir esos momentos de padecimiento horripilante,  que no la dejaban gesticular con la asidua comodidad que tienen los reafirmados y conocedores de la jerigonza,  usada en el mundo de la pragmática.

Frontal a ese asiento había otro bancal de madera, justo en la pared opuesta, dejando el pasadizo libre para el ir y venir a los que andaban y paseaban. Dispuestos por orden estaba ocupado por un hombre de mediana edad, acusado de robo con intimidación, rubicundo teñido y con lentes. Según se pudo saber por las notas oficiales que pendían de la pared, que demostraba quien era cada cual y por las veces que salía el oficial de juzgados distinguiendo, preguntando y advirtiendo para que todos estuvieran pendientes de la hora de su respectivo sumario.
Se apellidaba Ramírez Miret y su gracia Gregorio, déspota artificial, galano y lampiño, su presencia ofrecía una larga lista de añadidos peculiares que orgulloso ostentaba. Muy entonado, conjunto de americana cruzada y pantalón de estambre, el borceguí extremado y embetunado. Camisa de seda blanca reluciente con gemelos de oro muy llamativos. El cabello acicalado, marcado y sujeto por la rigidez del fijador. Manos grandes gesticuladoras, limpias y ágiles propias de un dilecto carterista.
Escoltado, prácticamente frotándose con  una joven esbelta, endrina con bolsas en los ojos, cariacontecida y temerosa del futuro inmediato. Devoraba los cigarrillos con auténtico frenesí, no miraba directamente a los ojos, bien por la debilidad que ofrecen los preludios de los malos presentimientos, o por falta de valor, en cualquier caso amiga del individuo acusado de robo. Cabello a media melena, aseado y peinado, con un toque de tinte colorante para disimular algo las canas incipientes. Presentaba una talla media y no era mal parecida, su vestido le tapaba por encima de las rodillas y sus chancletas de tacón, le hacían ser un palmo más alta. Sostenía en sus manos la tabaquera que utilizaba con menudeo.
Otro sujeto la flanqueaba. Veterano, pelo totalmente cano, deponente de la vista, que debía ofrecer su versión de los hechos siempre que fuera requerida por el juez.

Sin fumar sin hablar, únicamente miraba y escuchaba todas las protestas que a su alrededor mantenían. La enjundia del individuo era morrocotuda, rotundo por su grosor, buen comedor y por los colores de la nariz mejor bebedor, le llamaban Cándido, así hacía honor a su carácter. Estaba inquieto y contrito, fuera de lugar; era otra víctima de aquella parodia. Del bolsillo de su gran camisola que la llevaba por fuera del pantalón le asomaba un billete de largo recorrido, lo que hacía suponer que el caballero, no residía en la plaza y había hecho el viaje aquel mismo día.
Salvaguardia y defensor del áureo acusado, Don Raimundo, hombre fornido y listo con mucha experiencia en tales eventos, alto y calvo pero con una fuerza motora capaz de frenar a un caballo pelotero. Avezado en esas lides de la defensa, demostraba tener experiencia y peso para la resolución del caso, fumaba tabaco negro y humeaba como la chimenea de Altos Hornos, les orientaba y de vez en cuando se acercaba y les comentaba lo último que se le ocurría, recomendándoles incluso en algún momento como y de que manera tenían que timbrar la fonación ante su Señoría, este caso tenia relación y concordancia con la vigorosa que mantenía a la niña de pañales y al hombre ataviado con prendas tejanas, ellos eran los denunciantes y el rubio pigmentado y su acompañanta; los inculpados.


En ese instante el jurisperito de José Ponce, que se había mantenido oculto en una rinconada, se acercó a Don Raimundo. En el centro del pasillo mantenían una conversación relativa al argumento. Súbito, el pintado Ramírez se acercó a petición de su representante y participó del comentario, mirando por encima de sus anteojos con la vista perdida a su alrededor, no sin detener su mirada fugaz en aquel recoveco dónde la criatura seguía succionando el chupón, sin enterarse de nada.
No tardaron más de un par de minutos en deshacer la charla, yendo a ocupar sendos bancos, como si el tañir de la campana les hubiese separado por final de asalto en combate de pugilato. El letrado fumador, encendiendo otro cigarro miraba desde su posición a su homónimo licenciado.

Bajito grueso y ramplón que ponía en antecedentes de la conversación mantenida momentos antes a su representado,  el progenitor de la nena; indicándole por gestos una serie de prerrogativas a las que el sujeto parecía estar conforme; se entendía que el denunciante aceptaba las condiciones, congeniaban en el establecimiento de posturas y de lo que plantearían frente a su Señoría. Así es el valedor de la causa de José Ponce, un abogadillo del tres al cuarto, por la presencia tan desaliñada y pérfida, bien parecía que le habían asignado un pasante de oficio; pero en contra de todo lo que asemejaba; era un prestigioso jurista de la ciudad, con un caché elevado y que exclusivamente tomaba los casos en defensa, cuando le apetecía y si se trataba de gentes con poder adquisitivo importante. Su alias; el mismo que su patronímico, Vicente Maushar, con fama de ganador y gastador, parroquiano de los buenos restaurantes y plácemes de la vida.


La demora que se llevaba en aquellos momentos era prácticamente de dos horas y la gente que aguardaba una sentencia, como los que exigían un resarcimiento, comenzaban a sentirse nerviosos, e intranquilos; el resto acompañantes o testigos, lo único que les preocupaba era el reloj, por una u otra causa.
Los policías que allí se encontraban, debido a la costumbre de deambular por esos lugares, aceptaban de mas o menos buen grado aquella estadía, como pensando que aquel corredor les era familiar, lo conocían como el salón de su propio domicilio. Otros letrados charlaban de cosas ya no relacionadas a juicios suyos, si no de otros colegas muy reputados que por entonces no hacían más que acaparar las primeras planas de los periódicos de gran tirada nacional y las emisoras de informativos; aquello era un disparate, un disloque real y verídico, los convocados a atestiguar no querían disimular que ellos estaban allí de paso y que les molestaba estar inmersos entre tanto jaleo, no pretendían más que dar fin al asunto y no tener repercusiones posteriores, pero nadie podía acelerar la pausada marcha de los acontecimientos.

De pronto observó si aún estaba el comunicado entre las hojas de la agenda, y notó un dolor en sus muslos importante, llevaba más de una hora en pié, oyendo y mirando aquel panorama que se le presentaba, se tocó la cartera con un gesto disimulado, y estaba en el bolsillo interior derecho de su americana, pensó de pronto a la vez que hacía el gesto de notarse el monedero, que con tanta gente del oficio, pudiera ser que en su encantamiento le hubiera volado el billetero con los documentos, su cerebro le envío un impulso ofreciéndole sentarse, las piernas no aguantaban más, se había fumado en ese transcurso un par de pitos cuyos restos, estaban en el suelo aplastados, confundiéndose con los demás.

Antes de tomar asiento; de nuevo el oficial asomó su cabeza y tocándose el faldón de su camisa amarilla gritó varios nombres, que se encontraban a no más cinco pasos, en pie se puso la muchacha del fardel, que respondió al nombre de Dolores; el oficial hizo que se identificara; ella, sacando del tan traído y llevado bolso, un resguardo ruinoso del documento nacional de identidad, lo entregó con prudencia y desconfianza; el que fue rechazado por el Judicial sin ni siquiera tocarlo por no tener valor crediticio, ni ser legal, según adujo el subalterno al estar en trámite de renovación, preguntó por el carnet de conducir o algo por el estilo,

_ Tengo el resguardo del carnet, lo estoy renovando - Dijo Dolores.
_ No es válido, ¿tiene carnet de conducir? _ Le increpaba el oficial, mirándola con cara de pocos amigos
_No tengo _ Volvió a responder Dolores, mirando con urgencia a su acompañante.
_Pues, como pretende acreditarse. (...) asintió con energía el empleado.
Con algún documento se identificó, reservándolo junto al expediente, siguió exclamando a voz en grito; ¡Meliodoro Ramos!  Repitió un par de veces, mirando alrededor queriendo descubrir al aludido.

Un individuo que permanecía fuera de la galería, se acercó y le proporcionó la consiguiente acreditación, al llegar a la altura del mentor, la pareja formada por Dolores y el hombre de las insignias fascistoides se apartaron ostensiblemente mirando con angustia y desdén a Meliodoro, que facilitaba con diligencia todos los requerimientos oficiales, el petimetre sobrecogido de hombros, con la estampa rota por la vergüenza, presentaba una inseguridad manifiesta y unas dificultades horrorosas de saberse vilipendiado por unos detractores muy conocidos.
Alguna nombradía más se vociferó una y otra vez, que se acercaron raudos con el mínimo ruido dándose a conocer sigilosos, con la intención de pasar desapercibidos, con poco éxito; todos los concurrentes afilaban su curiosidad y curioseaban a las llamadas del malcarado y poco simpático empleado.

No pudiendo más tomó asiento en un hueco que había quedado libre a la izquierda, los ocupantes anteriores estaban con el juez, ó en la antesala para entrar; se trataba de los dos adolescentes y la madre, acusados de falsificación de documento y robo con allanamiento.



Notó alivio al dejar descansar las posaderas, un peso físico descargó con un suspiro, no se hicieron esperar las posiciones disponibles del asiento, tanto por un lado como por otro, la policía se aprestó a tomar aquel contorno que permanecía vacante; quedando resguardado por unos vigilantes, que lo avistaban de tarde en tarde, de forma descarada y siempre de soslayo.

La menuda seguía deleitándose con aquel chupete pendido por el cordón de poco peso, que le rodeaba el cuello, abriendo y cerrando los ojos como si aquello fuera la conocida sala de espera de la consulta de su doctor y estuviera tranquila esperando ser visitada.
Uno de los seres que más apático y camuflado había estado, presenciando aquella mezcolanza burlesca de bajos fondos y pisaverdes, comenzó a hacerle carantoñas y embelecos a la niña, en uno de los momentos que ésta abrió los ojos se acercó dónde estaba sostenida por su madre, y siguió la chanza a la pitusa.

Nadie hubiera imaginado que el hombre que tan quieto había resistido; de pelo rizado, moreno, con los pantalones cuasi caídos y de estómago prominente era un camuflado gubernativo. Despistaba por la algazara que le ofrecía a la criatura, dóciles y simpáticas zalemas; cual pediatra adiestrado, muy en contra de la actitud con la que presentan a los guardias, ó quizás la imagen que se acostumbra a ver de ellos en las noticias de sucesos.

Detalles que a nadie le pasaron por alto, cada vez que se acercaba a bromear aprovechaba para avistar dentro del escote pronunciado del atavío de mamá, con la constricción del mínimo sostén que llevaba se abultaban y, emergían los pechos como dos duraznos serondos. Pasmado por la vislumbre, trataba de curiosear sin pudícia, algo más en la pechera de la mujer, que los mostraba sin menoscabo y se acreditaban redondos y pujantes. Luego paseaba miraba su reloj, se subía los pantalones hasta la cintura, ajustándolos bajo su enorme estómago, se tragaba los mocos que se los había hecho llegar hasta la garganta con un ruido clásico de nariz y laringe propios del verraco más grosero de la pocilga.

El vigoroso Don Raimundo y su valija de piel en la diestra, acorralaba, al trigueño acusado que se limpiaba sus anteojeras progresivas, con un pañuelo arrugado y penoso; éste dejó el comentario que le hacía en aquel instante a su consorte, para atender la pregunta del licenciado, mientras continuaba friccionando los cristales.
La sinuosa demacrada que apuraba cada vez más las colillas del pitillo, comenzó a inquietarse de forma inconsciente al ver a su pareja discutir con su abogado por unas diferencias de criterio.

La nube mal oliente que había allí, confundía y mareaba, la respiración se hacia entrecortada. La única que no se perturbaba era la chavalilla, que arropada por los movimientos de su madre, dormitaba y chupaba como si estuviera muy acostumbrada a los ambientes de humo y desorden.

La Sala Cuarta de lo Penal estaba revestida de características, además de los tableros oficiales habían otros anuncios informales; para quien los necesitare, grupos de licenciados de la última hornada ofreciendo sus inexpertos servicios por módicos precios.
Otras ofertas poco ortodoxas de algún que otro comerciante despiadado, con alquiler de gabinetes y de películas con documentales de los mejores letrados del siglo. Venta de togas de segunda mano para incipientes, en muy buen estado de conservación.
Anuncios de cenas a celebrar en fecha determinada, con francachela y espectáculo incluido, para miembros de la Adjudicatura de ésta o aquella promoción. Sociedades y direcciones de despachos de procuradores afamados, publicitando sus servicios con minutas variopintas.
Clásico cartel informativo de: Prohibido fumar, que todo el mundo despreciaba con desdoro y que se ignoraba por decreto ley, permanecía yerto como si la gente no supiera leer, ya que es posible que fuera el lugar dónde se permitía fumar con mayor licencia.
El lugar no tendría más de doscientos metros cuadrados, el gentío cada vez más arremolinado, se paraban, se quedaban, paseaban y circulaban a las salas contiguas, bien se marchaban por finalización de su tarea. Abogadas más o menos vistosas, orondas algunas, feúchas otras, bajitas y altas, pero muchas de ellas sin toque de distinción. Empleadas del juzgado sin presencia, indiferentes a todo aquel trajín, desprovistas de amabilidad, de urbanidad o de simplemente de una sonrisa casual como establecen las normas de educación, sería por aquello de la costumbre de trato con gentes de toda índole, a veces tan ingrata como despreciable.
En el centro del corredor hablaban sin cortapisas dos abogados bisoños y sin destreza, notábase por el modo con que se sorprendían de algunos detalles y por la forma cómo les temblaba la garganta y sudaban las manos, sostenían la túnica negra, recién planchada en el brazo, prestos a colocársela sobre el traje cuando estuvieran actuando, trataban temas relativos de algún caso a punto de ponerlo sobre el tapete, sin hacer consideración a personas.
Leyes y más leyes, como si repasaran alguna de las lecciones magistrales de la Universidad, o tal vez hablando para timbrar la pronunciación y tenerla dispuesta y preparada para la inmediata representación de su defensa.

De nuevo la Guardia Civil femenina apareció; dos mujeres con cabellera larga recogida bajo montera, arrastrando a dos maleantes; por la apariencia, menos de veinte años, con cara de pocos amigos y en todo caso delincuentes reincidentes, nadie les miraba descaradamente aunque todos les vieron entrar, pasar y desaparecer.
Ningún comentario mientras duró el recorrido, volvió a reinar un respeto asociado con los reos, ellos parecían disfrutar con el paseo; Como los toreros cuando salen al ruedo y son admirados por los aficionados. Con sus ojos parecían escrutar a los presentes y a la mínima poder descargar toda la inquina que soportaban en aquel instante.
El “ abultado ” gubernativo aprovechando que José Ponce se había ido al servicio y la niña había abierto los ojillos. Se volvió a acercar a retomar sus chistes y mimos, reclamado con certeza por los atributos de la madre, que parecía no le disgustaba que aquel tipo se los contemplara de tan cerca y sin ningún recato clavaba sus pupilas entre las canalillas, ella hacía movimientos con los hombros para darle más morbo a la situación y quedara más holgura entre el sujetador y la piel.


_ ¿ Cómo se llama la nena? _  Preguntó el guardia por disimular algo su insistencia
_ Se llama Rosa, pero le llamamos Rosita _ Asintió la mujer con un gesto de complacencia, esperando que aquel hombre continuara con sus festejos.
_Es muy espabilada y graciosa _ continuó diciendo el urbano sin dejar de analizar el cuerpo muy de cerca.
_ !Si, lo es¡ _ Seguía la madre mas confiada en sus comentarios y más dispuesta a que le siguiera observando. Dándole todo tipo de facilidades.
_ ¿ Cuanto tiempo tiene? _ Volvió a interrogar esta vez acercándose a menos de un metro de donde se encontraba sentada aquella mujer con su hija en el regazo, y manteniendo su vista aguileña clavada en el escote.
_Cinco meses_ Replicó con agrado y devolviéndole la mirada sostenida sin perturbarse en lo mas mínimo.

Con toda clase de galanura departía hasta que llegó su marido sentándose justo al lado de su parienta sin dar la mínima importancia al hecho de que a su manceba se la estuvieran rifando, los allí presentes. Parecía estar halagado que las fuerzas vivas de la policía, estuvieran haciendo un examen visual y geográfico a todos los recovecos del cuerpo de aquella provocativa cortesana.
La hembra, aprovechó para soltar a la niña en brazos de su José, levantándose a estirar las piernas, bajarse un poco la minifalda, retocarse el moño y fumar, mientras el fisgón se había retirado algunos metros disimulando su pertinaz deseo y retomar su practica de auparse los pantalones que ya los volvía a tener fuera de la gran redondez de su cintura, además de tragarse aquellos asquerosos gargajos que acompañados de la filarmonía de viento, saboreaba con placer.
_ Dónde está mamá _ Preguntaba el padre a su hijita repetidamente.
La niña conocía a su progenitor, sin embargo era meramente imposible que contestara a su papá, por su corta edad, sí balanceaba graciosamente su cabecilla, haciendo gala de su falta de dentición.
La mocosuela volvió a dormirse en brazos de aquel tipo de testa rasurada, mientras la madre saboreaba una colilla mirando por la ventana que daba a un patio de luces. Con la vista perdida, entre los cachivaches que sé mal ordenaban en aquel tragaluz.
De cuando en vez, volvía la cabeza para observar aquel dantesco panorama que se protagonizaba a no más de quince pasos.
Atractiva; cara de pocos amigos y encallecida en mil batallas, sin falsas modestias, miraba a su compañero con vilipendio, podía adivinarse que, no le tenía afecto o no le importaba un bledo, se deducía por detalles evidentes que entiendes cuando la vida te ha regalado días de existencia. En todo el tiempo que estuvieron juntos no hubo ni una mirada de encubrimiento ni un susurro de confidente, lo único que parecía les uniera era su hija Rosita, que carecía de culpa y demostraba ser una zagala de lo más normal.
El escote profundo, se divisaba desde cien yardas, el jubón ceñido al busto llamaba la atención, todos miraban descaradamente; excepto su hombre, su José. Todo apuntaba a que el padre de Rosita, era el que entretenía a la hembra y que la utilizaba de forma mezquina, aprovechando el concurso de la lozana moza; para desviar todas las reflexiones sobre unas vistas complacientes y así atenuar su posible culpabilidad y pasar desapercibido mientras los allí presentes se hacían polvo los ojos con aquella hoguera viviente
_ Este tipo de ropas no es lo más apropiado para visitar juzgados _ Especulaba con sorna, el hombre del traje claro.
Lo utilizan las modelos en las pasarelas para exhibirse ante posibles adquirentes, periodistas y fotógrafos entendidos en moda sexy femenina, cosa habitual de ver por televisión y que tanto repiten las diferentes emisoras, para regocijo de algunas damas de la sociedad con renta per cápita de muchos ceros y para otras no tan arraigadas con el dólar pero si con los sueños mas chocantes y surrealistas. También los lucen las entretenidas de postín en sus casas de trato, con alfombrado de terciopelo, esperando al insigne amante con su saneada cuenta corriente y con el talonario presto, para sufragar los servicios personales de la samaritana del amor correspondiente _ Seguía imaginando aquel hombre.




Próximo capítulo de " Me bajo en Triunfo" En breves días.
novela narrativa de suspense: escrita por E.Moreno
Los nombres de los personajes, los datos de expedientes, los lugares citados no se ajustan ni corresponden a la realidad. Cualquier parecido con los personajes, situaciones o datos, es pura coincidencia.
Otro capítulo publicado de la novela, sucesivamente se iran editanto hasta completar.
Reservado los derechos de autor.








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