Capitulo 7º Se prepara la Sentencia
Me bajo en Triunfo
Entrecejo velloso y disparejo, moreno mugriento, ojos aviesos, la cara jeringada, vista perdida. Calzaba zapatos deportivos de color blanco con franjas negras longitudinales, cordones de lino, tiznados como las fritangas. Sin calcetines, su altura era prolongada, evaluando su mezquindad de perverso, sus piernas flacas y fuertes. Flequillo de mechón negro que tocaba la frente, la tez castigada por el sueño o por el agobio. Pantalón negro ajustado, camisola morada con anagrama y leyenda en el pecho, chaleco sin mangas de color marrón fosco, con hebillas en los laterales, del bolsillo le asomaba la reproducción de un balón de fútbol anudado por unos eslabones nacarados que pertenecían a un llavero. Reclinando su espalda sobre la pared, haciendo un ángulo de quince grados a juzgar por la sombra que proyectaba en el suelo. Permanecía encantado. Bostezando de aburrido, sin el más mínimo gesto por taparse la boca, mostrando un paladar y una dentición abandonada. Le faltaban dos molares y un colmillo, que se observaba al airear la cavidad bucal. Debido a lo rugoso de su cara por mor de las muecas producidas, bien asemejaba un andoba de gran calibre y de higiene corta. Sus manos grandes con dedos entrenados, teleféricos y de uñas acusadas y largas, sobresaliendo la del meñique por su enjundia. Adornadas con anillos de gran valía, que contrastaban y relucían en unas extremidades tan desagradables como desatendidas. Su mirada hiriente, ensamblaba con rasgos plebeyos, aún le hacía más frío y flemático. Observando sin recato y con descaro a cualquier persona o cosa, haciendo gala de multitud de mohínos.
El abogado de Morral hacía entrada por la puerta de la gran sala. Como su defendido no se había presentado a la vista anterior, éste letrado no le conocía personalmente y entró directo a preguntar al agente judicial. Se identificó fehaciente ante el funcionario, para representarle y poder repasar con su cliente la estrategia para su defensa.
El letrado, joven despierto y comedido, recién licenciado, concursando en el caso, como togado de oficio. Tarea designada por la ley a los acusados sin poder adquisitivo elemental. Amparados por las disposiciones del Código de Enjuiciamiento Criminal.
Las leyes que entre otras, a veces parecen también, estar hechas para beneficiar a los que las quebrantan invariablemente. Abonan y desmayan con elegancias y sutilidades a los delincuentes baratos. Olvidando sin piedad y menoscabo a los afectados de sus desmanes y tropelías. Gentes todas ellas, que además de pagar religiosamente los impuestos que ayudan a componer los presupuestos del Pueblo, han de retribuir las facturas y alcances de la desdicha, de una parte de la sociedad, que no hay Deidad, sea capaz de encarrilar.
Los zócalos, el piso, todo lo que permanecía allí le era familiar o por lo menos conocido, al no haber cambiado absolutamente nada desde la última vez que anduvo por la zona, salvo los hombres y mujeres acusados, testigos y policías, que eran otros sujetos aunque pertenecían a la misma laya.
La vista del caballero del telegrama y del traje dril, se iba a perder siempre en la figura del proscrito con llavero deportivo, que apoyado continuaba en posición de descanso a discreción y seguía abriendo sus fauces leoninas, retocándose el flequillo aceitoso que yacía sobre su frente.
Al pronto se abrió la puerta y aparecieron el abogado joven y el judicial de turno, llegando a la altura del “cánula” que absorto permanecía como hibernado.
_ ¿Eres, Morral? Preguntó el oficial
_ ¡Sí, yo soy! - contestando con prontitud, sin mover un ápice de su cuerpo, ni retocar su postura de renegado
_ Este señor es tu abogado _Volvió a aducir el oficial_ Dejándoles a solas y retirándose por el foro, desapareciendo entre tantos y tantos personajes.
No era el mismo abogado que le había salvado en la comisaría de recibir tantos sopapos, aquel leguleyo era bastante más viejo y locuaz, aunque también le representaba como agente de oficio. Se estrecharon la mano, y se presentó el legista, ya con la toga puesta y su cartera de piel en la mano. Tomándolo por el brazo lo casi empujó, desplazándole hacia un vértice de la sala que era dónde menos gente merodeaba, llegando a un banco de madera grande que permanecía libre fuera de aquel corredor.
El hombre del telegrama, como se imaginó, el movimiento que iba a tener el abogado con su defendido, por haberlo observado en ocasiones anteriores, se había instalado momentos antes cerca de ellos, con su oído preparado para ser notario de todo lo que estuviera a su alcance y seguir mirándolo, si no con descaro si con disimulo y estar a la expectativa. El banco estaba justo debajo de un gran ventanal, que proporcionaba una claridad lumínica tras los cristales lustrales moteados al ácido.
La pareja de personajes, se ubicaron uno frente al otro, a pesar de saber que les estaban observando, en posición de confesión por parte del Docto, reclinado hacia él, le anunció con voz tenue y disipada.
_ Como sabrás, se trata del robo de un auto.
_ Sí, ya lo sé _ contestó Morral
_ Eso de la alcoholemia, ¿es verdad? _Continuó el abogado
_ ¡Sí!, iba cargado, algo llevaba _ replicó Morral, asintiendo con su cabeza y retocándose de nuevo su aceitoso tupé que le tapaba los ojos a la vez que miraba alrededor con fugacidad.
_ El fiscal solicita seis meses, debemos convenir estar de acuerdo para poder rebajar la pena. Qué te parece_ Le iba susurrando el jurisprudente al oído.
_ ¡Qué más da! _Admitió el encausado con un gesto de importarle muy poco.
_ ¿Estás ahora con la condicional, verdad? _ Le comentó de nuevo mirando unos pliegos que sostenía en sus manos, revisándolos rápidamente por encima.
_Si, así es_ Afirmó nuevamente el personaje, colocándose un cigarrillo en la boca y ofreciéndole otro a su acompañante que lo aceptó.
Siguió observándolos tras su conversación, que una vez finalizó el interrogatorio del abogado, se levantaron y se separaron, volviendo a la sala de espera. El pollito se volvió a dejar caer donde había estado poco antes, apoyando la planta de uno de sus pies en aquella pared tan renegrida y nefasta.
En otro banco, que estaba a la derecha, se había aposentado el hombre del traje color garbanzo. A su lado permanecía una mujer de mediana edad, muy descarada y con el suficiente desparpajo como para domeñar a cualquier listillo que quisiera enredarla. Propietaria de una zahúrda de costumbres libertinas, que por razones de la vida se había liado con un fulano mayor, con pasta gansa y por aquello del conflicto de intereses lo amenazaba y lo extorsionaba, hasta que la esposa legal del mencionado zutano, bastante más joven que él, se enteró y hubieron disputas sangrientas, escándalos y alevosía.
De hecho la esposa del amancebado lucía un ojo pardo por uno de los trallazos que propinaría Candela en el momento de su particular batalla.
La gracia Candela, nombre de pila de la amante, apellido Roa, como la famosa artista de vodevil, que trabajaba a principios de siglo en los suburbios de la urbe. Datos de la acusada según el panfleto que pendía del tablón de causas. Unos treinta años, rubia teñida y bien plantada, con más experiencia y mundología que la famosa Madona y más tiros pegados que el fusil ametrallador del comandante Alegrías.
Candela estaba intranquila, moviendo sus pies y sus manos de forma neurótica, se retocaba el moño, se lo deshacía y lo volvía a recoger después de airearse el pelo, remodelarlo con sus manos, enrollándolo y sujetándolo con una de esas pinzas modernas plastificadas de color brillante que sobresalen tanto entre el cabello de las féminas.
Sus palmos grandes y finos, con dactilares largos, precisos y ágiles, decorados por unos anillos auténticos de zirconita. En la derecha un sello de oro macizo abrazándole el anular, en sus muñecas dos pulseras de oro con engalanado de medallas. Sus brazos descubiertos largos moteados por lunares amarronados, que mezclados con el vello y con la piel después del rigor de los rayos uva, los hacían descamados. Las uñas de las manos cuidadas, largas y pintadas de color rojo, también le servían a modo de herramienta para rascarse cualquier parte que le venía en gana, sin recato. El maquillaje de su cara, debido al enojo que tenía cuando miraba a sus opositores brillaba y le denotaba su treintena alargada, bien llevada pero sujeta a su aspecto.
Sus palmos grandes y finos, con dactilares largos, precisos y ágiles, decorados por unos anillos auténticos de zirconita. En la derecha un sello de oro macizo abrazándole el anular, en sus muñecas dos pulseras de oro con engalanado de medallas. Sus brazos descubiertos largos moteados por lunares amarronados, que mezclados con el vello y con la piel después del rigor de los rayos uva, los hacían descamados. Las uñas de las manos cuidadas, largas y pintadas de color rojo, también le servían a modo de herramienta para rascarse cualquier parte que le venía en gana, sin recato. El maquillaje de su cara, debido al enojo que tenía cuando miraba a sus opositores brillaba y le denotaba su treintena alargada, bien llevada pero sujeta a su aspecto.
La consorte como parte acusadora, Amelia Sans, porte educado y fina hierba, morena clara, bajita y con cara de excombatiente de las Brigadas Rojas. Defendiendo lo que creía era propio y poco dispuesta a perder lo que tenía, que supuestamente además de la pensión, el acomodo y la buena vida, era el hecho de aguantar a aquel vihuelista y mujeriego. Cabello liso, cuidado, recién salido del secador de algún estilista reconocido, brillaba y sobresalía por su limpieza y efecto. Tocada con un collar de perlas del Caribe, manufacturado desde Manacor, adornaba su cuello tenso y grueso. Vestida con pertenencia y elegancia, dejaba vislumbrar sus piernas envueltas en medias blancas de fina licra y sus zapatos que provistos de un tacón altísimo, relucían como el nácar y disimulaban su poquita estatura.
Acompañada del causante de los hechos, su esposo, culto pero enamoradizo como un trapo de Cachemir. Con una edad para que le sirvieran la sopita ni fría ni quemando y con precaución de las corrientes de aire que suelen dejar huella en las cervicales.
Nariz de bebedor de cerveza y con una cuenta corriente bastante saneada. Nervioso, por estar justo entre las dos últimas mujeres que lo habían visto en calzoncillos y sin ellos, una por derecho de pernada y la otra por amor al contado.
No sabía dónde colocar sus manos, que sudorosas secaba con un pañuelo de papel, su mirada se perdía en la figura de la acusada que debía entrar ante el juez, por la causa de agresión y de extorsión que en pie ya esperaba junto a su abogada.
Armando, recibía de vez en cuando un codazo en los riñones, propinado por Amelia su esposa, que con claridad se había percatado de la insistencia de las miradas del antañón y no permitía esa licencia en su presencia.
_ Aún no tienes suficiente, con lo que has estado haciendo durante estos años con tus hijas y conmigo, que si has llegado dónde estás, ha sido gracias a nuestro sacrificio, que hemos aguantado todo lo que te ha venido en gana _ Replicaba Amelia
El esposo la escuchaba y no pronunciaba, ni siquiera le ofendía lo que estaba oyendo.
_ Si crees que todo va a ser igual, a partir de ahora, vas listo, menos mal que sospecharon algo tus hijas y te pusimos el detective, que siguió tus pasos hasta que se descubrió todo el pastel. _ Seguía acusativa Amelia, muy encendida y rabiosa
_ Vergüenza debía darte, con lo viejo y lo asqueroso que estás, visitar a esas mujerzuelas que te han sacado todo lo que se han propuesto. Si nos despistamos nos arruinas. _ Incidía Amelia
_ ¡Dime canalla! Cuantas joyas y dinero le has regalado a esa furcia, que la muy puta no deja de mirar. Estoy segura que piensa de ti lo mismo que yo, que eres un gilí y un bobo.
_ ¡Déjame en paz! No me aturdas. _ Contestó Armando, tratando de justificar.
Desde la parte opuesta Candela observaba todo lo acontecido, sin importarle un bledo. Todo aquello era historia. Aprovechó su oportunidad con el tipo. Cuando antes había sido otro personaje y en el futuro será con alguien.
El oficial comenzó a nombrar a los primeros encausados para entrar a juicio, el fiscal y los abogados estaban preparados para comenzar con sus intervenciones.
_ ¡Ramón Navarro! _ Gritó el oficial, por dos veces, esperando contestación, miró a un lado y otro, con sus ojos aguileños, recibiendo la callada por respuesta, se introdujo de nuevo de donde había salido, cerrando la puerta tras sus pasos. Una nueva espera se cernía.
Capitulo 7º de la novela Me bajo en Triunfo
Todos los personajes, escenas y comentarios, corresponden a la ficción
cualquier sekejanza a los hechos, personas y entidades, seran fruto de la coincidencia
...Continuará
cualquier sekejanza a los hechos, personas y entidades, seran fruto de la coincidencia
...Continuará
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