viernes, 28 de noviembre de 2025

¡Al suelo! ¡Todos al suelo!

 









Había accedido Jeremy por el acceso de clientes del Banco del Báltico, al hall de “Sean bien recibidos”. Pulsó el botón de la puerta automática, para que le brindara la entrada. Sobre su cabeza estaba la cámara que lo filmaba desde su aparición en el lugar. En el instante de pulsar aquel mecanismo, el semáforo del portón lució en verde, escuchándose una musiquilla de chicharra, que le daba permiso para entrar al recinto. Abriéndose aquella cancela de inmediato.

Una vez en el interior de la antesala de recepción, se dirigió a los dispensadores de volantes del turno de atención. Pulsando la tecla de inicio, mientras la cámara frontal del pasillo registraba sus movimientos. La inteligencia artificial del automatismo le hizo una pregunta que debía responder mediante una pulsión en la pantalla. <<Es usted., cliente del Banco del Báltico>>. Ofreciéndole dos opciones.

Jeremy escogió la tecla… <Si>. Aquel artefacto volvió a exigir de nuevo.

<<Marque el número de su documento de identidad>>.

Jeremy accedió a indicarlo mediante el teclado al uso, y aquel aplicativo retornó con sus averiguaciones.

<<Si necesita efectivo. Teclee 1.-. Si ha de ser atendido. Teclee 2>>.

Tras la pulsación de la palanca con la primera opción. Se dispuso a recoger el trocito de papel justificativo, suministrado por el software de la aplicación de “Banco del Báltico”.

Una vez recogió el volante impreso, dio media vuelta y accedió al gran salón de espera, donde una música de clarinete finísima sonaba, agregando a los presentes una calma penetrante.

Observó que las cinco garitas de atención al público, estaban ocupadas con clientes, que los empleados de la entidad, atendían con diligencia, en aquella mañana fresca de diciembre.

Con lo que reafirmó para sus adentros, <<que no estaría más de veinte minutos dentro del banco>>.

Una vez con su cupón de solicitud en la mano, y habiendo accedido al gran vestíbulo, preguntó con educación a una señorita que aguardaba, para ser atendida.

—Tiene usted el número ATT16. A lo que contestó la joven asintiendo con la cabeza e informando que así era.

—¡Si. lo tengo!, y voy justo detrás de aquella señora que se acomoda en la fila tres. La rubia de las trenzas.

—Gracias, le respondió Jeremy, con amabilidad y yendo a la tercera fila de butacas, tomando asiento justo al lado de la rubia exuberante.

En el reloj de la pared frontal de la oficina la aguja del minutero marcaba el primer cuarto de las nueve de la mañana de aquel día 28 de diciembre, frío, lluvioso y poco sugestivo.

Con lo que las normas y la tecnología de seguridad, daban la apertura de la caja fuerte de caudales del banco del Báltico.

En aquel instante los empleados de mantenimiento y seguridad del establecimiento de ahorro, abrían las puertas al transporte de dinero efectivo que proveniente de la Central de la entidad, proveía de efectivo a la sucursal de la Avenida del Encanto de la ciudad costera. 

El vigilante de la empresa de remesas de caudales, que accedió tras una nueva clienta a la sala, hizo una comprobación fría y objetiva al entorno, al pasillo y al acceso desde la puerta. Hasta el punto donde estaba la cancela de entrada de la caja fuerte. Observó que la normalidad y el sosiego en la oficina crediticia, estaba en orden. Que no existían dificultades para ingresar las sacas que llegaban, y de momento esperaban en el blindado ser llevadas y reservadas dentro de la entidad de caución. Dando por segura la operación de descarga del dinero procedente de la distribuidora de capitales.

El agente hizo un gesto visible, recogido por el vigía del reparto, que esperaba fuera y al momento entraron dos empleados más de la custodia. Con dos pares de sacas conteniendo billetes de curso legal. Otro funcionario con su arma reglamentaria desenfundada de la cartuchera resguardaba el trayecto para cerrar el trasvase de dinero.

Las cámaras instaladas en las esquinas de la sala y en las puertas de acceso, grababan todo el movimiento que se daba en el lugar.

Cuando los dos empleados con los valores estaban en medio del pasillo, se escuchó un alarido desquiciante.

Mas que un grito fue un berreo fenomenal, que heló la sangre de más de uno de los que estaba esperando turno en la sala de operaciones de la entidad bancaria.

Aquel sonido brutal que desorientó al más pintado, fue seguido por el estruendo del disparo continuado de un fusil ametrallador que apuntaba en el techo de la oficina, descarnando el yeso que les caía sobre sus cabezas, a los que aguardaban aterrados.

Seguido de una voz que no se sabía muy bien desde donde procedía que les exigía en un tono amenazador. Repitiendo sin parar.

—Al suelo todo el mundo.  Al suelo de inmediato.

Demandando sin clemencia y con brutalidad, dejarse caer y mantenerse tirados en el piso.

Tanto clientes como empleados del banco. Absolutamente tendidos boca abajo en la superficie que pisaban.

Aquellas pretensiones amenazadoras salían de una voz desequilibrada y terrorífica. En tono recalcitrante y desvaído, perteneciente posiblemente a una mujer, o a un simulador de voz femenino, que en principio no se sabía de cierto, donde estaba ubicada.

Antes que pudieran reaccionar los empleados de la custodia del dinero que lo iban a depositar en la caja fuerte, fueron abatidos por los disparos, sin esperar semejante acción, ni saber cómo.

Tres agentes cayeron fulminados en el amplio pasillo. Dos de ellos los que portaban las bolsas de efectivo y el que llevaba su pistola reglamentaria en su mano desenfundada. Todos quedaron tendidos mientras el ruido y el clamor de gritos y alaridos se hacía eco en el lugar.

Las alarmas de la entidad bloquearon las puertas y quedaron asediados todos los que presenciaban aquella locura inesperada.

La señora rubia de las trenzas, se levantó de inmediato esgrimiendo una Smith and Wesson del calibre nueve, y exigió a los clientes dejaran sus teléfonos, carteras, joyas y pertenencias en un lugar determinado que ella misma dispuso.

Un talego de transporte de unos sesenta centímetros de alto, cuadrado donde debían depositar cuanto ella solicitaba.

Gritando como una posesa y mirando a la cara de todo aquel que se atrevía a cruzar su mirada.

—Al suelo todo el mundo.  Al suelo de inmediato. ¡Sigan mis instrucciones y no sufrirán daños.

—No lo repetiré más. ¡¡Al suelo, si no quieren ser abatidos!!

La ametralladora iba disparando a ráfagas y los empleados del banco estaban todos boca abajo sobre el entarimado, aterrados.

La señorita que le había dado la tanda a Jeremy, una vez puso a buen recaudo los bultos de lona que contenían los billetes de curso legal. Saltó el bufete de atención al público, con una energía de atleta, y fue a sacar con cajas destempladas a la directora de la sucursal. Que con un par de golpes de especialista de lucha grecorromana, dejó desmantelada, herida y desvencijada por los golpes recibidos en el rostro, a la gerente.

Lesionada de gravedad por el meneo y los golpes absorbidos, fue reducida.

Mostrando parte de sus carnes, por haberle rasgado la ropa interior, y haber destrozado el vestido de tergal que llevaba. Sin perder la conciencia de momento pero temblando como una hoja de papel en una tempestad huracanada. Diciéndole a la responsable y zarandeándola.

—Tírate al suelo tú también y no intentes pulsar la alarma. ¡Tía lista! ¡Pedazo de Zopenco!

Pisoteó a la gerente de la sucursal como si fuera un detrito, rompiéndole aún más el vestido y dejando a la mujer en cueros sobre la alfombra del pasillo.

El adjunto y ayudante de la directora se levantó de su silla y cuando fue a tratar con la rubia de las trenzas acaracoladas, cayó abatido sin poder abrir la boca. Aquella rubia, ya desesperada por la prisa, y con ayuda de la que zurró a la directora se había hecho con la situación, en el momento que las ventanas automáticas del banco y las puertas quedaban atrancadas.

El local se quedaba sin luz eléctrica.

Un foco que portaban los atracadores, se encendió desde el lateral de la sala, iluminando a la rubia que a chillo limpio quiso saber quién era Miguel de Sobrestante, exigiendo se presentara frente a ella y le entregara unos documentos que custodiaba.

Nadie dio pie a descubrirse, ni a entregarse, con lo que aquella mujer rubia y robusta anunció.

—De no presentarse el amigo Sobrestante, cada tres minutos iré liquidando a uno de los clientes de esta sala de espera. 

En aquel momento una voz se escuchó al fondo en un rincón y echado sobre el parket, muy cerca de donde estaba acomodado Jeremy se dio por aludido diciendo con voz recia.

—Estoy aquí, yo soy Sobrestante, pero no os entregaré los documentos porque no los tengo. Están en poder de la Fiscalía del Gobierno.

 

De pronto se escuchó una voz pujante que provenía de las alturas diciendo. En el mismo instante que las luces de la oficina volvían a lucir completamente encendidas.

 —Corten… corten. 

 —¡Corten!

La toma ha sido buena, den luz a la sala.

—Gracias a todos. ¡Las tomas son fenomenales! ¡Muy reales, y muy convincentes…! ¡Ha sido un acierto!

Todos los muertos del pasillo, fueron reincorporándose, volviendo a la vida, a la realidad, a la alegría.

La directora de la entidad se puso en pie, cubriéndose los pechos, y colocándose las bragas. Dando abrazos a la rubia del revólver y a la que en un momento la aporreaba sin compasión.

Siendo todos amigos entrañables.

La sangre no llegaba al río. Los muertos resucitaban. El lío era cojonudo.

Los clientes del Báltico fuera de sí, en su mayoría tuvieron que ser de inmediato atendidos por los servicios sanitarios llegados con urgencia para evitar males mayores.

Atender posibles lipotimias, ataques de pánico y demás convulsiones.

Jeremy saliendo de su particular pasmo quiso saber y preguntó al que parecía ser el que gobernaba aquel pitote.

—Que es lo que ha sido todo este meneo. Exigió respuesta el grupo de personas asustadas, capitaneadas por Jeremy.

El que parecía estar más sereno, sin suciedad y con el semblante más controlado. Sin manchas ni mácula de sangre ficticia le comentó.

—Ha sido una escena de la película que estamos rodando, con imágenes reales y con participación ciudadana. Buscábamos escenas sinceras y auténticas, venidas de la inmediatez y la reacción del público, sorprendido por la casualidad. Estábamos hartos de ver situaciones falsas en los actores que participan.

—Me vas a decir que todo este chocho ha sido un engaño. Sin además dar aviso a personas mayores, enfermas y con aprensiones, que podamos tener consecuencias en la salud. ¡Eso quieres decirme! Siguió exigiendo Jeremy.

—Esto no es normal. Espero que alguien con juicio nos dé explicaciones y amparo, para que jamás vuelva a suceder. Concluyó muy afectado, y siguió con su dolorosa queja.

—Hacerlo en un país como el nuestro.  Les traerá repercusiones. Exclamó muy ofendido y siguió exigiendo.

—Quiero hablar con el responsable de este latrocinio y me aclare la cosa, antes de llevarla a tribunales.

El que estaba soportando las exigencias de Jeremy, se sonrió y adujo.

—Perdona pero parece mentira que no te des cuenta que en este país, nunca pasa nada. Las leyes se saltan como vienen en gana. El dinero priva y lo demás son daños colaterales. Además parece que vives en el mundo de Blanca Nieves. Siguió el promotor de aquel atrevimiento, añadiendo excusas para concluir.  

¡Además! ¡Hoy todos creerán que estás de broma!

¡Sabes qué día es hoy caballero!

No has mirado el calendario. Verdad.

¡Ni se te ha pasado por la cabeza!...

¡Hoy es el Día de los Santos Inocentes.

El famoso día 28 de diciembre.

El día en que se permiten todas las aberraciones que podamos imaginar.

¡No seas bobo!

¡Nadie ha muerto!

¡No pasa nada!

¡Pagaremos los desperfectos!

¡Qué clase de ridículo quieres hacer!








Autor: Emilio Moreno

 


martes, 25 de noviembre de 2025

La vía ineludible.

 








Mariano y Paco se encontraron en la esquina de Sicilia. Aquella calle que hace diez lustros estaba por diseñar. Sin asfalto, sin aristas y apenas bordillos, por el entorpecimiento de la fábrica de hilados abandonada. Que ocupaba gran parte del suelo que ahora corresponde a la transitada vía.

El Ayuntamiento a la espera de la urbanización de la zona casi lo había desatendido y nadie tomaba medios para que las obras comenzaran.

 

Aquellos amigos se conocían desde que hicieron el servicio militar en la Base de Artilleros en el Sidi Ifni.

Entre ellos, normalmente se veían a menudo, al cruzarse por la calle. Prácticamente eran vecinos, y se saludaban de paso y a correr.

Sin detener la marcha apenas.

El aprecio seguía siendo sincero, pero las prisas, los conflictos de cada cual y las escaseces del día a día, evitaban que existiera aquella unión que tuvieron antaño.

No les hubiera costado nada, pararse de vez en cuando a charlar por norma.

Si no preguntas, si no te empeñas en regar la amistad, acaba secándose como una flor marchita.

Las prisas, y los asuntos de cada cual, hace que se olvide aquello que en realidad es importante. Cómo relacionarse. El saber cómo va la vida después de haber dejado pasar tantos instantes importantes de vivencias incontroladas.

Sin embargo, aquel día inesperado. Fuera de urgencias, de tropiezos y mandangas. Estando ya ambos jubilados, cuando ninguno de los dos tenía prisa por nada, se detuvieron a saludarse de verdad, en la famosa esquina. Comparándola ahora y como estaba en aquel tiempo.

Así iniciaron aquella conversación que prometía ser larga.

Ya en materia, y después del interés por como le había quedado la pensión a cada uno de los allí presentes y comenzando a alardear de grandezas, vieron venir a René, que a la par que ellos, parecía gozaba también de ilusión por preguntar y presumir.

Sumándose a la charla, recordándole a Mariano que ambos se conocían mucho antes que conocieron a Paco.

Mariano y René, se trataban desde el inicio de los años sesenta, en la escuela primaria. Cuando el plan de estudios estaba establecido de otra forma, con lo que se entabló una divertida charla de recuerdos. Todos ellos satisfactorios y en modo pretérito. Lo que significa que lo tratado ya estaba caducado.

Hasta que René conmemorando nostalgias, indagó por la suerte de Pepito.

José Martínez Marchena, el humorista del grupo del colegio. Que a todos recordaba su gracia y su humanidad, aún y siendo el más jovencito de todos ellos.

Fue Mariano el que trajo a colación el final de los días de Pepito, que tras su altercado en la entidad bancaria que trabajaba, acabó bastante mal.

Enganchó una depresión fulminante, que al cabo se transformó en histeria y de ahí a la caja de pino siendo tan joven.

Fue Paco el que quiso saber más del lío que sucedió en el banco donde estaba empleado Pepe, preguntando. 

—Y cómo ocurrió lo de Martínez. Al final se aclaró el tema, porque en un principio, creyeron que estaba inmiscuido en el asalto a la entidad. 

 No sé muy bien cómo ni qué es lo que realmente pasó. Asintió Mariano que es el que podía conocer mejor que nadie lo que sucedió, al vivir prácticamente en el mismo edificio. Exponiendo.

—La única verdad, es que Pepe, estuvo de baja durante mucho tiempo y algunos decían que lo que ocurría es que estaba suspendido por el propio ente financiero. Al acusarlo de ser uno de los cómplices del atraco. Sin detenerse manifestó meciéndose los cabellos.

 — Cosa que no creo, y digo no creo. Basándome en su carácter y su honradez. Siempre había sido el que nos proporcionaba alegría y mucho más. Aunque sin detenerse aclaró.

—Aún y con esas Pepe no volvió jamás a sentarse en las oficinas del Banco.

El amigo René también aportó leña en su descargo, explicando somero el sucedido aquella madrugada.

—Según parece una mañana en la sucursal del Banco Hispano de Cartago, unos atrevidos violaron la tranquilidad de la oficina que estaba en la rambla, y fue asaltada por unos enmascarados. Aún ni tan siquiera habían abierto las puertas de la oficina. Con lo que los empleados aun no estaban en sus dependencias.

Ni tampoco había clientes a la espera de gestiones. Tan solo estaban el director de la entidad, una becaria, el cajero y Martínez.

El que abrió la puerta de acceso a los facinerosos.

Después de aquel meneo y el susto que llevaron. Las amenazas recibidas por parte de los atracadores y el peligro con que se jugaron la vida, les permitieron llevarse sin resistencia, más de cincuenta millones de las antiguas pesetas.

Que acarrearon de forma refinada, pausada y sin forcejeos.

De ahí el sospechar de Pepe y de alguno más de los empleados.

Todo se llevó muy en silencio por parte del Hispano de Cartago. Sin querer dar detalles a la gente, pero la Guardia Civil intervino y a los pocos días se llevaron detenido a Martínez, empleado administrativo.

A Rodolfo Gensana, el director de la entidad. Además de acusar y trasladar a María Antonia del Verdal, la becaria y al cajero Ramón Tartosí, a declarar en la comisaría.

Los que a posteriori, viendo que había causa ingresaron en la cárcel de Mondoñedo.

Durante varias semanas hasta que se fue aclarando el entuerto.

Nadie sabía que José Martínez tenía tantas deudas, porque no se le conocían vicios. Sin embargo todo apunta a que era un ludópata empedernido. Que se jugaba la mitad del sueldo en el bingo y demás apuestas conocidas. 

Paco, que era el que menos relación había tenido con Pepito, entró al trapo diciendo, comentarios que le habían llegado a sus oídos.

— Creo que con Marifé, su esposa no se llevaba demasiado bien. Según dicen y puede ser cierto, estaba muy metida en una organización cristiana. De una de esas religiones que emergen con sus iglesias postizas.

Muy allegada al pastor, tanto que esa proximidad al catecúmeno era algo más que apego, llegando al descarado amor desenfrenado, a espaldas de Pepito.

De hecho al marido lo había repudiado en más de una ocasión, sin menoscabo y delante de cuantos vecinos pudieran dar fe. Faltándole el respeto al pobre esposo. Por ese trato con el predicador de la congregación, hasta el punto del infausto adulterio. Siguió añadiendo Paco.

—De hecho a Marifé, se la conoce en el barrio por la “Petonera”. Que traducido es la besucona. Por los morreos que le da al menos pintado en la boca.

Un descaro de persona. Nada amable con el pobre Pepito, hasta el punto que lo abandonó y se juntó con el orador del evangelio.

Tuvo mala suerte. Acotó Mariano. Después de tragar aquel recuerdo nefasto de su amigo Pepito.

—Pepe no supo hacerlo. Con lo buen tío que era y lo inteligente. Tropezó con mala hembra. Menos mal que no tuvieron hijos. Añadió René y alargó la perorata diciendo.

—¡Lo enchironaron al final! Y de algún cargo lo acusaron.

Estaba en complot con María Antonia del Verdal, la becaria, que a su vez se entendía íntimamente ligada con “la pieza.”. que era el sinvergüenza de Ramón Tartosí, el cajero del Hispano de Cartago.

Aquellos tres conocidos, quedaron sin palabras, pensando en las vueltas que da la vida, y donde te lleva el destino, si te equivocas hasta en las compañías que crees no van a ser decisivas.

Fue Mariano el que reanudó la charla.

—Conocéis cual fue su final, me refiero al de Pepito.

Paco se encogió de hombros y preguntó.

—Pues la verdad, yo le perdí la pista. De hecho jamás lo volví a ver, fui a su funeral, pero hacía años que no lo veía. Con lo que no sé cómo acabó el pobre Martínez Marchena.

De nuevo Mariano tomó la palabra y comentó no sin recato y en voz semi difusa.

— Acabó en el manicomio, de los Carmelitas descalzos olvidados por Marifé y su familia. Después de cumplir con una condena de cuatro años y un día.
Antes de morir firmó el divorcio con la dama, la que vivió con el páter mientras estuvo preso en la cárcel de Mondoñedo.

René cambió de tercio preguntando a Paco y a Mariano por sus días y por como se lo habían tomado una vez estaban jubilados. A que se dedicaban, como les iba la vida, y dónde brindaban sus esfuerzos.

El primero que tomó la palabra fue Mariano, que les dijo que seguía soltero y que no tenía demasiadas ilusiones. Que a menudo sonreía solo y era feliz como un tonto. Se le presentaba una vejez en la Residencia de los Desmayos y que estaba tranquilo, con pocos amigos y saliendo a disfrutar todo lo que podía y le permitía su físico.  

Paco algo decepcionado con sus hijos, comentó que desde que estaba viudo, se encontraba muy solo y desencajado de la actualidad, que iba a menudo a distraerse a la AAP.

Que no era una aplicación de estas modernas de ahora. Era la Agrupación de Ancianos del Pueblo y que veía los partidos de su equipo el Atlético Paranjodin y poco más.

Procuraba mantener el equilibrio en las comidas, porque se estaba poniendo rollizo como una morcilla caspolina.

Como René no soltaba prenda, tanto Paco como Mariano, preguntaron.

Y tú René, que te explicas. Le demandó Paco.

Tan pito y tan pato. Le comentó con agrado, dejando que Mariano añadiera.

—Te veo muy apañado y muy elegante.

No te quejarás de la vida. ¡Estás como un príncipe! A lo que se sumó Paco, con un gesto seductor, esperando respondiera.

 —Bueno, imagino que ni lo sabéis, porque es raro que nos hallamos parado en esta esquina hoy los tres.

Parece que debíamos pasar cuentas antes de un final que espero sin demasiado retraso. Quizás mi despedida.

—Que ocurre René. Inquirió Paco y respondió el aludido sin ambages.

—El médico me ha dicho, que me quedan menos de seis meses de vida. Que me lo tome con tranquilidad, pero que no hay remedio. Paco el más aprensivo preguntó.

— Y tu familia que dice del tema. A lo que respondió René más tranquilo que un pimiento.

—Pues no lo sé. Lo que opinarían si lo supieran. No les he dicho ni media. Para que van a padecer, cuando es un destino inapelable.

No llegó a los cuatro meses el bueno de René. Sin embargo antes, asistió al funeral de Paco y Mariano, que en una de esas excursiones que hacían. El bus se salió de la carretera y allí dejaron sus penas. ¡Dios los tenga a los tres amigos en la GLORIA.












Emilio Moreno. Autor.

sábado, 22 de noviembre de 2025

¡Que te hundo…que te hago polvo.


 

Se aposentaba solo. Completamente aislado a la vera de la puerta de entrada a su casa. A la izquierda, en el quicio del umbral. En aquella zona olvidada. Sobre el asfalto de alquitrán y la acera hecha con bordillos de piedra molida que soportaban las clásicas baldosas de cemento gris, grabadas en la parte superior con los conocidos tréboles de tres hojas.

En una calle corta y con un desnivel superlativo.

De una travesía muy poco significada y en un barrio aún menos distinguido. El que entonces flotaba encima de lo que fue un sotillo qué lo poblaban las cabras.

Situado a las afueras de un barrio que no llegaba tan siquiera a ser denominado marginal.

Sin más, porque es lo que había entonces y disfrutarlo era más que nada.

Antonio agradecido sin manifestarlo, satisfecho daba las gracias al cielo. Dirigiendo aquellas dádivas al azul, por no conocer a nadie más, con tan buenas referencias.

No era creyente. Era imposible después de sufrir tanto como soportó, y a pesar de todo. El poseer y conservar un poco de aquello, para él era suficiente. Algo más que nada. ¡Lo era todo!

Su vida, su techo, su cobijo. Significaba lo más preciado de lo que puede presumir un pobre. Contando además con la salud y el trabajo.

En una vida llena de poca alegría, y aun menos felicidad.

O sea más de lo que llamamos nada.

Siendo un tipo que no contaba con nada. Poco menos que cero para los demás. Perteneciente al grupo de la gente que pasa desapercibida a lo largo de su vivencia.

Se le solicitaba esfuerzos a cambio de desprecio y migajas, sirviendo a los señoritos.

Aquellos pudientes que decían ser religiosos y creyentes y que se servían de la clase baja para sus inmundicias.

Usando cuando les venía a gozo, a los llamados “Señoritos” El derecho de pernada.

Aquel abuso que ahora disimulan, y que lo “consideraban de lo más normal”, cuando abusaban y lo practicaban con las hijas de alguno de estos servidores. Los mismos esclavos que no tenían donde caerse muerto, y sin justicia les violaban a sus niñas.

Tan solo por poseer las muchachas, buenas tetas, y buen culo.

Cuerpos serranos que tan bien les venía para calentarles la noche y después de ultrajarlas, despreciar a las chiquillas, ya marcadas para los futuros y los jamases. 

Así le recuerdo. Enjuto. Serio sin expresión. No por parálisis facial ni dolencia física. Todo obedecía a la infelicidad manifiesta vivida, y a la imposibilidad de soñar con nada material.

Al gozo de una consecución de sus ideales o metas, y a la mala suerte de haber nacido en aquel tiempo, en la pobreza y en un país con gente tan degenerada.

Jamás le había visto reír por nada ni alegrarse por nadie. Tampoco llorar por el dolor corporal ni por el espiritual, que igual no sabía ni que eso existía. Absolutamente por nada.

Siempre impertérrito. No había algo por pequeño que fuera que le hiciera mella.

Sentimiento, amor, agradecimiento o pasión que le significara algo.

Tan solo vivía en retroceso, con el sentido de su marcha cambiado, en silencio y posiblemente llorando por sus recuerdos.

Efemérides que nada más eran suyas, ya que no tuvo la oportunidad de contarlas o participarlas con alguien. Entre otras cosas porque nadie le dedicó tiempo en atenderlas y compartirlas.

Emergiendo de todos aquellos sentimientos vividos, Antonio seguía inmóvil bajo aquella ventana con dos hojas de madera de pino. Pintadas mil veces en color ocre para que se mantuviera al paso de las inclemencias del riguroso clima del invierno.

Custodiada de una persiana rígida y arrollable, de láminas planas del mismo material que los portones de los ventanucos, y protegiendo la inviolabilidad de la vivienda. Que instaladas desde el exterior, por unas rejas asidas con el clásico cemento grisáceo que se usaba y que la enclavaba a los bordes de la abertura, yacían sin llamar la atención.  

Dibujo que se miraba una y otra vez Antonio, como único paisaje donde viajaba a diario.

Imaginando al ver la reja, y asociándola a sus días.

Inerte y fabricada con metal fundido de quien sabe cuántas cosas.

Uniendo sus barrotes planos y retorcidos a modo de trenza, y pintadas en color negro.

Eran el presidio a que le tenía sujeto su destino.

Aquel era todo el panorama que a diario revisaba para mantener el estatus de lo que le mantenía vivo.

Antonio no podía contemplarse a sí mismo pero el tiempo iba pasando su gasto y lo iba desahuciando a medida que llovían los meses. 

Su cuerpo avejentado y rollizo lo sentaba en una silla de palo redondo de algarrobo, barnizada a mano y con respaldo de mimbre, que la disponía en forma lateral para acomodar su culo y a la vez poder apoyar su brazo izquierdo sobre el respaldo tubular.

Mordiendo aquel caliqueño que apestaba a tabaco rancio, y madera mojada.

Suspirando quien sabe por qué, y por quien.

Después de haber vivido una vida de sinsabores y secretos inconfesables, no por prohibidos, sino porque nadie se paraba a escucharlos.

Mascados del mismo modo con que mordía la punta de aquel tabaco retorcido y pestilente, que más bien se parecía al palo de regaliz. 

Explicándole sin mentar palabra a su propio yo. Entre lágrimas delebles y difusas que recorrían en su caída por entre los surcos profundos de su cara, sin ser distinguidas.

Entonces en aquel tiempo Antonio, había cumplido sesenta y ocho años. Edad que en aquel periodo, se consideraba ser un abuelo.

¡Mejor dicho! No se consideraba, porque a esa edad se les etiquetaba con un rótulo imborrable e impalpable, de senectud.

Fundamentando de forma errónea que con aquella edad las personas de clase baja eran absolutamente una carga. Por ser viejos y caducos para cualquier asunto. 

Jamás vi a sus hijos le dieran un beso o un abrazo, ni observé a ninguno aproximarse con afecto a pedirle cualquier cosa, o regalarle cualquier otra en que se pudiera ver satisfecho.

Del mismo modo él trataba a su gente con similar ejemplo.

Una frase que quedó en el recuerdo de todo el que lo conoció fue;“que te hundo…que te hago polvo”  

Que la pronunciaba cuando no podía soportar más, a cuantos chiquillos lo rodeaban para molestarlo.

Murió un día del año sesenta y siete, del siglo XX.

Solo y en paz.

Pocas fueron las lágrimas que lo despidieron, y tan solo lo añoran al cabo de más de cincuenta y cinco años, aquella calle corta con su desnivel superlativo. De aquella travesía tan poco significada, en un barrio aún menos distinguido.

Su espíritu sigue estando allí, frente al zaguán y aquellos barrotes de las rejas de la ventana de su casa, que son las únicas que se han ido oxidando, porque nadie. ¡Nadie!... Nunca más las ha vuelto a atender.




 





autor: Emilio Moreno
fecha: 22 de noviembre de 2025

viernes, 21 de noviembre de 2025

El humorista burlado.

 






Se había disfrazado completamente en aquel día de Halloween, para que nadie supiera quien era y pasar desapercibido. Con ello se mezclaba con la gente que asiduamente trataba a menudo. De ese modo disimulado, y sin vergüenzas podría sacar materia sobre lo que pensaban de él, y a su vez el propio espía, conocer otras opiniones y habladurías de compañeros, amigos y vecinos. De amantes, novias y demás. averiguando de buena tinta sobre las infidelidades que sospechaba de su propia compañera, la agraciada y guapa Marisa, con un tal Conrado, el sub agente del despacho.

Pormenores íntimos que por ser; o darle la categoría de profundos, a menudo la gente los reserva y calla. Evita ponerlos en tela de juicio y guarda sin airear, por mantenerlos en el más estricto secreto. Por ello Conrado trataba de averiguarlos de forma sencilla, aprovechando los disfraces de esa festividad.

Así todos los participantes del festejo llegado el instante y estando distendidos y flojos, con una copa de más y la cara tapada, sueltan sin reprimirse todo el sondeo al que los someten.

Detalles, incógnitas y reservas escondidas, tan anónimas como los enigmas mejor guardados son los secretos que se airean para conocimiento de los afectados.

Que de no ser acreditados y descubiertos por las casualidades, o con esos principios y vulgares maneras engañosas, pasarían desapercibidos.

Siendo los afectados los últimos en enterarse, por lo que ni tan siquiera sufrirían por el adulterio tolerado.

Cornelio de no preparar este trance, jamás hubiese conocido, ni intuido la promiscuidad de su amiga. Al estar engañado sutilmente por su compañera Marisa, la que lo llevaba muy en secreto, y por una frase dicha en sueños por su galana compañera de vida, se despertó la curiosidad en el colega que dormía a su lado. Preparando un vodevil para levantar la verdad, sin aspavientos. 

El atuendo que llevaría el autor de la trama y pasar desapercibido fue perfecto. Diseñado con tiempo y glamur y un protocolo secuencial fruto de un verdadero espía. Al que le fabricaron con telas especiales y a medida de su talla un modelo propio de los actores más famosos.

Contando con todos los pros y los posibles contras a los que debiera enfrentarse, para no ser sorprendido. 

En aquel día señalado de Halloween, que no es igual que los Carnavales, aunque ambos se involucran con ocultaciones son similares. Sin embargo El Carnaval es una remembranza de arranque idólatra y cristiano que se celebra antes de la Cuaresma, distinguida por el regocijo, el matiz y los tapujos ocurrentes.

Halloween, con raíces celtíberas, es una ceremonia que inicialmente sellaba el fin de la cosecha, y el recogido de la siega. Asociándose con credos y lémures.

De ahí su tópico con el miedo, espectros y aberraciones. 

Ahora en el país, ya se contaba con esa solemnidad a pesar de haber sido importada desde fuera de las fronteras, recalando con la misma fuerza que una raíz se aferra al suelo. Calando rotunda dentro de las costumbres de los hispanos. Por lo que el amigo oscurecido aprovechó la fecha para reunir a todos los que creía eran protagonistas. 

Cornelio normalmente era bastante actor y sinvergüenza, en su propio devenir. Bromeaba cambiando la voz en llamadas telefónicas y sorprendía al más pintado, con engaños veniales. Imitando el tono y la gravedad de la voz de cuantos se propusiera. Era bastante hábil en los plagios de sonidos y de onda y en no pocas ocasiones se hizo pasar por quien no era.


Excentricidades que no llegaban a más porque no se lo proponía.

Mutaba fácilmente con otros personajes y era difícil que se le pudiera descubrir por el ensayo que les proporcionaba a sus eufemismos.

Jamás se dejaba sorprender. Mucho menos cuando curioseaban en detalles íntimos y personales.

Con lo que sabía de antemano que sus amigos, los que estarían allí, en la fiesta, tratarían de ser el mejor disfrazado de la noche.

Reunidos en aquel desmadre, vivirían revueltos, juntos y mezclados con otros invitados que proporcionaban cada uno de los que asistía.

Facilidad para practicar la intimación, descubriendo sus recónditos secretos.

Sonsacados con clase y despegándole la lengua sin zarandajas a los más serios decentes y cabales.

Aquel sátrapa estaba dentro de una relación de años con Marisa.

Llevaban una vida falsa, bastante ordenada para los intereses de la joven, siempre con excepciones para que cada uno de ellos pudiera disfrutar de otros misterios y jamás se echaban en cara ningún reproche ni había desdichas entre ellos.

Compartían el pisito de la calle Muntaner y cada cual se mantenía con lo que ganaba. No había bienes gananciales bajo ningún concepto.

No querían hijos para poder disfrutar de su juventud, y si llegado el momento se daba; aquella ilusión repentina y fugaz que suelen tener los padrazos inesperados, ya se lo plantearían sin darse prisas. 

Para evitar que nadie supiera cual era el disfraz con que se vestía cada uno de los asistentes, se llevó mucho tacto. Cada cual se buscaba la vida y ninguno de ellos quedaba en recoger a ningún otro amigo o compañero.  Todos ellos llegarían al festejo solos, y se vestirían privadamente.

Aquellos que vivían en pareja, debían buscarse el modo de hacerlo por separado sin darse pistas ni suposiciones.

Se permitía, si era para engañar, hacerse acompañar de una pareja ajena y postiza.

Siempre forastera y sin ser colateral del protagonista. Que se encontrarían en la sala de los festejos para seguir actuando dentro de su trama. Esta persona, hombre o mujer, sería invitada para aquel efecto y usada para el arte del despiste con cuidado.

Con eso el secreto quedaba instaurado hasta el final del colofón del meneo. El Halloween aguerrido y singular se iniciaba.

Aquel privado aquelarre en el que todos buscaban el premio final de diez mil euros se iniciaba. Dotación que se le concedería al ganador del certamen, por mejor engaño, ingenio y diseño, gracia y donaire.

Festejo que llegado a su fin y una vez concluida la fiesta, todos y cada uno de los participantes se despojaría del engaño y vestimenta en el lugar y mostrarían in situ sus caretos, para aplaudir al vencedor. 

Con mucho tiempo de antelación. Quizás diez meses antes, Cornelio se alejó de la ciudad, para encargar su atuendo. De ese modo nadie, ni por casualidad ni por destino, coincidiría en saber de qué iba a vestirse.

A la par que sucedía todo esto, el amigo iba grabando las voces de sus colegas masculinos y femeninos, para estudiarlas.

Por si sus atavíos disfrazados, no dejaban pistas, y no fuera sencillo descubrir quien se ocultaba en este o aquel ropaje, y ser descubierto por su tono vocal.

No fue demasiado prolijo hallar el modisto que haría su encargo y lo llegaría a bordar por clase, gusto y calidad.

El sastre que le confeccionaba la ropa se quedó un tanto sorprendido, que un hombre tan apuesto, tan cachas encargara un vestido de mujer tan atrevido.

Con unos escotes tan pronunciados y unos flecos tan difíciles de soportar.

En la misma ciudad alejada, encontró una boutique que hacían pelucas a medida y las ajustaban a la cara de cada clienta.

En eso también estuvo dilecto, y Madame Corvosier, tras ser informada del meneo y con la garantía de cobrar el monto del pedido por adelantado aceptó el reto.

Preparó una cabellera rubicunda, un “melenón” fantástico y blondo, largo y rizado, que le hacía parecer una vedete del Moulin Rouge Parisino, al caerle por sus espaldas cuasi robustas.

Los borceguíes semejantes a los “zapatitos de cristal”, del cuento de Charles Perrault. Autor de la Cenicienta, sobresalían a modo de diseño de los pies de Cornelio.

Unos pechos falsos, elaborados con silicona. De Jackes de la Lumiere. Un diseñador de cuerpos femeninos para el modelaje de mucha índole, sería el autor de sus pectorales los que lucirían en su plexo, siendo confundidos por unas ubres auténticas femeninas.

Aunque no existe un único tamaño de senos ideal y universal, generó un pechamen de lujo.

Ya que la belleza es subjetiva y al depender de los factores masculinos de Cornelio, su altura y complexión, le confeccionaron unas cálidas tetas con sus preferencias personales. Bajo los términos de su proporción mamaria. Con un tamaño que se aproximaba en el C y D, que era la dimensión más propicia para lucir aquel varón.

El protagonista de toda aquella convulsión lo había previsto todo. Para que aquella invasión a la felicidad entre amigos fuera gozosa.

El querer descubrir los actos sospechosos e infames de Marisa, y algún que otro asuntillo pendiente que tenía por resolver se recordara para siempre jamás.

La fiesta del Truco o Trato, llegó como llegan las setas a los bosques, con una fecha fija del último día de octubre del año.

Con lo que nada iba a modificar el instante.

Nadie conocía cómo, ni de qué manera, iba fulanito ni menganito.

Lo que si flotaba en el ambiente, es que cada uno de ellos tenía una ilusión o un fin que acometer en aquel Halloween del principio del siglo XXI. 

El salón Rosa del Ateneo estaba preparado. La orquesta anunciada era una de las más sobresalientes del momento, las mesas estaban repletas de pastelitos, de entremeses, y chucherías.

El Cava regaba las gargantas de los allí acoplados.

La fiesta comenzó con una música sugerente y los participantes iban entrando a cuál de todos ellos más vistoso.

En veinte minutos todos los invitados estaban en el recinto, con lo cual las puertas del ateneo se atrancaron.

Mas de cien personajes se daban cita en el lugar.

Cornelio pronto desplegó su feminidad falsa para atraer hacia él las miradas de los hombres, que engañados, y creyendo que se trataba de una fémina cachonda, se le acercaban asediándolo.

Pronto descubrió a Marisa, su pareja en la vida real, a la que se acercó y cambiando su voz por la de su hermana, y nombrándola como ella lo hacía en su devenir, le preguntó.

—Me he enterado que tienes un lío de cama, con un tipo conocido. ¿Es quizá una verdad…? Preguntó Cornelio a su pareja, cambiando su voz, y colocando la que pertenecía a la hermana de Marisa. 

Su compañera, reconoció la voz de Mirna, sin llegar a pensar que era falsa. Aun y así quiso certificarlo, ya que la veía más grande de lo normal.

Detalle que pasó por alto al imaginar que sería por el atuendo tan fenomenal que lucía. Lo despampanante que estaba, con aquellos zapatos acristalados de tacón que la embellecía y sus tetas puntiagudas como ella, su hermana, solía mostrar.

—Hermanita te noto rara. —Dijo Marisa, tragándose el engaño y añadiendo a sus casi dudas y confiada prosiguió.

—Pareces más grande. ¡No sé!... Tú eres Mirna. ¡No es cierto…! Eres mi hermana, Verdad. Quiso certificar aquella engañada mujer.

—¡Y quién voy a ser; Si no! ¡No seas tonta! Respondió Cornelio bajo la tonalidad de Mirna. ¡Soy tu hermana, es que lo dudas!... y fingiendo como una zorra le dijo a Marisa, que ya confiando del todo y confundiéndola tras el gran esbozo preparado por Cornelio, y su voz suplantada escuchó el mensaje.

Con lo que Mirna que en realidad era Cornelio siguió interrogando a su mujer con el acento y tono de su hermana. 

—Estás liada, verdad. No me engañes que te conozco kuki, vocablo que tan solo usaba y en ocasiones decisivas la hermana de Marisa hacia ella. Dejándola completamente confundida y creyendo a todo gas que quién llevaba aquel precioso traje era su hermana. Respondiendo con gracia y con un tono bajito.

—Se nota mucho, nena. ¡Me tiene loca! El muy jodido. Me atrae y soy capaz de cometer una locura. Estoy loca por Conrado, no sabes cómo se menea el tipo en la intimidad.

— Ya lo has probado en el catre kuki. Dime la verdad. A mi no puedes engañarme, soy de tu sangre y debo aprender de ti. Interrogó la voz de Mirna

—Sí. El muy truhan me lleva a su casa algún fin de semana cuando puedo despistar a Cornelio y me hace suya.

—Entonces, le dijo la voz de Mirna, a Marisa con descaro concluyente.

—Yo podría seducir a Cornelio, con tu permiso. Sabes que siempre me ha puesto cachondísima tu chico. Si ya no le quieres puedo por lo menos seducirlo y quedarme satisfecha habiendo cumplido un deseo de siempre. Acabó la reseña, la voz que fingía ser Mirna.

—Mujer, —replicó la auténtica Marisa y con preocupación aseveró a su hermana.

—No me hagas esto. Es verdad que te veía encaprichada por él, pero no me jodas. No es cuestión de que yo lo mande a freír espárragos y que lo recojas tu y lo desnudes.

Además te arrepentirías. Acabó la charla Marisa hacia su falsa hermana dejándola de lado y marchando hacia otro lugar.

Posiblemente en busca de su nuevo amor, ya que no daba con el paradero de Cornelio.

Al que dejó completamente informado de las ultimas infidelidades cometidas por ella.








autor: Emilio Moreno.