miércoles, 5 de noviembre de 2025

Os queréis, y os divorciáis.

 







Los señores de Garcilaso, Ernestina y Eufrasio son padres de una señorita muy puesta y dispuesta para todo lo que deba ser emprendido. Tanto fue así que siempre resultó ser una niña adelantada a su edad. Entonces la bautizaron con el nombre de Plácida, y sin más y plácidamente transcurrió su infancia y juventud. Jugando con los amigos de su entorno y cursando los estudios de capacitación en la escuela del barrio. Llegando a ingresar en la universidad. 

Tras cinco años de carrera se licenció en psicología y ahora tiene y defiende un gabinete de consultas particular de mucho costo, que además lo tiene dispuesto para atender a alguno de los pacientes que le llegan desde el seguro nacional.

Los padres de Plácida eran una gente muy centrada en la realidad, y siempre se dedicaron a la educación de los hijos y a su crianza.

Detalles que con la nena, por ser la menor se destacaban de forma evidente. Favoreciéndola por ser la más apta y atrevida, lo que afloró en su momento.

Aquel solaz se dilataba en el tiempo que pasaba sin detenerse ni dejar huella, llegando los momentos decisorios. 

Estando en el primer curso universitario Plácida conoció a Higinio, un joven moreno procedente de Santo Domingo, muy apuesto y con semejantes ilusiones y metas que ella. No llevaban estudios semejantes, estudiaban especialidades distintas pero se veían a menudo en la ciudad de los estudiantes.

Pronto se gustaron y les faltó tiempo para ir a vivir juntos bajo el mismo techo.

Los padres del muchacho Eugenia y Emeterio, no estaban demasiado conformes con la nueva relación de su primogénito.

Ellos venían de una casta pudiente dominicana y creían ser los acreedores de tanto sufrimiento y penalidades soportadas de los llamados “Descubridores”. Por lo que ansiaban para su hijo, casarlo con una “Quisqueya” de su país.

Advirtiéndole que llevara cuidado con lo que hacía y con quien se comprometía, que disfrutara lo que le viniera en gana, pero que a la hora de escoger, tuviera tacto.

Amenazas veladas dirigidas a Higinio, por no tener acabada la licenciatura y porque lo estaban alimentando. Soportando el mucho gasto que llevaba tenerlo en la universidad, para que tuviera un futuro en el país. Con lo que le previnieron seriamente.

Higinio se hizo el “sueco”, y aquellas amenazas simuladas como si fuesen advertencias, quedaron en saco roto.

Todo era felicidad amor y fantasía, en aquellos maravillosos días de estudios y derroche a cargo precisamente de la cuenta corriente de los papás.

Antes del final del tercer curso Plácida, se quedo preñada. En cinta de Higinio. Aquella noticia cayó como una bomba en el domicilio de Ernestina y no digamos en el del joven Higinio. Se “hacían cruces”, con la expectativa y singularidades que se les presentaba.

Plácida e Higinio se querían a muerte, y aquel amor no lo iba a disolver ni destruir nadie jamás. Con lo que arrugaron los hombros y siguieron viviendo a costa de los papás de ambos, sin dejar los estudios ni mermar un solo ápice en el gasto que generaban.

El intelecto de Plácida como el de Higinio era superlativo, con lo que continuaron aprendiendo hasta la licenciatura. Pensando en que los esfuerzos que estaban haciendo los abuelos del nieto que por entonces ya contaba con tres años, serían retornados con creces.

Comenzando los meneos clásicos del… “A quien le toca esta semana”.

Un mes, se amparaba al niño en el domicilio de Eufrasio, y al siguiente en el de Emeterio. Esfuerzos que hacían los abuelos, que no serían olvidados por aquella pareja tan unida, que no los despegaría según ellos ni un cataclismo. 

Al término de los estudios tanto Plácida como Higinio, encontraron empleo de calidad, con lo que a no tardar alquilaron un piso mucho más grande, en la Avenida de los Criterios, donde se alojaron con presteza, sin dejar de sangrar a los abnegados abuelos.

Necesidad obligada ya que la mamá de Hugo tenía que seguir con su vida y su profesión, sin olvidar el divertimento con los colegas y amigos. Por lo que un mes Hugo lo cuidaba su yayo americano y el otro su yayo europeo.

Aquella familia se las iba arreglando como buenamente podía, sin que hubiera cambiado nada sobre todo en las dispensas y gastos.

Los dos licenciados iban triunfando en sus respectivas profesiones llegando a cuotas de éxito pasmosas. Tanto en posición y cargo como en emolumentos por sus servicios. Con lo que pudieron comprarse una casita a las afueras de la ciudad para seguir viviendo aquella vida rebozada de éxitos, de beneficios y de escasa atención al hijo que tenían en común.

Pudieran presumir haciendo grandes fiestas y galanteos para sus colegas, amistades y para todos aquellos que les pudieran sacar provecho.

Plácida volvió a quedarse embarazada. ¡Que alegría!

Todos parecían estar encantados por la buena nueva, y como es natural era un “Beguin the Begin”. Un volver a empezar.

—Para qué están los abuelos—comentó Higinio y afirmó.

—Ellos se distraen con los niños y además les dan vida. Plácida tampoco se distanciaba de aquellas palabras dichas por su gran amor, y los abuelos se encargaron como era de recibo. A la fuerza ¡No!... ¡No! ¡Lo siguiente! Con o sin ganas seguir con la traca y calladitos. Sufragando todos los pormenores del nacimiento de Ainara. 

De todo aquello había pasado bastante tiempo. Tanto que los niños ya estaban criados. El mayor, Hugo, contaba con quince años, y Ainara en la frontera de los trece. Aquellos jóvenes adoraban a sus abuelos, tanto los “yayos” por parte de madre, como los de su papá.

Plácida había ayudado a partir de un momento a su madre, con gastos y demás expensas, y no le faltaba un detalle que no le dedicara. Con lo que Ernestina estaba encantada con la clase de vida que disfrutaba, acompañada de Eufrasio, que ahora con más tiempo podía disfrutar de sus partidas de cartas con los amigos en el casino.

Nada parecido a lo que esperaban los señores de Lorenzana, los padres de Higinio. Los quisqueyanos Eugenia y Emeterio, que eran de otra pasta y forzaron de forma contundente a que los niños a partir de un momento, quedaran a costa y en cuidados de sus padres. Siendo cariñosos con todos pero algo más distantes que la parte contraria. Sin embargo en aquel seno familiar brotaba la felicidad y el entendimiento.

Aquella Navidad, no como en todas las pasadas, que acostumbraban a unirse en casa de unos y de otros, repartiendo el lugar en fechas tan señaladas, sería distinto, muy diferente.

En esta ocasión tanto Higinio como Plácida, querían celebrarla de forma especial en su gran casa. Por la noticia tan especial que debían comunicar en la concavidad de todos ellos.

Reuniéndolos a todos la noche de Fin de Año.

El último día de las fiestas y sería como colofón a tanta enjundia.

Aquella noche, llegó la familia al completo por ambas partes. La vivienda impregnada con una inmensa alegría, lucía con guirnaldas y bombillas que se fundían y encendían cada dos segundos.

Consumiendo turrones y bebidas espirituosas, daba una sensación de alegría colosal.

El momento de dar la campanada llegó antes de que dieran las doce de la noche y el año saltara al siguiente.

Hubo dudas en quien daba la noticia y como siempre la da quien tiene más gracia, por lo que Higinio le cedió la palabra a Plácida y esta les comunicó.

—Que sepáis que Higinio y yo nos queremos y respetamos mucho, pero hemos decidido que nos separamos.

El silencio de la sala fue de los que hacen época. Se miraron los unos a los otros y nadie entendía nada. La única que preguntó fue Ernestina.

—Y si os queréis tanto, porqué os divorciáis. ¡No hubo respuesta! El padre de Plácida, el señor Eufrasio le preguntó a su hija.

—Será una broma lo que estáis contando, ¡¿Verdad?!

—No papá, ya hace meses me he enamorado de un influencer, que me tiene el sentido robado.

—¿Y tus hijos? No pretenderás dejarlos solos de nuevo, como acostumbráis. —Papá no quieres entenderlo. Ellos son mayores y ya se valdrán por sí mismos, una semana conmigo y otra con su padre. Nosotros, Higinio y yo, no hemos dejado de querernos, pero de otra manera.

Nadie entendía nada y Eufrasio preguntó a Higinio mirándole a los ojos.

—Entonces cuando te toque a ti, viendo como han procedido tus padres, ¿con quién los dejarás? Higinio con mucho descaro respondió.

—Eufrasio, yo pensaba que usted, junto a Ernestina, se harían cargo. No sé cómo hacerlo de otro modo.

Aquella despedida del año, no fue como las anteriores, ni hubo campanadas, ni brindis, ni absolutamente nada. Se formó una leche, que se cortó de cuajo.













autor: Emilio Moreno

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