Se aposentaba solo. Completamente aislado a la vera de la puerta de
entrada a su casa. A la izquierda, en el quicio del umbral. En aquella zona olvidada.
Sobre el asfalto de alquitrán y la acera hecha con bordillos de piedra molida que
soportaban las clásicas baldosas de cemento gris, grabadas en la parte superior
con los conocidos tréboles de tres hojas.
En una calle corta y con un desnivel superlativo.
De una travesía muy
poco significada y en un barrio aún menos distinguido. El que entonces flotaba
encima de lo que fue un sotillo qué lo poblaban las cabras.
Situado a las afueras de un barrio que no llegaba tan siquiera a
ser denominado marginal.
Sin más, porque es lo que había entonces y disfrutarlo era más que
nada.
Antonio agradecido sin manifestarlo, satisfecho daba las gracias al
cielo. Dirigiendo aquellas dádivas al azul, por no conocer a nadie más, con tan
buenas referencias.
No era creyente. Era imposible después de sufrir tanto como
soportó, y a pesar de todo. El poseer y conservar un poco de aquello, para él era
suficiente. Algo más que nada. ¡Lo era todo!
Su vida, su techo, su cobijo. Significaba lo más preciado de lo que
puede presumir un pobre. Contando además con la salud y el trabajo.
En una vida llena de poca alegría, y aun menos felicidad.
O sea más de lo que llamamos nada.
Siendo un tipo que no contaba con nada. Poco menos que cero para los
demás. Perteneciente al grupo de la gente que pasa desapercibida a lo largo de
su vivencia.
Se le solicitaba esfuerzos a cambio de desprecio y migajas,
sirviendo a los señoritos.
Aquellos pudientes que decían ser religiosos y creyentes y que se
servían de la clase baja para sus inmundicias.
Usando cuando les venía a gozo, a los llamados “Señoritos” El
derecho de pernada.
Aquel abuso que ahora disimulan, y que lo “consideraban de lo más
normal”, cuando abusaban y lo practicaban con las hijas de alguno de estos
servidores. Los mismos esclavos que no tenían donde caerse muerto, y sin
justicia les violaban a sus niñas.
Tan solo por poseer las muchachas, buenas tetas, y buen culo.
Cuerpos serranos que tan bien les venía para calentarles la noche y después de ultrajarlas, despreciar a las chiquillas, ya marcadas para los futuros y los jamases.
Así le recuerdo. Enjuto. Serio sin expresión. No por parálisis
facial ni dolencia física. Todo obedecía a la infelicidad manifiesta vivida, y a
la imposibilidad de soñar con nada material.
Al gozo de una consecución de sus ideales o metas, y a la mala
suerte de haber nacido en aquel tiempo, en la pobreza y en un país con gente
tan degenerada.
Jamás le había visto reír por nada ni alegrarse por nadie. Tampoco llorar por el dolor corporal ni por el espiritual, que igual no sabía ni que eso existía. Absolutamente por nada.
Siempre impertérrito. No había algo por pequeño que fuera que le hiciera mella.
Sentimiento, amor, agradecimiento o pasión que le significara algo.
Tan solo vivía en retroceso, con el sentido de su marcha cambiado,
en silencio y posiblemente llorando por sus recuerdos.
Efemérides que nada más eran suyas, ya que no tuvo la oportunidad
de contarlas o participarlas con alguien. Entre otras cosas porque nadie le
dedicó tiempo en atenderlas y compartirlas.
Emergiendo de todos aquellos sentimientos vividos, Antonio seguía inmóvil
bajo aquella ventana con dos hojas de madera de pino. Pintadas mil veces en
color ocre para que se mantuviera al paso de las inclemencias del riguroso
clima del invierno.
Custodiada de una persiana rígida y arrollable, de láminas planas
del mismo material que los portones de los ventanucos, y protegiendo la
inviolabilidad de la vivienda. Que instaladas desde el exterior, por unas rejas
asidas con el clásico cemento grisáceo que se usaba y que la enclavaba a los bordes
de la abertura, yacían sin llamar la atención.
Dibujo que se miraba una y otra vez Antonio, como único paisaje
donde viajaba a diario.
Imaginando al ver la reja, y asociándola a sus días.
Inerte y fabricada con metal fundido de quien sabe cuántas cosas.
Uniendo sus barrotes planos y retorcidos a modo de trenza, y
pintadas en color negro.
Eran el presidio a que le tenía sujeto su destino.
Aquel era todo el panorama que a diario revisaba para mantener el
estatus de lo que le mantenía vivo.
Antonio no podía contemplarse a sí mismo pero el tiempo iba pasando su gasto y lo iba desahuciando a medida que llovían los meses.
Su cuerpo avejentado y rollizo lo sentaba en una silla de palo
redondo de algarrobo, barnizada a mano y con respaldo de mimbre, que la disponía
en forma lateral para acomodar su culo y a la vez poder apoyar su brazo
izquierdo sobre el respaldo tubular.
Mordiendo aquel caliqueño que apestaba a tabaco rancio, y madera
mojada.
Suspirando quien sabe por qué, y por quien.
Después de haber vivido una vida de sinsabores y secretos
inconfesables, no por prohibidos, sino porque nadie se paraba a escucharlos.
Mascados del mismo modo con que mordía la punta de aquel tabaco retorcido y pestilente, que más bien se parecía al palo de regaliz.
Explicándole sin mentar palabra a su propio yo. Entre lágrimas delebles
y difusas que recorrían en su caída por entre los surcos profundos de su cara,
sin ser distinguidas.
Entonces en aquel tiempo Antonio, había cumplido sesenta y ocho
años. Edad que en aquel periodo, se consideraba ser un abuelo.
¡Mejor dicho! No se consideraba, porque a esa edad se les
etiquetaba con un rótulo imborrable e impalpable, de senectud.
Fundamentando de forma errónea que con aquella edad las personas de clase baja eran absolutamente una carga. Por ser viejos y caducos para cualquier asunto.
Jamás vi a sus hijos le dieran un beso o un abrazo, ni observé a
ninguno aproximarse con afecto a pedirle cualquier cosa, o regalarle cualquier
otra en que se pudiera ver satisfecho.
Del mismo modo él trataba a su gente con similar ejemplo.
Una frase que quedó en el recuerdo de todo el que lo conoció fue;“que te hundo…que te
hago polvo”
Que la pronunciaba cuando no podía soportar más, a cuantos
chiquillos lo rodeaban para molestarlo.
Murió un día del año sesenta y siete, del siglo XX.
Solo y en paz.
Pocas fueron las lágrimas que lo despidieron, y tan solo lo añoran
al cabo de más de cincuenta y cinco años, aquella calle corta con su desnivel superlativo.
De aquella travesía tan poco significada, en un barrio aún menos distinguido.
Su espíritu sigue estando allí, frente al zaguán y aquellos
barrotes de las rejas de la ventana de su casa, que son las únicas que se han
ido oxidando, porque nadie. ¡Nadie!... Nunca más las ha vuelto a atender.



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