¡Bienvenido.! — saludó aquella dama, que aguardaba en la sala.
—No se
mueva. — respondió el recién llegado. — Busco esa butaca del reposapiés. Así me
acomodo. Me va bien para los tobillos. Se hinchan a poco que los fuerzo, y si
los dejo posar estoy más a gusto.
Un silencio pone fin, a toda la locuacidad expresada en los
veinte segundos anteriores, emitidos por James Stuard. El anciano que se acomodó
a la derecha de aquella aparición inesperada. Una especie de espectro,
disfrazado de guapa doncella.
Es domingo por la tarde, y está lloviendo a raudales. El agua
salpica los cristales de las ventanas. Mas bien ventanales. Dado el tamaño del
acristalamiento, de aquella inmensa pared, a la derecha del sofá.
Toma
acomodo el propio James Stuard. Un individuo, ya mayor. Anciano. Tocado con una
gorra de verano y ayudado en su caminar por una muleta, que dispone en su brazo
derecho. Entre muchos gestos visibles y otras
mímicas se sienta en una silla con respaldo alto, acolchada en color verde.
Poltrona amplia, que debajo de la misma, sin ser muy visible, se desliza un
pequeño taburete, que se utiliza para apoyar las piernas.
Un par de suspiros profundos emite mientras toma asiento, y con
dificultades comienza a menear sus zancas, que las mueve con inclinaciones
bruscas de derecha izquierda. De refilón deja ver unos calcetines azules de nylon,
y unas zapatillas ajustadas del mismo color que los escarpines.
En verdad tiene los tobillos hinchados. Soporta una gran humanidad. Es un hombre recio.
Fuerte y alto. Muy grueso.
Sus idas y
venidas reflejan una espera que no llega. Observa y mira tras los cristales
hacia el cielo. Impaciente, trata de no acelerar aún más su velocidad de
sedimentación. Mientras el chaparrón replica. Se hace advertir. Notándose el susurro
por el golpeo de sus gotas gruesas contra el suelo.
Las alcantarillas
del jardín no dan abasto. Hace rato han dejado de engullir la corriente de agua.
La superficie de aquella parcela está encharcada. Las tragaderas de los
sumideros, no dan abasto. Están embozadas. Ofreciendo a la vista, charcos y
lagunas abundantes.
De alguna manera aquel anciano, mira alrededor y busca a alguien
para entablar charla. Está desesperado. Nervioso e intranquilo. Al poco, sin
saber que hacer, emprende conversación con la seductora mujer, que en un
principio le había dado la bienvenida, y habían intercambiado unas palabras.
Preguntándole al abuelo.
— Buenas
tardes. ¿Me conoces? Interrogó la belleza diluida.
— Debería
conocerla. Le debo algo. Usted dirá, no estoy para acertijos.
— No para
nada. Deudas no tienes, pero memoria tampoco — dijo aquella visión. — entonces usted
dirá, que desea de mí. Si es que algo busca, no estoy para bromas ni para
inventos.
— Lleva
usted mucho tiempo aquí. Me refiero a la institución.
— No. Para
nada. Hace muy pocos meses. Desde marzo.
—¿Se
encuentra a gusto perteneciendo a esta comunidad?
—A gusto. No
me encuentro en ningún sitio. Desde que me quedé solo, todo es una miserable
realidad, sin futuro.
— ¡Cómo llegó
a parar aquí, a esta institución!
— Un nieto
que tengo que vive cerca de aquí. Le dio referencias a mi hijo, y aquí me
encerraron. Me encuentro solo, sin amigos y sin futuro. Me ingresaron, para
perderme de vista. Fue mi familia. Lo pagan con la pensión que me ha quedado al
servir toda mi vida en el Instituto Geográfico de localización
— Ah… veo
que tiene hijos.
— Sí… Tengo
cinco hijos, y todos viven en la ciudad, menos la menor que reside en
Georgetown
— Usted no es
de aquí. ¿Verdad? —preguntó Fantasmina.
— No. Yo soy
mexicano, de Monterrey.
—Veo que
está esperando a alguien importante para usted
— Es verdad.
Los esperaba, pero con este día ya no vendrán.
El hombre se reincorporó de nuevo, sobre la marcha con gran
esfuerzo. Puso su humanidad en pie, y con su meneo, va a dar un nuevo paseo. Dejando
con la palabra en la boca, a la preciosidad que le interrogaba.
Aquella esencia,
transformada en mujer quedó sentada, mirando como desaparecía de la estancia. Sabiendo
que no tardaría en aparecer de nuevo, y sentarse junto a ella, como atraído por
algo superior a sus entendederas, que lo obligaba a volver y volver.
Cansino. Apoyado en su muleta y tocado por su boina veraniega. Se
pierde a lo lejos del pasillo. Paseando no demasiado trozo, para retornar, al
entorno de la butaca.
Su familia no llega y vuelve, acomodándose para seguir con la conversación mantenida con la señorita.
De pronto aquel espíritu, en el cuerpo de Fantasmina, se recrea
con la película de la vida del mexicano. Ya que momentos antes le había
comunicado varios pasajes de su vida, y que tenía cumplidos los 87 años.
—Que esperaba el ultimo bus. El de las dos de la madrugada, que
es el transporte y la hora ideal, para decir. ¡Hasta luego cocodrilo! Nombre
del mejor rock americano conocido.
Refiriéndole parte de su deambular por esos mundos de residencias
especiales para leones solitarios. Con los pros que son pocos y las contras muy
desgraciadas.
Anteriormente había estado en otro lugar ingresado.
Compartía habitación
con dos compañeros más, y no estaba a gusto.
No le dejaban descansar en condiciones, y por lo visto, alguna
de esas personas que menciona. Se ensuciaba
encima, cada dos por tres. Entrando los celadores del centro en su aposento
para cambiarles los pañales al interfecto.
Ese compartir habitación le llevaba más que un quebradero de
cabeza.
— Lo
importante y lo preciso que es estar solo en un apartamento. Poder hacer siempre
lo que me da la gana y lo que está dentro de mis posibilidades y lo que quiero.
Muy desencantado
y mirando su reloj de bolsillo, le aseguró a la confidente imaginaria. — Cuando
acabamos la cena vengo solo, me coloco aquí, en la butaca verde, donde descanso
las piernas y me quedo recordando mis historias. Haciendo un poco de tiempo,
hasta las diez de la noche. Luego subo
arriba y oigo un rato la radio.
Me gusta
escucharla, — aseveró con disimulo.
—Hasta que
dan las doce y luego me acuesto. Si tengo necesidad de ir al servicio me
levanto, y voy. Tengo un armario con
perchero para colocar todos mis enseres, que nadie toca y en verdad estoy
conforme. No quiero ni puedo quejarme. —Decía James Stuard.
—En un día
normal, daba paseos a lo largo del huerto y del jardín de la institución, y retornaba
de nuevo al punto de partida.
—Cada día
leo el periódico, — dijo mirando fijamente a los ojos de Fantasmina. Advirtiendo
alguna rareza en ella, y le preguntó.
—De qué me
conoces.
—Soy tu Ángela
guardiana, Fantasmina. Aquella que solías llamar, en tu tiempo de músico por
esos pueblos y ciudades de California. ¿Recuerdas?
Fue
entonces cuando en el reflejo del cristal, apreció de pleno su cara
entristecida. Sin rictus ni sonrisa. Con sus ojos claros. Ahora posiblemente
por alguna catarata que pudiera tener. Su gran nariz redonda puntiaguda sustentaba
sus anteojos redondos.
Miraba
fijamente tragando saliva con un ruidito muy sonoro y característico.
— Me gusta
leer y cada día leo sentado sin prisas. Hoy ya no vendrán— refiriéndose a sus
hijos.
— Hace muy
mal tiempo.
Daba la impresión de ser un hombre solo, y casi abandonado. Teniendo su suerte echada, que con un poco de fortuna, dejaría de padecer pronto.
En sus
últimos días necesitaba el contacto humano de los suyos, sin embargo estaba conforme
con lo que la vida le proveía.
Mantiene su ejercicio apoyado
en la columna vertebral de la sala principal de visitas.
Tratando de mantener
derecho su cuerpo, que no tiemble bajo ninguna circunstancia, ni bajo ninguna
noticia desagradable. Espera paciente turno para tomar el transporte de las dos
de la madrugada, y sigue mirando invariable, tras los ventanales de la
estancia.
Su contemplación sigue perdida intentando hallar lo que busca
afanosamente, y que de momento, lo salva, el cuidado de su Ángela Fantasmina,
que le asegura largos meses de vida, de esperas y de sensaciones.
En su interior tararea aquello de: Hasta luego cocodrilo.
No llegaste a caimán.
28 enero, 2025
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