viernes, 17 de enero de 2025

Municiones mojadas.

 







Boris… pensaba detenidamente. Habían pasado treinta años de aquel cumpleaños que celebró, cuando entró en la cincuentena. Cuando consumó, a tope sus primeros cincuenta tacos. 

Entonces, ya había gastado medio siglo, y despilfarrado más de la mitad de aquellas cinco decenas malditas. 

Volvía a pensar en su juventud, pero ya sumaba ochenta años.

Aquella lozanía que tuvo y que regaló a la política, aquellos años, tiernos y hermosos que llevados de otro modo, hubiesen sido provechosos. Pensaba.

— Y ahora, esa concepción de ideas, llamada política. Ese partido vetusto, al que he dedicado mi vida. ¡Como me lo paga! En el momento que lo preciso y más lo necesito. Musitó enrojecido.

—Me abandona, y me vuelve la espalda.

Acabó de rememorar pesaroso. Volviendo a la realidad por unos instantes sin dejar de recordar y cuchicheando entre dientes se le escapó.

—Ahora, tan viejo, cuando nuevamente estoy privado de libertad, enfermo y desamparado. ¡Como lo hago para sobrevivir!

Hizo un inciso para retomar fuerzas y proseguir murmurando.

—¡Estoy acabado! Vivo del recuerdo. Muy amargado, y claramente abandonado por mis tres hijas. De las que prefiero no hablar y remitirme a una memoria feliz, que no se borra de mi mente.

 


Cuando estuvo en el frente conducía un camión ruso, transportando municiones desde los diversos polvorines al campo de batalla. Donde se repartían las castañas, los disparos, y el fuego cruzado. 

La muerte.

Entonces repentinamente masculló.

— No tenía miedo. Ni padecía por nada ni por nadie. Solo quería desempeñar mi valor combativo. Demostrar mi valentía, o quizás mi inconsciencia. Creyéndome cantarle las cuarenta a la suerte.

 

Poco antes de que explotara en aquella sociedad, la llamada guerra civil, Boris se preparaba para librar el permiso de conducir y conseguir un puesto de repartidor de bebidas refrescantes en su localidad. No llegó a tiempo.

Estalló la guerra y con la sublevación los trabajos quedaron desiertos y la gente no sabía a qué atenerse. El desmadre desorganizado presidía en los pueblos. Todo iba manga por hombro y con eso hubo gente beneficiada. Los desgraciados como siempre y en todos los casos, a pasar hambre, confusión y exilio.

Boris ya hacía meses que había abandonado a su familia. Todopoderosa, católica y romana. Empresarios de renombre, los que no le dejaban vivir del cuento. Embebido por los aires libertinos juveniles y creyendo que se comería el mundo, se apartó de ellos. Hasta que; no por convicción, y sobre todo, por comer y vivir, solicitó hacer la prueba para alistarse en el frente republicano.

Prueba que pasó y lo admitieron como conductor, aún y sin tener ese carnet que no consiguió obtener.

Todas las andanzas que explica, son imaginarias.

Creyendo las ha disfrutado en su juventud, y entre lo que es cierto y lo que no es, viaja con su mente dispuesta a contar alguna de las grandes invenciones de su vida.

Boris no estaba contento viviendo con Federica, la menor de su prole.

Ocupando un rincón trastero desangelado, y cada vez que su hija tenía planes, debía desaparecer durante las dos o tres jornadas de actividad. Tantos como le duraba el antojo a la nena.

Por lo que se fue del desván, y se instaló a la intemperie. En una de las bocas de metro, hasta que pudo acceder a la residencia de la “Luna”, donde subsiste ahora.

De sus otras dos hijas, Palmira y Libertad, no comenta nada. ¡Como si no existieran! Ellas según dice Boris, no le quieren a su vera. Lo repudiaron al morir la madre, y no tienen apenas contacto.

Aún y con todo lo andado, por ser excombatiente. Militante y gente del partido con dedicación plena a las exigencias de la política. Su pensión es paupérrima, y no le llega para mantenerse. Por mediación de unos viejos colegas de la vecindad, encontró un alojamiento para gente indigente. La residencia la Luna. En la que habita y para actualmente.

Se mudó sin darle noticias a su Federica, que es con la que mal vivía últimamente.

Suele comentar que en algún albergue de las afueras, podría entrar a residir, sin embargo le queda muy lejos de todo y no quiere habitar en distrito desplazado.

En algún parador es posible que cobren menos y con mejor alimento, pero prefiere no arriesgar.

Parece ser que tuvo problemas en el comedor del albergue La Luna, con alguno de los convivientes, por la calidad del agua. La encontraba caliente y nadie le hizo caso, ni le dieron la razón. Creyendo que si buscaba el agua natural, en la fuente de la esquina. La disfrutaría y la podría beber en condiciones.

Se llevó un gran chasco, cuando le prohibieron salir del perímetro del hospedaje a buscar alimentos y bebidas, ajenos a la entidad. El no cumplir con los requisitos, era motivo de expulsión.

En aquella hospedería sus ratos los pasa jugando a las cartas o al dominó con algún compañero esperando cuándo podrá encontrar otro lugar, en el que se encuentre a su gusto.

A pesar de indicar que si no fuera por una herida inexistente que le supura. Podría estar defendiendo un trabajo como siempre ha hecho.

 


Una voz estridente y chillona oía un domingo por la mañana, mientras recogía su paquete de galletas para el desayuno en el centro. Creía que lo buscaban, para llevarlo al frente, a seguir repartiendo munición desde los polvorines a la línea de fuego.

Aquella voz ruidosa y vocinglera, pertenecía a una mujer de mediana edad que ofrecía medios para que asistieran a una nueva iglesia renacentista venida de países lejanos.

El jardín estaba repleto, oyendo el mensaje de la buena mujer. Hasta que fue atacada por un hombre inmenso y descentrado, a medio vestir y con unas zapatillas de invierno muy ajustadas.

El que asaltó a la señora apostólica, adujo que fue su pareja durante cuarenta años, y que lo abandonó por un vendedor de lavadoras.

Lo redujeron y ataron hasta que vino el servicio de manicomio y se lo llevaron dentro de una camisa de fuerza.

Aquella vidente enviada, de culto pseudorreligioso, pertenecía a la llamada vocación de fe El Ventanal de la Gloria, y decía llevar el mensaje del Hacedor.

Mostraba ojeras imponentes y unos ojos pequeños, tras unas gafas que le ayudaban a su posible miopía. Supo desaparecer de semejante lugar, sin dejar rastro.

Al salir de aquel refugio, por la forma de llamar al que la conducía, denotaba miedo y estupor. El camarada se había quedado en el umbral de La Luna. Imaginando que habría jaleo, en aquella pensión.

Se podía descubrir que era su adjunto. El trato entre ambos, aunque no era distante, era un tanto violento y tenso.

Dado que alguna de las argumentaciones diferidas por la adivina. No eran demasiado bien recibidas, e incluso discutidas por su acólito.

Al poco cruzaron la avenida y se fueron dando un paseo para poder discutir, y propinarse toda la clase de insultos que pudieran.

 

Entonces, Boris iba oscilando poco regio, por la herida que decía padecer en el bajo vientre y que su mano derecha se llevaba a ese lugar, a modo de contención.

Cuando pasó frente al espejo del salón, se volvió a mirar, de forma fortuita y se saludó con un gesto de amabilidad.

Olvidando su verdadero dolor y la herida mortal que le produciría su desolación. Su dentadura blanca apareció en la sonrisa. Grande y amarillenta, denotando que no era la de nacimiento por estar desencajada de las encías.

Se apalancó en una mesa con algún que otro colega.

Al rato la conversación versaba sobre temas que iban y venían sin ton ni son. Política y corrupción, quejas constantes sobre idealismo, fracaso y dinero.

Dinero que no tenía, y necesitaba para poder costearse su demencia, su vejez y por supuesto su depresión.

No pudo por menos, el pobre desencantado de Boris, que dar una mirada alrededor y darse cuenta, dentro de su invalidez, que aquel mundo donde vivía. Acompañado de quien estaba. Era todo lo contrario de lo que soñó siempre

 

 

Autor: Emilio Moreno
Enero de 2025, día 17.

0 comentarios:

Publicar un comentario