Boris… pensaba detenidamente. Habían pasado treinta años de aquel cumpleaños que celebró, cuando entró en la cincuentena. Cuando consumó, a tope sus primeros cincuenta tacos.
Entonces, ya había gastado medio siglo, y despilfarrado más de la mitad de aquellas cinco decenas malditas.
Volvía a pensar en su juventud, pero ya sumaba ochenta
años.
Aquella lozanía que tuvo y que regaló a la política, aquellos años, tiernos y hermosos que llevados de otro modo, hubiesen sido provechosos. Pensaba.
— Y ahora, esa concepción
de ideas, llamada política. Ese partido vetusto, al que he dedicado mi vida.
¡Como me lo paga! En el momento que lo preciso y más lo necesito. Musitó enrojecido.
—Me abandona, y me
vuelve la espalda.
Acabó de rememorar
pesaroso. Volviendo a la realidad por unos instantes sin dejar de recordar y
cuchicheando entre dientes se le escapó.
—Ahora, tan viejo,
cuando nuevamente estoy privado de libertad, enfermo y desamparado. ¡Como lo
hago para sobrevivir!
Hizo un inciso
para retomar fuerzas y proseguir murmurando.
—¡Estoy acabado!
Vivo del recuerdo. Muy amargado, y claramente abandonado por mis tres hijas. De
las que prefiero no hablar y remitirme a una memoria feliz, que no se borra de mi
mente.
Cuando estuvo en el frente conducía un camión ruso, transportando municiones desde los diversos polvorines al campo de batalla. Donde se repartían las castañas, los disparos, y el fuego cruzado.
La muerte.
Entonces repentinamente
masculló.
— No tenía miedo. Ni
padecía por nada ni por nadie. Solo quería desempeñar mi valor combativo. Demostrar
mi valentía, o quizás mi inconsciencia. Creyéndome cantarle las cuarenta a la suerte.
Poco antes de que explotara
en aquella sociedad, la llamada guerra civil, Boris se preparaba para librar el
permiso de conducir y conseguir un puesto de repartidor de bebidas refrescantes
en su localidad. No llegó a tiempo.
Estalló la guerra
y con la sublevación los trabajos quedaron desiertos y la gente no sabía a qué
atenerse. El desmadre desorganizado presidía en los pueblos. Todo iba manga por
hombro y con eso hubo gente beneficiada. Los desgraciados como siempre y en
todos los casos, a pasar hambre, confusión y exilio.
Boris ya hacía
meses que había abandonado a su familia. Todopoderosa, católica y romana. Empresarios
de renombre, los que no le dejaban vivir del cuento. Embebido por los aires libertinos
juveniles y creyendo que se comería el mundo, se apartó de ellos. Hasta que; no
por convicción, y sobre todo, por comer y vivir, solicitó hacer la prueba para
alistarse en el frente republicano.
Prueba que pasó y
lo admitieron como conductor, aún y sin tener ese carnet que no consiguió
obtener.
Todas las andanzas
que explica, son imaginarias.
Creyendo las ha
disfrutado en su juventud, y entre lo que es cierto y lo que no es, viaja con
su mente dispuesta a contar alguna de las grandes invenciones de su vida.
Boris no estaba contento
viviendo con Federica, la menor de su prole.
Ocupando un rincón
trastero desangelado, y cada vez que su hija tenía planes, debía desaparecer
durante las dos o tres jornadas de actividad. Tantos como le duraba el antojo a
la nena.
Por lo que se fue
del desván, y se instaló a la intemperie. En una de las bocas de metro, hasta
que pudo acceder a la residencia de la “Luna”, donde subsiste ahora.
De sus otras dos
hijas, Palmira y Libertad, no comenta nada. ¡Como si no existieran! Ellas según
dice Boris, no le quieren a su vera. Lo repudiaron al morir la madre, y no tienen
apenas contacto.
Aún y con todo lo
andado, por ser excombatiente. Militante y gente del partido con dedicación
plena a las exigencias de la política. Su pensión es paupérrima, y no le llega
para mantenerse. Por mediación de unos viejos colegas de la vecindad, encontró
un alojamiento para gente indigente. La residencia la Luna. En la que habita y para
actualmente.
Se mudó sin darle
noticias a su Federica, que es con la que mal vivía últimamente.
Suele comentar que
en algún albergue de las afueras, podría entrar a residir, sin embargo le queda
muy lejos de todo y no quiere habitar en distrito desplazado.
En algún parador
es posible que cobren menos y con mejor alimento, pero prefiere no arriesgar.
Parece ser que tuvo
problemas en el comedor del albergue La Luna, con alguno de los convivientes,
por la calidad del agua. La encontraba caliente y nadie le hizo caso, ni le
dieron la razón. Creyendo que si buscaba el agua natural, en la fuente de la
esquina. La disfrutaría y la podría beber en condiciones.
Se llevó un gran
chasco, cuando le prohibieron salir del perímetro del hospedaje a buscar alimentos
y bebidas, ajenos a la entidad. El no cumplir con los requisitos, era motivo de
expulsión.
En aquella hospedería
sus ratos los pasa jugando a las cartas o al dominó con algún compañero
esperando cuándo podrá encontrar otro lugar, en el que se encuentre a su gusto.
A pesar de indicar
que si no fuera por una herida inexistente que le supura. Podría estar defendiendo
un trabajo como siempre ha hecho.
Una voz estridente
y chillona oía un domingo por la mañana, mientras recogía su paquete de
galletas para el desayuno en el centro. Creía que lo buscaban, para llevarlo al
frente, a seguir repartiendo munición desde los polvorines a la línea de fuego.
Aquella voz
ruidosa y vocinglera, pertenecía a una mujer de mediana edad que ofrecía medios
para que asistieran a una nueva iglesia renacentista venida de países lejanos.
El jardín estaba
repleto, oyendo el mensaje de la buena mujer. Hasta que fue atacada por un
hombre inmenso y descentrado, a medio vestir y con unas zapatillas de invierno
muy ajustadas.
El que asaltó a la
señora apostólica, adujo que fue su pareja durante cuarenta años, y que lo
abandonó por un vendedor de lavadoras.
Lo redujeron y
ataron hasta que vino el servicio de manicomio y se lo llevaron dentro de una
camisa de fuerza.
Aquella vidente
enviada, de culto pseudorreligioso, pertenecía a la llamada vocación de fe El
Ventanal de la Gloria, y decía llevar el mensaje del Hacedor.
Mostraba ojeras
imponentes y unos ojos pequeños, tras unas gafas que le ayudaban a su posible
miopía. Supo desaparecer de semejante lugar, sin dejar rastro.
Al salir de aquel
refugio, por la forma de llamar al que la conducía, denotaba miedo y estupor. El
camarada se había quedado en el umbral de La Luna. Imaginando que habría jaleo,
en aquella pensión.
Se podía descubrir
que era su adjunto. El trato entre ambos, aunque no era distante, era un tanto
violento y tenso.
Dado que alguna de
las argumentaciones diferidas por la adivina. No eran demasiado bien recibidas,
e incluso discutidas por su acólito.
Al poco cruzaron
la avenida y se fueron dando un paseo para poder discutir, y propinarse toda la
clase de insultos que pudieran.
Entonces, Boris iba
oscilando poco regio, por la herida que decía padecer en el bajo vientre y que
su mano derecha se llevaba a ese lugar, a modo de contención.
Cuando pasó frente
al espejo del salón, se volvió a mirar, de forma fortuita y se saludó con un
gesto de amabilidad.
Olvidando su
verdadero dolor y la herida mortal que le produciría su desolación. Su dentadura
blanca apareció en la sonrisa. Grande y amarillenta, denotando que no era la de
nacimiento por estar desencajada de las encías.
Se apalancó en una
mesa con algún que otro colega.
Al rato la
conversación versaba sobre temas que iban y venían sin ton ni son. Política y
corrupción, quejas constantes sobre idealismo, fracaso y dinero.
Dinero que no
tenía, y necesitaba para poder costearse su demencia, su vejez y por supuesto
su depresión.
No pudo por menos,
el pobre desencantado de Boris, que dar una mirada alrededor y darse cuenta,
dentro de su invalidez, que aquel mundo donde vivía. Acompañado de quien estaba.
Era todo lo contrario de lo que soñó siempre
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