sábado, 11 de enero de 2025

Estación de término.

 













 
La conocí la tarde del domingo en el vestíbulo. — comentó Celso el embajador celeste, venido del edén. El invisible que todos notamos a veces, sin más explicación, y dijo.
 — Estaba sentada muy pálida, con la locuaz y palabrera andaluza. Muy callada sin precisar detalles demasiado personales. No se le podía suponer la edad que debía tener, pero tampoco le eché, la que luego con el paso de los días, pude averiguar. En una de las visitas que recibió. Me chocó—señaló Celso, — su forma de estar y de caminar, sus pasitos cortos y rápidos.  Solitaria sin poder apoyarse, ni dónde quedarse para charlar. Ausente y perdida, mirando desconcertada a veces tras los cristales del salón.
Vestía con un blusón pardo, excesivo por no corresponder a su talla. Escuálida y desahuciada y se le notaba una indolente dejación. Me dijo varias veces, de forma convulsiva que se llamaba Catalina. Lo repitió dos o tres veces.
Catalina Cano y siguió conversando expedita, sin apenas pausas. Tan rápido cómo podía, evocando con nostalgia a su padre.
Después cambiaba el argumento y mentaba detalles aislados. Por momentos fantaseaba con reseñas de su hija. Diciendo, con amargura que se había quedado con todo el dinero. A la vez que con un gesto brusco, se tocaba la nariz con los dedos índice y corazón. Asegurando que estaba desvalida, engañada y sin un duro, además de olvidada en aquella terminal de decrépitos, sin blanca.
No fue mucho el rato que le dedicó Celso. Le llamó la atención de pasada. Ya que no venía buscándola a ella—amplió aquel emisario. — Sin embargo—, siguió aportando. He de reconocer, que algo tenía esa carita que me era muy familiar.
Una anciana, que prendaba sin más. Con su cabello claro, muy claro, como su apellido, cano. Añadidos a sus ojillos saltones, queriendo reclamar atenciones, por no tenerla en cuenta debidamente. Su nariz hebrea y el bello sobre su labio superior a modo de bigote que le había surgido con profusión. La hacía escasa y poco linda, no dando fe de lo que realmente habría sido.
Nadie remediaba en sus ceremonias más urgentes. Arreglar su apariencia, y su aspecto. Ya no por el mero hecho de ser anciana, debían sus hijos abandonarla en la forma que estaba.
La dentición artificial, le venía grande. Se desencajaba de sus encías con cada una de las palabras que pronunciaba.
— Soy de Cartagena. — le decía convencida al invisible Celso. Eso hizo reparar y preguntarle.
— ¡Ah sí…!  y cuántos años tiene. — le interrogó y caviló al responder. Al final dijo.
— No lo sé. Volviendo a insistir con el detalle que le amargaba. — Mi hija tiene todo mi dinero. Me ha robado la vida. Me ha abandonado y me encuentro muy sola.
Gesticulando de nuevo con su mano, y volviendo a llevarse a la cara los dedos de la mano izquierda, haciendo percutir además del índice y corazón, el anular entre sus párpados.
Se acercó más gente a la reunión y la charla se disipó entre las preguntas. Las risas los comentarios de algunas personas de la tertulia. Al poco por el altavoz de la residencia indicaban.
— Pueden pasar al comedor a cenar los del primer turno. El mensaje claro siguió hasta el fin del encargo.
— Son las 7:30 de la tarde. Las visitas pueden ir despidiéndose de sus familiares o amigos y abandonando el centro. Gracias por sus visitas, esperamos verlos muy pronto.
Entonces fue cuando Celso, remitió el informe, como embajador celeste. Dirigido dónde se deciden las caducidades y las vigencias mortales.
Informando a la demarcación de licencias vitales, lo que ocurría en aquel depósito de almas.


 
Pasados unos días, y esperando de nuevo. muy acomodado Celso, a la vez que hacía su trabajo y regulaba las ampliaciones de las licencias de Fe de Vida, como responsable del espíritu astral que era. Procuraba reseñas para disponer de la ausencia del protagonista siguiente. El cuerpo escogido a ingresar en el “lombo”, y contemplaba desde la sala principal, sentado de espaldas a los grandes ventanales de aquella residencia, llamada La Última Estación. Quien era el postulante a viajar al País del Irás y No Volverás.
Todo el devenir de sucesos, los controlaba para decidir a última hora, quien era el propuesto.
Disfrutaba de las casualidades y acontecimientos, de los allí ingresados, mujeres y hombres. Enfermos crónicos, dementes y sanos, pero viejos. Todos los protagonistas que tomaban el sol en el jardín, llevaban papeleta del sorteo. Unos más ancianos que otros, pero todos ellos afectados por las tiesuras de la soledad, de la separación de sus deseos y de la caducidad de sus ilusiones. Residentes en el término de la famosa residencia, La Última Estación, como rezaban las referencias de aquel viñedo de concentración. Haciendo antesala, aquel enviado, para escoger cuerpo y transferirlo a la huerta de los callados.
Dispuestos a su derecha, reunidos en una mesa del amplio salón, que permanecía vacía hasta ese preciso instante. Fue ocupada por Catalina y una visita. Semejaba fuera de familia. El amigo Celso, prestó un poco de atención y observó que Catalina, al pasar frente a él, no lo conoció, ni recordó toda la charla que habían mantenido.
Aquellos pasitos cortos y rápidos, aquella figura. Su ancianidad, sus ojillos vivaces y aquella voz con su timbre agudizado. Le hizo recordar el informe que había remitido al Lombo, hacía pocas fechas.
Ellos los componentes de la reunión iban a lo suyo, y de vez en cuando, el enviado decisor volvía la cabeza hacia aquella mesa donde se estaban desarrollando acontecimientos que despertaban en él, cierta curiosidad.
Aquel hombre que había visitado a Catalina, sacó una bolsa de plástico muy limpia, donde guardaba un par de cosas, qué depositó sobre la cuadrada mesa de color madera. Era una bebida refrescante, con un vaso de plástico y una bolsita de dulces, que ofrecía a la anciana con bastante cariño.  
— Beba usted. — Le dijo,
— ¿Es que no tiene sed…? Y mostrando la bolsita musitó.
— Le abro el paquete y se come una pastita.
Eran preguntas que aquel señor le lanzaba a Catalina. Ella con su cuerpo mal sentado en la silla miraba hacia todas partes, como queriendo encontrar algo que buscaba hacía mucho tiempo. Aquellas miradas, se cruzaron en un par de ocasiones pero Catalina no se acordaba. No lo conoció, siendo el Celsius.  En su cerebro, su cara le era un tanto familiar. Sin saber dónde y cómo, ni por qué, se suscitaba esa circunstancia.
La curiosidad, hacía que prestara el oído en más de una ocasión, pero tampoco pretendía ser un ineducado, a pesar de que nadie podía descubrirlo, por su calidad de Ángelus.
La gestión nerviosa de sus dedos entre sus narices y su boca, la hacía cada vez que le venía en gana. Pronunciando aquello de “Mi hija se había quedado con todo el dinero”.
Siendo rectificada por su interlocutor, que le decía.
— No sea injusta Catalina, usted a sus 95 años debe estar cuidada.
Ese detalle hizo que Celso, no pudiera retener por más tiempo todas aquellas preguntas que le hubiera gustado hacer.
La mirada de Hilario, coincidió con la suya y una sonrisa prudente pero confesa se estableció entre los dos y el ángel preguntó de inmediato.
 — Muchos son 95 años, los de esta señora.
 — Sí efectivamente. 96 cumplirá el día 30 de noviembre si Dios quiere. Madre mía no lo hubiera imaginado nunca, que llegaría hasta aquí. Con todo lo que ha padecido, y ya ve usted, tan solo hace dos meses está aquí en el centro, y en ella ha sido perjudicial.
En este tiempo ha dado un bajón importante. No hace tanto que aún bajaba sola de casa y hacía la compra y la comida para todos. Es doloroso, pero nada dura. Te cambia la vida en un santiamén. Desde que falta su hija, ya nada es igual. Se nos fue de repente y está fallecida no hace mucho. Eso desaceleró su interés por vivir.
 — Es usted su hijo. — preguntó Celso tomando presencia física de humano.
— Soy su yerno. —contestó.
— Sin embargo, me quiere más, que si fuera su hijo. ¿Verdad Catalina?, … Asintió mirándola con gran cariño. La que afirmó con la cabeza a la pregunta de su yerno sin dejar de mirar al nuncio y detentando que aquella presencia, era su boleto de partida hacia el gran sol, o las tenebrosas luces.
Hilario, su yerno siguió preguntando.
— Catalina cuántos años tienes. Ella después de su guiño habitual con los dedos de su mano izquierda respondió. — No lo sé. Fue cuando Hilario, mirando a Celso afirmó.
— Tiene demencia y se acuerda mejor de detalles de hace 40 años que de lo que cenó anoche. Prosiguió hablando cómo si se conocieran de siempre.
 —Me llamo Hilario Calmado y con una risa decaída como final de frase, asentó con su cabeza varias veces en señal de paciencia… y continuó preguntando a Catalina de nuevo.
— De dónde eres Catalina, ¿lo recuerdas?...  La anciana recusó sin dejar de mirarme.
— Soy de Mazarrón. Contestó.
Dato que días antes haciéndole la misma pregunta Celso. Ella respondió ser de Cartagena.
Ahí demostraba su situación. La suya, la real y dirigiéndose a mí, Hilario, confirmaba que había sido una mujer con un fuerte carácter, y que siempre había gobernado las situaciones. Donde estuviera ella, había sido siempre la gobernante de cuánto sucedía, y sobre todo de dónde prestó sus servicios laborales.
Hilario de nuevo preguntó a Catalina.
 Cómo se llama tu padre, ¿Lo recuerdas yaya? … y la abuela respondió sin dudar.
— Mi padre, que Dios lo tenga en la Gloria, se llamaba, Gregorio Cano Pelegrín.
Hilario asentó con su cabeza la certeza. De nuevo, el yerno moviéndose en la silla y encogiéndose un poco con respecto a la oposición que tenía y mirando hacia la mesa del disimulado serafín dijo.
— Ha sido una busca vidas como su padre. Una energía valiosa, sin que nadie lo aprovechara, y no por deméritos. Gregorio, su papá vino a la ciudad, a trabajar en el canal de Urgel y aquí se quedaron toda la familia.
Después entre ellos, se asociaron en cháchara privada y se quedaron en sus cosas.
Celso, se inclinó sobre su dossier disimulando la decisión que estaba tomada.
Catalina habiendo intuido el desliz que iba a suceder, esperaba aquel instante, y poder reunirse con su hija.
Su cabeza estaba vuelta y ya no respondía a nada de lo que preguntaba aquel buen hombre. Girada hacia la mesa que ocupaba, necesitaba partir, sin hacer ruido, y sin darle disgusto a nadie.
Hilario la increpó en su despreocupación a lo que preguntaba, sin resultado positivo.
Celso se levantó del lugar y emprendió un paseo por los corredores de aquel campo de concentración, denominado por los más compasivos “La última parada”.
A lo lejos oía, que le decía Hilario a su suegra. He hablado con la enfermera para que le quiten esos pelos que le afean mucho, y me ha dicho que se lo dirá a la monja.  
A lo que respondió Catalina.
— Ya no hace falta. Ya no es necesario. Han venido a buscarme y no puedo quedarme. Me reuniré con mi hija pronto y ella se encargará de maquillarme.











Autor Emilio Moreno.
Enero del 2025.

 

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