En el confesionario estaba el presbítero esperando a los arrepentidos. Había
comenzado su turno en la tarde, justo después de las seis y leía el misal, sin
prisa, para recibir al primer suplicante que tuviera a bien descargarse de los
pecados. Al pronto se escuchó el rechinar del peso de una persona, cuando
crujieron las tablas del poyete del reclinatorio.
—Ave María, buenas
tardes. Se escuchó la voz dulce y femenina de una feligresa. El clérigo contestó,
con una voz tenue y ensayada.
— Bienvenida hermana, que
Dios te bendiga.
Franchesca le conoció sin
dudarlo, para sus adentros y supo que a pesar de estar las cortinas del
confesionario echadas, era el vicario Rafael Mangáis el que había conocido en
Guinea, hacia tres años y con el que tuvo muy buena relación pastoral y
personal.
—¿En que puedo ayudarte
hermana? Siguió aportando aquel tono delicado de voz que noqueaba la reflexión.
—Rafael. Es que no me
conoces por la voz.
—No puedo hacerlo ni sé quién
es usted. Ni de quien se trata. Es imposible verle la cara y así ha de ser. Por
lo que si usted me conoce, dígame de quien se trata.
— Que raro que no
recuerdes mi voz. Igual si tocas mi piel te resuena más. ¡Me quedo de piedra
contigo! Soy la señora Chalamang, la esposa del embajador de Guinea en Malabo. Te
he refrescado la memoria, o he de seguir dando pistas. ¿No me recuerdas; o no
quieres recordar?
No tardó en hablar, aquel
cura después de aquella indirecta tan al centro de la inteligencia
—No me digas que eres Doña
Francisca Sepúlveda, la esposa de Chalamang. Que tal estás y como tú por aquí,
que de tiempo sin saber de ustedes. Como os va la vida.
Inventó un receso para
ordenar sus ideas y preparar una estrategia, que sin duda necesitaba y anidó
queriendo hacer una especie de gracia.
— Contéstame a todo eso, y después ya tendrás
tiempo para redimirte de los pecados que sin duda tienes. No paraba de hablar
el vicario. Estaba fuera de sí, queriendo que lo tragara la tierra. La sorpresa
fue de órdago.
Se precipitaba con las
palabras inconexas como si fuera un novato, y de buenas a primeras se hubiese
puesto nervioso. Haciendo una pausa forzada, para respirar y continuó.
—Sabrás que me destinaron
a otra diócesis fuera de Guinea —dijo seguro —, y tuve que salir sin poder
despedirme de nadie. El señor obispo, hizo los preparativos, sin que yo lo
supiera. Estaba fuera del émbolo, no sabia que aducir. Inventó una salida, improvisando
el perdonador de pecados, un nuevo jeribeque facial, con un titubeo obligado. Dando
las culpas al pontífice, de su alejamiento.
—Que alegría me das. No
sabes lo feliz que me haces. Y dime como te va.
Aquella dama, sin
contemplaciones y sin alharacas fue muy dura en su respuesta, y no contestó a
la media docena de dudas que proponía el párroco.
—Eso digo yo. Señor cura.
Expresó con mucho retintín Paca y prosiguió ante la mudez del capellán Mangáis.
—Aún estoy esperando una llamada,
una carta, una nota, o un recado. Sobre tu desaparición y ausencia en los
últimos tres años. Ni tampoco sabía que estabas en Guadalajara. Eso lo he
tenido que averiguar yo, gracias a un contacto que tengo en la embajada. El que
me ha puesto al corriente de casi todo lo referente a tu comportamiento y
figura. Sin llegar a entender la prisa y el engaño del obispo. Al que pregunté,
en cuanto desapareciste y me informó ampliamente, diciéndome lo contrario a lo
que tu aduces. Que habías sido tú, el que pediste con mucha urgencia, traslado
a Roma, y en vista de tu impaciencia, te dieron otro de menor relevancia.
Igual se enteró de lo
nuestro y de lo que también llevabas con Leidy Romina, la esposa del agregado
de Nicaragua, y tuvo que precipitar tu marcha. Dado según me dijo la propia
esposa del agregado, que la dejaste muy preñada.
Aunque supongo que bien
lo sabes, y fue esa valentía que has demostrado la urgencia en poner tierra de
por medio. Se detuvo para tragar saliva y dejar que el presbítero como mínimo
se precaviera. No teniendo respuesta por parte del religioso siguió.
—Pero si tú dices que fue
por designio de la curia romana, tendré que creerte.
De nuevo opinando que
alegaría excusa, hizo una breve pausa y sin tener respuestas le lanzó el peor
dardo que recibía en los últimos años y sin que pudiera replicar, ahondó.
— Te has olvidado de tu
promesa, aquella que creí. Que llegado el momento, vendrías a por mí, y nos
iríamos juntos a la capital de Paraguay, donde me decías, que tienes apoyos que
nos podrían acoger y los dos iniciaríamos una vida nueva. Jurándome que aquello
no era pecar, que era parte de la vida humana. Según me decías cuando me
confesabas y perdonabas los pecados, en aquellas confidencias personales, que
me ofrecías en Malabo. Cuando me lavabas los pechos con champán, a escondidas
de mi esposo, saboreando el zumo que regabinaba por mis senos.
—Paquita no seas
descocada, que estás en la casa del señor, y has venido supongo a tener una
contrición y que te perdone los pecados.
—Pues mira, pecados
tengo, pero no vengo a eso. He venido a descararme contigo, sin querer saber
más nada de tus promesas, ni tampoco necesito explicación. Sobre todo lo que quiero,
y estoy dispuesta a recuperarlo. Es que me retornes los cinco mil euros, capital
que te entregué ahora hace tres años, para preparar viajes, desplazamientos y
buscar lo que sería nuestro nido de amor, en La Asunción, capital del Paraguay
en la América del sur. Ya no lo recuerdas, ¿verdad?... tus obligaciones con tus
feligresas guapas te deben secar la memoria y la vergüenza.
Los cinco segundos de silencio
profundo, se hicieron eternos, en La Concatedral de Santa María de la Fuente, principal
enclave eclesiástico de la ciudad de Guadalajara.
Dando paso a la respuesta
del cura, que le dijo con mucha preocupación.
— Este no es el lugar
apropiado para que pueda darte mis excusas, y además pedirte el perdón que
estoy, seguro me concederás. Ven mañana a la sacristía a partir de las cuatro
de la tarde, que podré atenderte como mereces en el despacho de la rectoría.
Reapareció el mutismo.
Ahora el de Franchesca, que rumiaba el desconsuelo que le tenía preparado.
Retornando Rafael a dar más conjeturas creíbles a la confesante, que de
rodillas y reclinada hacía antesala.
— Estoy dispuesto a
responder a tus preguntas y verás como lo comprendes. Estoy pasando un tiempo
muy malo y debes de saberlo la primera puesto que eres la única persona que
tengo confianza.
— No, perdona. No te
confundas. — le espetó muy acalorada. De confianzas contigo pocas. Ya no quiero
de ti nada. Tan solo necesito que me devuelvas los cinco mil del “ala“ que no
son tuyos y de no hacerlo, sé muy bien donde tengo que personarme.
No has sido capaz de
descorrer las cortinas mientras hablamos y mostrar la jeta tan dura que posees,
pero yo; como te conozco pajarito...
Me he permitido el
caprichin de grabar toda la conversación, con mi nuevo teléfono Smartphone. Mas
que nada, por si te desdices o niegas todos aquellos arrumacos que me dabas y
los besitos robados que decías bajaban del cielo.
— Paca. No me puedes
hacer esto. Con todo lo que yo te he dado. — Atestiguó el padre Mangáis. Volvió
a tomar de nuevo la palabra Francisca de Chalamang para darle otra alegría, que
tampoco esperaba.
— Ha venido conmigo, por
supuesto. Claro que, no ha podido sentarse en este reservado de madera, junto a
mí, para debatir contigo, porque de momento las confesiones dicen que se hacen
a dúo. Pecador y sanador. Así que te dejo con Romina, que nos conocimos buscándote
por todo Malabo, y coincidimos en contarnos lo que nos había sucedido. Incidió
en su tesitura, la buena de Paca.
— Te la paso. Tan solo te
pido que recuperes mi dinero y me des la penitencia de todos mis deslices. Rafael
de Mangáis, no le administró ningún purgatorio a la esposa del embajador. Le
dijo con crudeza.
— Reza un poco y piensa
lo que vas a provocarme. Después la bendijo en el nombre del Padre, y escuchó
en la distancia que le decía. — Hasta mañana Rafa, trae el dinero.
Por el perfume ardiente y
acusado que Leydi Romina, la Nicaragüense dimanaba, notó que ya estaba arrodillada,
detrás de aquel negro tapiz, y con una reverencia coloquial le saludaba.
—Padre Mangáis, o
prefieres que te llame Raffaele, como cuando me situabas en la postura del
misionero.
—Baja la voz, mujer, que
esto es un lugar de culto. Le dijo el párroco
—No me vas a recibir ¿con
el boato y una bendición?, Ni me regalas aquel párrafo ¿precioso de la Virgen? Quizás
no estás de humor para darme confesión a mis pecados.
— Claro que si hija mía—,
dijo el cura sin perder los papeles.
— ¡Como no! Ave María
Purísima. Tu me dirás hermana. Se santiguó y esperó a escuchar a Romina.
Tomó la palabra la morena
y esbelta señora de Valcárcel, esposa del ex agregado de Nicaragua y comenzó a
declarar.
— Padre, me confieso por
haber sido una mujer ingrata con mi esposo. Al haberlo engañado con otro hombre.
—Gimió para darle artífice y sin detenerse prosiguió con su perorata.
— Otro hombre muy poco valeroso,
por cierto. El que me prometió amor completo, llevarme en volandas a vivir una
mejor vida, que la que poseía. Residir en un país precioso como era el suyo. Al
oeste, cerca de Extremadura, donde allí viviríamos amándonos para siempre, y yo
le creí. Hizo un gesto y dejó de dialogar, secándose las cuencas de los ojos, y
prosiguió muy entera.
— Fueron varias las veces
que coincidimos, chocando nuestro deseo por completo, hasta que se dio
definitivamente el adulterio, y manifiesto y deploro por haber quedado sin ropa
frente a él. Desnuda, queriéndolo seducir de inmediato. Sin embargo mi amante, fingía,
simulando que le costaba ponerme la mano encima. Aunque a mí me apetecía.
Aquel hombre actuaba,
porque tenía otro propósito conmigo. Burlarme para obtener un dinero. Que
consiguió.
Siempre me dijo que era
pecado mortal, el cohabitar de un cura con la esposa del prójimo.
Al final, rompió sus
votos y se portó como un titán. Las diez o doce veces que nos amancebamos. Haciéndome
ver el cielo en la tierra, sin oraciones ni rezos.
Una vez me tuvo seducida,
manteniendo sexo frecuente, y deseado, accedí a darle el capital que usaría
para establecer los medios y gastos de nuestro idilio. Desapareció del mapa, y
se llevó cinco mil euros que tenía ahorrados.
Tal fue el capricho del seductor,
que me dejó en estado y a los nueve meses parí un hermoso niño, que le puse el
mismo nombre del sinvergüenza, que me fecundó. Con los apellidos de mi esposo,
por salvar mi situación degradante. Para que cada vez que nombre a mi niño,
recuerde mi pecado.
Le pusimos Rafael. Ahora
tiene casi tres años y está seguro que su papá es mi cónyuge. Ambos vivirán
engañados de por vida, como lo haré yo misma maldiciéndote.
Crees que podrás reponer
y perdonarme el grueso pecado que tuve contigo. Revirtiendo tan pronto como
puedas los cinco mil euros, que son míos y que no usaste, para el destino que
fijamos.
Octubre 15 de 2024.
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