miércoles, 9 de octubre de 2024

Medio limón en la nevera.

 


 
 
Los Carranza, se habían mudado de piso. Dejaron el alquiler de la calle Marquina y se han instalado en una casa mejor.
—Le decía Dolorcitas a Matilde, mientras iban caminando calle abajo, a visitarles y conocer la nueva vivienda.
—Dice que se han comprado un super apartamento en esta zona. Anunció Matilde mirándose con cara de dudas a Dolorcitas, que sonreía con disimulo.
— Igual les ha tocado la primitiva y no lo sabíamos. Matizó la amiga.
 
Esta familia, eran una gente ejemplar. Según desde el punto que los analizaras. Como todos los humanos tenían sus cosas. Detalles que por mucho que quisieran corregírselos, les era imposible.
Primero, porque son desdichas adquiridas que no se dan cuenta que las ostentan, y después porque las gentes una vez ruedan los tiempos, acaparan rarezas, se interponen los intereses y las maleficencias. No es posible cambiar.
Se mostraban como gente poco comunicativa, con amigos y conocidos. Ellos querían entender y enterarse de las miserias de los demás. Sin embargo, abrir la boca para contar sus penalidades, ni en broma. De ahí que los amigos les comenzaran a tener en cuenta y analizar.
Contaban con un par o tres de aspectos que invalidaban lo que pretendían demostrar. Libraban una guerra, por exponerles a los amigos, que ellos estaban estupendos de la vida. Aunque todos conocían que si mirabas dentro de su nevera, tenían siempre medio limón y una botella de agua fresca del grifo.
Pretendiendo demostrar que ellos, ¡Sí! Sabían comprar. Amoldándose a cierta iliquidez y jamás tirar nada a la basura.
A obtener tan solo aquello que iban a consumir en el día, sin tener previsión de acopiar por si acaso venía una huelga, o una falta de suministro de viandas. ¡Dios proveería!
Sin embargo, reparaban esa escasez, de forma efectiva. En cuanto tenían oportunidad, como cualquier tragaldabas. Remediándolo en cuanto eran invitados a la casa de familia, de amigos o conocidos. Comer como si no hubiera un mañana, igual que los hambrientos de la guerra del arroz.
Cuando visitaban a los colegas o amigos del grupo. Al emprender cualquier excursión y almorzar todos juntos en restaurantes, o hacían un viaje con opción de bufete libre, verdaderamente se ponían las botas. Era algo exagerado verlos merendar, o cenar.
La de viajes que daban a los pasillos de los refectorios, llenándose las bandejas, sobre todo de aquello que ellos degustaban o saboreaban menos. Gambas, embutidos, carnes y pescados, y sin olvidar empanadas, hojaldres o pasteles de bollería fina.
 
Eran auténticos insaciables zampones. Desautorizando una frase que repetían a menudo, sin que nadie lo creyera, promulgando la máxima que coreaban hasta la saciedad.
 
—Nosotros apenas cenamos.
 
¡Carambas! No cenamos. ¡claro está! Aquello no era cenar. Era desbaratarse a dos carrillos el colesterol y ponerse la tensión arterial a cien metros sobre el nivel del mar. Era horroroso verlos nutrirse con el ansia por erradicar aquella hambruna desconcertada que padecían.
 
En cambio el gasto que ocasionaban para colocar novedades, o compras diversas y atrayentes en su casa. No tenía límite. Aunque lo tuvieran que pagar a plazos. O llegar a solicitar un préstamo para comprar sillas, nueva nevera, la lamparita de luz blanca para la cocina. Lo hacían muy a gusto. Y no digamos para hacerse con el último grito del reciente modelo de televisión. Menudo el aparato que adquirieron. La gran pantalla plana de LG, de cien pulgadas—. Sobre todo que destaque—dijo Esperanza, la mamá de la familia. Aunque en la pared quede espantoso por sus dimensiones.
 — ¡No importa. Que pondere, y que sea aún más grande que el de mi cuñado. Tal y como lo pensaba lo argüía, sin vergüenza ni menoscabo. Siempre pugnando con la energía de las envidias, y ser más y mejor que nadie.  
Cortinas, electrodomésticos enseres y demás novedades lucían en aquel domicilio. Tan solo para presumir, cuando lo mostraran a sus visitas, familias y conocidos. Incluyendo a sus mejores allegados, con los que querían mantener esas trazas de poder.
 
Las dos amigas, llevaban un buen rato viendo las magníficas instalaciones de los Carranza sin poder explicarse de dónde. La luz era extraordinaria en el salón, todo precioso, y como siempre al mostrar la nevera. Vacía.
Su medio limón y el botellín de agua sin gas del grifo.
¡Absolutamente nada más!
Fue Esperanza la mamá de todos ellos, finalizando casi el recorrido de todas las estancias, y al llegar al baño, pudieron observar, que seguían manteniendo las mismas costumbres de antaño. Sin intención de obsequiar a las amigas, con un café, o un refresco, adujo con toda su indelicadeza.
— No os invito, porque ya es muy tarde y no os quiero entretener. Llegando al final de la estancia y justo se detuvieron en los servicios, que sería el final de aquel paseo.
En el lavabo, amplio y lujoso, todo en su tono pastel, incluso muy bien colocadas las toallas, sobre todo una mullida de una fibra apasionante. Con el mejor bordado y calidad. —Mira que preciosa prenda. Comentó Dolorcitas al tocar la toalla. Sabiendo de buena tinta que ellos a la hora de secarse las manos. Las escurrían con trozos de viejas fundas o pañitos de algodón rancio y muy zurcidos.
— ¡Sí! …Bueno, pero las tengo puestas ahí. Solo para que luzcan. Dijo Esperanza y prosiguió.
— ¡Oye…!, no lo vamos a tener todo al retortero, y vengan extraños y se enjuguen las manos y nos dejen arrugadas y manchadas la toalla, con lo caras que me han costado.
 
Era la política de los Carranza, conservando y luciendo así, las hermosas telas para que las viera la gente al entrar en el retrete y pensaran. Estos tienen lujos hasta para cagar…
Siguió con su alegría aquella nueva propietaria, que se enorgullecía al poder mostrar a sus amigas su nueva casita.
La vista y los ojos críticos de aquellas mujeres, fueron a ponerse sobre la taza del wáter, y el amplio lavabo de manos, que lucían inertes. Aguantando sendos jarrones de alabastro, situados para recibir relieve de grandeza en el sitio. Donde normalmente los humanos, usan para hacer sus necesidades, sin precisar más. Tan solo para aliviarse el cuerpo.
 
— ¿Entonces cuando vais a evacuar o a lavaros las manos, retiráis el jarrón? Preguntó Dolorcitas.
— No… para nada. Procuramos entrar lo menos posible a este baño, si somos de casa. Suelo hacerles ir al patio y que se alivien allí. Les paso una toalla usada. Esta que ya está desdibujada y zurcida, para que puedan secarse, y así jamás estropeamos o ensuciamos las que penden del toallero. Respondió Esperanza.
Llegaron al punto final de la presentación y en aquel instante la dueña del palacio, recordó que faltaba por mostrar el garaje, en los sótanos de la vivienda. Donde esperaba un cochazo de último modelo aparcado.
 
— Que os parece el coche que me ha regalado mi hija. Y esperó la respuesta de las visitantes. Que lo normal, es que no se hiciera tardar.
 
— Precioso. Respondieron con educación al unísono y sin dejarte tiempo para pensar, Esperanza volvió a la presunción.
 
— Un regalo de mi hija…, que me decís.
— ¿Te lo ha regalado tu hija? Preguntó Matilde en un tono incrédulo a todas luces.
— Como lo oyes, tenía ilusión de hacerle un buen regalo a su papá y se animó.
Dolorcitas preguntó como si no lo supiera.
— Es la tercera nena, ¿verdad?; porque vosotros tenéis cinco niños ¿No es así? Insistió Dolorcitas.
— Así es, es nuestra hada madrina. Esperanza, orgullosa, asintió con la cabeza y afirmó.
— Nos lo ha regalado Clarita nuestra hija.
Se quedaron petrificadas, viendo el cochazo que estaba cobijado, en la bodega de la casa.
Aquellas amigas con dos besillos se despidieron deseándoles mucha felicidad y suerte para disfrutar de la nueva casa y del cochazo.
— Os deseamos mucha suerte Esperanza, reparte besos en la familia y ya nos veremos.
 
Las dos mujeres se despidieron con apego de la ilusa Esperanza, y salieron ambas a la rambla.
Cuando retorcieron la esquina, fue Matilde la que comentó a su compañera Dolorcitas.
 
—Pues la verdad, no sé de dónde sacan la pasta, porque Clarita, trabaja con mi Daniel, en el mismo super, y no llegan a mil euros al mes.
 


 



Autor: Emilio Moreno
Octubre, día nueve de 2024.

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