Volvió a reclinarse sobre aquel banco de la plaza. Recordando su adolescencia llena de tono y contento.
Cuando se deleitaba con los encuentros esporádicos con Leónides,
la muchacha venida de una región arcaica del eje de la península, con un acento
y deje estricto e inconfundible.
Era de talla media, agradable, dicharachera y ocurrente. Con unos
remates dotados de belleza, que citaban la curiosidad a cuantos mozalbetes se congregaban
en torno al banco sito junto a la fuente, que de modo prominente da prestigio a
la plaza grande.
Investida de todos los milagros físicos que la naturaleza puede
disponer en el cuerpo de una seductora. Hembra hechicera, que saboreaba creída
y en silencio de todos sus encantos. Por los que con frecuencia adulaban
regocijándola sin menos cabo.
Dejando a propósito un espejismo perfumado y babeante a los jovencillos
que la sitiaban.
Sabiéndose elogiada por su figura delicada, le permitía ser el
centro sensual por su fragancia, su carne joven y deliciosa. Provocando en los
demás ciertas alucinaciones de bienestar.
A la par que ella se notaba furtiva y anhelada entre los deseos
más escondidos de su público inmediato. Mostrando ya, preferencia por un par de
amigos con los que se granjeaba y ensayaba, por favoritismos de atracción hacia
ellos, recogiendo ciertos fervores hacia su feminidad.
Los chicos ya adquirían a escondidas el paquete de tabaco para
presumir. Mientras se engollipaban al succionar de aquellos pitillos sin filtro
que a más de uno le ganaban hasta la flema de origen.
Tan solo para darse pisto y llenar su ego, entendiendo que eran
más varoniles y más capaces que aquellos que no tomaban del botellín de cerveza
y fumaban de la cajetilla de habanos.
Detalles que aquellos imberbes practicaban para darse altura
frente a la joven que parecía tenerlos a todos a sus pies, o comiendo de las
migajas que ella fuera desechando.
Fueron tiempos de idas y venidas, de estudios y de ausencias, de
exigencias familiares y obligaciones laborales. Tiempos pasados, muy recordados
por Isidoro, el que ahora se reclinaba en el mismo banco, reparado mil veces y
remozado por los servicios de conservación del Consistorio.
Que recordaba con nostalgia aquellos años de escasez y porqué no
reconocerlo de felicidad, salud y cercanía familiar. Época que estaba por
comenzar, desligándolo de los ganchos de prohibiciones a los que le sometía, en
primer lugar, sus padres y después la raquítica sociedad del momento.
De los tres amigos de Isidoro, Ramón, Matías y Fernando, que
eran los cuatro amigos que se disputaban a Leónides, ninguno de ellos, la
consiguió.
Sabiendo que tanto Isidoro como Matías, no eran precisamente del
gusto de la joven, quedaban descartados. El primero porque según ella, no daba
la talla. Era bajito y esmirriado y el segundo porque tartamudeaba y tenía un
color de piel atópica, siendo de hecho el menos agraciado de todos ellos.
Los demás, tanto Ramón como Fernando, tampoco llegaron a
hipnotizar a la chavala.
Ramón tras los estudios de medicina, encontró plaza en la Guinea
Ecuatorial y se casó con una preciosa mestiza que conoció en la Universidad
antes de finalizar la carrera. Había flirteado con Leónides, sin que llegara la
cosa a más. Quedándose en caricias y besuqueos de verano. Sabiendo que aquella
aventura no le reportaba futuro y le frenaba su porvenir. En la actualidad está
recorriendo mundo con un éxito extraordinario dedicado a sanar y dar atenciones
a las gentes poco pudientes. El cielo lo tiene más que ganado y su reconocimiento
es indiscutible.
Fernando Magallón, tampoco derrochó el tiempo, con la hermosa
vecina. Salieron a pasear en ocasiones, se sentaron mil veces en la plaza, pelando
la pava intercambiando arrumacos y roces, sin derecho de pernada. Disfrutando también
del gusto del helado de limón que compraban en el kiosco de la señora Jacinta.
El señor Magallón, para los colegas Fernando, fue un industrial
dedicado en la ciudad, que ahora posee tres docenas de actividades comerciales.
No siendo demasiado ponderado por sus empleados, porque la felicidad lo
zarandeó, restándole gratitud a su impronta juvenil.
Se divorció tres veces y tiene siete hijos que ni le miran.
Leónides Riazuelo, festejó muchos años con Regino, un muchacho
que conoció en la ferretería donde ella trabajaba, con el cual tampoco llegó a
casarse, por diferencias familiares que los llevaron a la ruptura después de
cinco años de relaciones. En uno de los viajes que hacía a su pueblo, conoció a
Damián con el que contrajo matrimonio y al cabo de los años, una vez llegó la
democracia se divorciaron y tuvo que mantener ella sola a sus tres hijos. Siempre
residió en el barrio la guapa señora Leónides. Ahora muy cambiada, mantiene la hermosura,
aunque no es la jovencita que conocieron.
El paso de los años, los disgustos, las alegrías y los kilos
hacen que las naturalezas cambien.
Cuando concluyó el repaso a sus recuerdos Isidoro, ya había
recuperado el resuello. Notó que habían pasado muchísimos milagros y seguía
siendo menos bajito que entonces, y de esmirriado no tenía nada.
Dios provee y de qué manera. Aún conservaba aquella prudencia y
prestancia para los detalles.
Recordaba a Leónides en su juventud y la de tumbos que le hizo trenzar
la vida. De como suspira cuando se encuentran los dos, con el mismo acento y
ese deje suyo. En el vetusto banco de la fuente y quizás de lo que podía haber
sido y no fue.
Ese asiento arcaico que les soporta todavía el peso, precisamente
el mismo sitial que impertérrito les reconoce después de medio siglo. En el
mismo lugar. Mudo como antes. Sin ilustrar sobre aquellas vivencias sufridas.
Callando errores y devengos. Manteniendo uno solo de los usos de
entonces.
Saborear el helado de limón muy semejante al de aquella época. Aunque
la señora que los vende, no es Doña Jacinta.
Ninguno de ellos son los mismos,
Quedó ensimismado y la sonrisa le brotó en los labios. Pasando revista
a su propia existencia, poniendo en templanza y relieve sus anhelos pretéritos
y futuros.
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