Tenía terror a la
oscuridad, a lo desconocido y a las fealdades.
No soportaba las muecas y gestos groseros e imaginarios. Claro que ella, tan
solo tenía cuatro años,
una entelequia extraordinaria, y una ilusión por las buenas cosas, fuera
de lo común. Además del mucho cariño cedido en su
casa de sus papás y demás componentes de su linaje.
Atendida estaba
por todos, y mimada hasta los confines del afecto.
No dejaba de notarse querida, siendo
una realidad palpable, que en su entorno la cobijaba.
Una mañana, “de
vaya usted a saber el tiempo que hace”, la
llevaban muy abrigada con una gruesa manta de lana, que
bien la defendía ante
el helor del invierno, del relente
de la madrugada y de lo desangelado de aquel invierno. Dirigiéndose
a casa de sus más allegados familiares, porque había pasado mala noche y ese día
no podría asistir al colegio, con el fin de poderse recuperar de forma
conveniente y eficaz y no forzarla con medicinas extraordinarias. La niña medio
adormilada, la habían despertado mucho antes de su diana habitual, para acercarla
al lugar donde ella pasaría toda la mañana, hasta que su mamá volviera del
trabajo, recogerla y si fuera necesario llevarla al doctor de cabecera.
De
inicio iba algo enfriada y melindrosa, porque
a pesar de tener tan corta edad, las niñas, sobre todo, entienden desde muy
temprana edad las incidencias que se les plantea.
Era aún
de madrugada, la luz del día para nada había aparecido en los
cielos, al llegar a la casa donde ya la esperaban con preocupación, entre fiebres y
sueños, despertó y reconoció al anciano que la recibía
en la puerta de la casa y besaba tanto a su mamá como a ella misma. Ejerciendo
acto seguido la pregunta de rigor
_ ¿Cómo
está la niña?, y su madre sin apuro respondió _ No es para alarmarse, pero
prefiero que hoy, esté con vosotros, curando el resfrío y no empeore en la
escuela.
Pronto
se dispusieron en aquella casa para el cobijo de la chiquita, que adormecida se
dejaba caer sobre el molludo colchón de la cama, que antaño, fue la de su mamá.
Adecuó la postura que a la pequeña le convino,
adaptándose placentera al lugar, quedando profundamente inerme.
Su
joven mamá, se despidió de todos, de su hija la primera, y a renglón seguido de
aquellos abuelos que se quedaban en custodia. Con el ser más preciado que ellos
poseían. Su nieta. Las pesadillas de la jovencita, se manifestaron enseguida
porque a medida que pasaban los minutos la fiebre le ascendía. La experiencia
de la abuelita, hizo rápidamente que aquel sofoco de la nieta descendiera, suministrándole
el clásico fármaco, que tanto bien y tanto repara. Además del caldito de sopa,
del acurruque y de los mimos que solían manifestarle. Con todo; aquella señora,
seguía piropeando a su chiquitilla, mientras la cubría en la cama, para
que siguiera durmiendo sin más y el ardor
de las mantas en la cama, le produjera la pronta recuperación.
_
Yayo, tú sabes si aquí hay ¿monstruos? De esos que se llevan a las niñas buenas.
La respuesta
fue una y definitiva, con tal convicción expresada, que aquella preciosa
criatura, se volvió a acomodar entre los lienzos y folgos de su lugar de reposo
y quedó completamente hipnotizada.
Notándose
en su dormir, el bienestar que la invadía, a
pesar de las décimas que poco a poco iban remitiendo.
Cuando despertó,
la calentura se había esfumado, y sus ganas de jugar volvieron a renacer, no
sin antes reclamar la presencia del anciano, que no estando lejos le preguntó muy
sería y convencida, si había tenido que batallar mucho con aquellos monstruos,
que la perturbaron en sus sueños.
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