domingo, 6 de noviembre de 2022

¿Por aquí hay Monstruos?

 

Tenía terror a la oscuridad, a lo desconocido y a las fealdades. No soportaba las muecas y gestos groseros e imaginarios. Claro que ella, tan solo tenía cuatro años, una entelequia extraordinaria, y una ilusión por las buenas cosas, fuera de lo común. Además del mucho cariño cedido en su casa de sus papás y demás componentes de su linaje.

Atendida estaba por todos, y mimada hasta los confines del afecto. No dejaba de notarse querida, siendo una realidad palpable, que en su entorno la cobijaba.

Una mañana, “de vaya usted a saber el tiempo que hace”, la llevaban muy abrigada con una gruesa manta de lana, que bien la defendía ante el helor del invierno, del relente de la madrugada y de lo desangelado de aquel invierno. Dirigiéndose a casa de sus más allegados familiares, porque había pasado mala noche y ese día no podría asistir al colegio, con el fin de poderse recuperar de forma conveniente y eficaz y no forzarla con medicinas extraordinarias. La niña medio adormilada, la habían despertado mucho antes de su diana habitual, para acercarla al lugar donde ella pasaría toda la mañana, hasta que su mamá volviera del trabajo, recogerla y si fuera necesario llevarla al doctor de cabecera.

De inicio iba algo enfriada y melindrosa, porque a pesar de tener tan corta edad, las niñas, sobre todo, entienden desde muy temprana edad las incidencias que se les plantea.

Era aún de madrugada, la luz del día para nada había aparecido en los cielos, al llegar a la casa donde ya la esperaban con preocupación, entre fiebres y sueños, despertó y reconoció al anciano que la recibía en la puerta de la casa y besaba tanto a su mamá como a ella misma. Ejerciendo acto seguido la pregunta de rigor

 _ ¿Cómo está la niña?, y su madre sin apuro respondió _ No es para alarmarse, pero prefiero que hoy, esté con vosotros, curando el resfrío y no empeore en la escuela.

Pronto se dispusieron en aquella casa para el cobijo de la chiquita, que adormecida se dejaba caer sobre el molludo colchón de la cama, que antaño, fue la de su mamá.

 Adecuó la postura que a la pequeña le convino, adaptándose placentera al lugar, quedando profundamente inerme.

Su joven mamá, se despidió de todos, de su hija la primera, y a renglón seguido de aquellos abuelos que se quedaban en custodia. Con el ser más preciado que ellos poseían. Su nieta. Las pesadillas de la jovencita, se manifestaron enseguida porque a medida que pasaban los minutos la fiebre le ascendía. La experiencia de la abuelita, hizo rápidamente que aquel sofoco de la nieta descendiera, suministrándole el clásico fármaco, que tanto bien y tanto repara. Además del caldito de sopa, del acurruque y de los mimos que solían manifestarle. Con todo; aquella señora, seguía piropeando a su chiquitilla, mientras la cubría en la cama, para que siguiera durmiendo sin más y el ardor de las mantas en la cama, le produjera la pronta recuperación.

Pasadas las horas, aquella muchachita despertó asustada y queriendo saltar de las sábanas cual resorte que escapa de un destello, preguntó por su abuelo, que desde lejos y disimulando su presencia no le quitaba ojo; al dormir de la mocita. Ella se sabía protegida, porque su yayo estaba cerca; lo citó sabiendo que era su defensor a ultranza, y la salvaría de cualquier peligro.

_ Yayo, tú sabes si aquí hay ¿monstruos? De esos que se llevan a las niñas buenas.

La respuesta fue una y definitiva, con tal convicción expresada, que aquella preciosa criatura, se volvió a acomodar entre los lienzos y folgos de su lugar de reposo y quedó completamente hipnotizada.

Notándose en su dormir, el bienestar que la invadía, a pesar de las décimas que poco a poco iban remitiendo.

Cuando despertó, la calentura se había esfumado, y sus ganas de jugar volvieron a renacer, no sin antes reclamar la presencia del anciano, que no estando lejos le preguntó muy sería y convencida, si había tenido que batallar mucho con aquellos monstruos, que la perturbaron en sus sueños.










 

 

 


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