Algunos de aquellos sujetos que bajo el manto de” pobre
gente” individuos que no tienen donde ir, llegaron al lugar desde sus
terrenos. Muchos de ellos, amparados por mafias confusas, huyendo de la ley y
de las normas.
Llegados a las fronteras de esa urbe, a nado, en barcos
piratas, en balsas de troncos atadas con sogas robustas como brazos. Otros
arribaron por la calzada, de una pasarela que no lleva más que, a esferas resbaladizas.
Caminando, derivando allí, en la villa del horror. Llamado el apeadero del Último
Infortunio, de un ferrocarril que se dirige por un parterre de hierro
oxidado, de la última vía muerta conocida. Un convoy, que detiene su partida
cada tres días en semejantes limítrofes, distanciado de la población antes
mencionada de PATAQUÍN, a muchos kilómetros.
La ciudad es desafortunada, con ruidos estridentes, mal
olientes calles, y esquinas sucias por los excrementos de los perros y demás
mamíferos, no todos cuadrúpedos que la pueblan. Dicen que son individuos sin anhelo,
sin inclinación humana, sin fe, que se comportan amontonando mugre y basuras,
sin higiene corporal, ni pulcritud.
En esa metrópoli vivían dos niñas, hijas de honrados
moradores. Chiquillas que únicamente pensaban en las más diabólicas intenciones.
Jovencitas que, según ellas, lo sabían todo. Estando de vuelta de la vida, pedantes
del conjunto vecinal y escolar, por las rutinas vividas con sus inapropiadas amistades.
Sin necesidad del consejo favorecedor de sus papás, que les beneficiara
mientras se desarrollaban como futuras mujeres.
Eran unas creídas autosuficientes, y además de analfabetas, inconscientes
y desordenadas, poco instintivas. No hacían sus deberes escolares, ayudar en la
limpieza de la casa y de sus cuerpos, aprender lo mucho y bueno que demostraban
sus padres, llevando una vida coherente y amable. Practicaban todo lo contrario.
Riéndose de otras niñas porque no llevaban zapatillas con
marcas famosas, y sus uñas no eran agudas, largas tan afiladas y puntiagudas
como las de una famosa y reputada estrella teatral del candelero en aquel momento.
No sabían ahorrar del dinero que se les daba para sus caprichos, no entendían de
apretujar los codos y aprender de la cultura. Era imposible tuvieran una
educación natural y edificante.
La niña mayor se hacía llamar “ENDA” así se conocía
a la moza, porque le disgustaba la nombradía y el cómo, la habían registrado, ROSENDA,
así la bautizaron sus progenitores, siendo en conmemoración de su abuelita
paterna, que fue una mujer dulce y educada, y murió de penalidad tras tantas contrariedades
admitidas.
Con el diminutivo de Enda, la citaban sus amigachos, coleguitas
y conocidos del barrio. Se comportaba como una soberana sin principios, que jamás
tuvo interés por instruirse con todo lo digno que trataron de inculcarle en el
seno de su familia. Los profesores en la escuela, y lecciones inadmitidas. Desde
temprana edad, le dieron carta libre, por no poder encauzarla. Sin apenas proveer
cuidado sicológico externo, ni cortarle las incipientes alas de corneja rapaz y
voladera. Algunos de los que la querían, intentaron preocuparse, sin mucho
interés ni constancia y tan solo aprendió a medrar con el vicio.
En sus genes, llevaba la semilla de lo insensato y delictivo
y quedó a su suerte, desatendida arrollada por lo inmoral, camino de un
desastre, que no tardaría en visitarle.
Enda, ya sin control desde bien jovencita, se agrupó con
amistades que la desviaron del buen trayecto y todas aquellas flojas atenciones
que se le exigía. Trataron sin conseguirlo de inculcarle buenas intenciones y
trabajo. La respuesta fue el poco esmero y la mínima firmeza, consecuencias que
no sirvieron para nada.
Su gran amiga, esa chiquilla que la acompañaba a todos
sitios, la llamaban “ALDA”, la inseparable criatura que intimaba
con ella desde que, casi nacieron. Se dejaba acarrear agradecida, por ser semejantes.
De la misma calaña, especulando en la malicia de forma concupiscente. Yendo a
todos los lugares proscritos muy juntas, y en todos ellos como si fuesen abrazadas.
Incluida la propia escuela.
Con esa unión, les creció una devoción y una aquiescencia,
entre ambas que las unía de forma permanente. Tampoco poseía un nombre que le
encantara a la jovencita, ni lo llevaba en su documento de identidad, El santoral
con el que la habían acristianado. Que, incluyendo como añadidura, las letras
que ella había expatriado del prefijo de su glosa, daban su nombre verdadero:
ROMUALDA.
Su madrina había sido la patrocinadora de su denominación de
origen, una buena mujer, que les había ayudado en momentos de hambre, a sus
padres y hermanos, mitigando aquellos severos problemas económicos que
subyacían en el entorno de aquella humilde familia.
Con el diminutivo de ALDA, la citaban sus compinches,
compañeros y graciosos de su distrito. Sufría y se paseaba por su zona,
presumiendo de cuerpo y a su pronta edad creía ser la designada por el Olimpo,
como futura corista. Era una lozana insigne y soberbia sin nociones, que no
supo educarse con todo lo meritorio que, intentaron inculcarle dentro del hueco
de su estirpe, pedagogos en el colegio, y enseñanzas dirigidas a ella.
Anticipadamente exigió a sus padres, libertad de
movimientos, y no consiguiéndolo les faltó a la razón y al respeto, con
amenazas y pequeños hurtos en su propia casa. Fue decepcionando a los suyos,
hasta que dejaron de atenderla.
En su caso, y por el despecho que demostraba, por su modo de
agresividad, sus padres, ni la trataron ni quisieron ayudarle en su sanación y
reeducación. Dejándola a su suerte, cual cabra tira al monte. Así se fue evaporando
toda posible bondad, entre ella y sus familiares.
Nadie de los suyos se preocupó por su decencia, por su compostura
y decoro. Entrando en un mundo del que no tiene regreso.
En su origen, fue directamente al núcleo de lo condenado y culpable,
quedándose a su estrella.
Abandonada y vencida por lo impúdico. Vía de un naufragio, sin
socorro que no aplazaría el momento, en pasar balance con ella.
ALDA, sin saber hacer examen de conciencia, congregó entre sus influencias
a malhechores, que la extraviaban del punto de su propia felicidad, siendo tan
jovencita.
A las dos jóvenes ENDA y ALDA, no les entraban las
tablas de multiplicar, ni conocían quien era la Princesa austriaca Sisí
Emperatriz, ni el Zar de Rusia, aún menos Cristóbal Colon, o San Mateo. Sin embargo,
si sabían y mucho de toda la gama de las cremas nutritivas, para la epidermis,
de tinturas de cabello, de lápices de labios y sombras para las pestañas, y
sobre todo de las químicas existentes del ácido hialurónico.
Hartas de seguir aquella vida, las dos niñas entendieron que
debían precipitar su destino forzando agresivamente el devenir de las cosas,
engañaron a los suyos y una mañana en lugar de ir a la escuela como cada día,
se perdieron.
Hacía dos días que nadie sabía nada de ENDA y ALDA, se
formó una comisión para encontrarlas, pero la verdad, nadie puso el debido
empeño, todos allí creían no volver a verlas, entendiendo que se habían fugado
de la villa perdiéndose para siempre.
Alguien las vio acceder en un antro llamado “EL SACO ROTO” una gruta nada apropiada para ambas, que tan solo cumplían
trece primaveras.
Burladas por la tenebrosidad, el zumbido procedente de la armonía y lo inesperado, quedaron medio turbias capturadas después de ingerir la pócima que les sirvieron para beber.
Fue como si las hubiesen raptado.
Después de engullir aquel potingue, quedaron involucradas
para siempre.
El hombre del saco roto se las llevó medio hipnotizadas, sacándolas
en la noche con un transporte clandestino, de aquella sucia metrópoli con
destino a un lugar ignoto donde las mujeres no exteriorizan ni sus encantos ni
sus cabellos y visten entre lienzos azabaches. Donde lo femenil no cuenta y son
pasto del ostracismo y la sumisión.
Ahora de vivir tendrían casi treinta años. Todos se
preguntan:
¿¡Estarán vivas¡?
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