miércoles, 28 de octubre de 2020

Quien eres y de donde sales

 



Se había dado el toque de queda.

Eran las diez de la noche y los comercios estaban cerrando sus puertas, algunos de ellos llevaban un buen trecho con el acceso barrado. Por aquel desierto habido en las tiendas y las pocas ganas de compras del respetable.

Ya daban por olvidado todo lo que habían sufrido en el último año.

La cantidad de personas que habían fallecido. Los mil contagiados en las camas de vigilancia intensiva.

La des-coordinación entre los Ministerios de los mil gobiernos del país. Los mandamientos de ahora sí y luego no. «Dónde dije Digo, ahora es Diego»

La falta de control al no existir un Líder en condiciones. Fuerte, aguerrido, que supiera conducir la nave de la flaca y mortal pandemia. Los inconformes, ya se revelaban haciendo barbaridades.

El no cumplir con las normas cívicas, para esos tipos es lo que les apura y pone. Algunos ya fuera de criterio; como suele pasarle a las muchedumbres desbocadas, cuando están juntas. Se hacen valientes y bastante irresponsables, dejando olvidado el juicio y actúan sin control.

Nadie esperaba dentro de sus imaginaciones más internas, lo que se avecinaba y sin tardar demasiado comenzaron los errores en las cifras de los muchos difuntos. Desaciertos en los datos del paro y el empleo añadido. La cantidad enorme de los contagiados, y de los que tan solo ellos conocían morirían en las próximas fechas, con más rapidez y velocidad que en la primera fase de la Pandemia.

Las empresas de ataúdes, eran las únicas que prosperaban en la península y tenían un crecimiento importante, en relación con las cifras vendidas tan solo hacía un año. No daban abasto con tanto muerto.

Algunos habitantes, y ciudadanos probos, tan desesperados habían desobedecido a las autoridades, y con ello a las severas normas de orden público, dejando de cumplir con lo cívico. Echándose a la calle y provocando manifestaciones graves.

Se habían reunido en la Plaza Mayor y fuera de todo control y sentido común, comenzando a beber, a juntarse en bailes y festejos, y amontonarse sin equidad, ni mascarilla, que les protegiese poniendo en peligro sus vidas y por supuesto a las de sus amigos y familiares convivientes, que con seguridad iban a contagiar.

Aquello que estaba sucediendo era ya la guerra.

Sin usar pólvora, balas o armamento pesado. Era una conflagración velada que ponía sobre el tapiz la devastación de los humanos, para analizar a que velocidad se iban esquilmando la salud de cuantos participaban. Protagonistas, por otra parte, sin concurso voluntario, ya que el contagio iba de cuerpo en cuerpo, despreciando a los asintomáticos. Infectando de forma exponencial a la población.

Abarrotando la ocupación de hospitales, y de sus camas, con el deterioro de los médicos y enfermeros.

En según que Direcciones Generales Políticas, estaban poniendo parches para frenar el impulso de la gente, que había de seguir con las normativas y con las restricciones.

Sin conseguir que la cifra de los muertos decreciera. Todo lo contrario iba en aumento de forma desesperada.

Aquella mañana, en el pueblo nadie despertó. Ni tan siquiera los enfermos, que se medicaban, quedaron fríos sin padecer. Al tener una muerte inesperada y tan rápida que no tuvieron oportunidad a probar los nuevos medicamentos, que habían llegado, para distribuirlos entre la población delicada.

No volvió nadie en si. Todos siguieron en un sueño permanente, habían muerto.

Aquel gas sutil, enviado desde las mismas cañerías con del agua corriente, acabó con sus vidas

En aquel lugar que no se usaban mascarillas, no respetaban las distancias sociales, y la higiene la tenían en desuso por dejadez y por despreocupación. Fue donde primero les inyectaron el humo rosa.

Murieron felices, embriagados en su desmadre, dichosos tan solo dedicados a ingerir alcohol, a juntarse sin miramientos celebrando botellones, pasando de las advertencias médicas que constantemente se emitían por las ondas de radio y televisión.

Súbitamente, el conductor de aquel autobús, aparcando el vehículo en las cocheras de la empresa. Habiendo finalizado su jornada, con un final del trayecto sin complicaciones, descubrió a un pasajero, que acurrucado en la plaza del final del discrecional, no se movía y creyendo que estaba cadáver, le zarandeó.

Tenía los ojos abiertos, y su expresión era de no atender a nadie.

Respiración entrecortada, que con la mascarilla, disimulaba el jadeo cadente que ofrecía.

Después de dos o tres embestidas enérgicas, volvió a la realidad asustado, al no conocer aquel uniformado del transporte ciudadano, que intentaba reanimarle y bajarle del bus.

Habiéndose cumplido con creces la hora del toque de queda.

Se encuentra bien, amigo—preguntó el conductor que ya marcaba el numero de las urgencias para que se hicieran cargo de aquel bulto sospechoso, que retrasaba su final de jornada.

¡Donde estoy, que me ha pasado, quien eres tu!—preguntó el reincorporado una vez erguido

Eso mismo quisiera saber yo—¡Qué diablos haces aquí, medio tirado en mi bus, impidiendo que me vaya a mi casa, y no pudiendo justificar mi retraso de llegada en el toque de queda. ¡¿Quien eres y de donde sales?!

El resucitado de debajo los asientos, con angustia y sin responderle a chófer, preguntó—¡¿Están todos muertos?!

Ya estaban los servicios del primeros auxilios, atendiéndole, cuando el empleado de la línea verde, le respondió

—¡Muertos no lo sé! Pero, ¡Cagados ahora!, lo estamos todos.







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