Aquella mañana se levantó muy matutino y tras darse un baño ligero se marchó sin destino.
No le dijo adiós a nadie. La pesadumbre que acarreaba era inconcebible y tampoco supo pedir ayuda.
No pensaba en ayudas, creía ser un valiente que no la necesitaba. En el fondo, imaginaba que no le importaba a nadie y huyó. Llevando encima tan solo lo puesto. Sin más.
Tampoco lo iba a necesitar.
Un
cuerpo cansado, arqueado por los desaires, cabeza alta orgullosa y en
la cara se notaba la desilusión encontrada por tantos años en los
que estuvo buscando la felicidad. ¡Su felicidad! La tan escurridiza,
jamás atada.
No
hacía falta que ninguna fuerza exterior le dijera lo que le iba a
pasar en breve.
Comenzó
la mañana sabiendo lo que anhelaba y se preguntó para sus adentros.
—¿Cómo
me llamo?—intento responderse a sí mismo, con un nombre que no era
el que figuraba en su documentación.
Sin ser el suyo, ni siquiera se acercaba por casualidad a que fuese una descripción personal acertada.
Sin ser el suyo, ni siquiera se acercaba por casualidad a que fuese una descripción personal acertada.
No
supo responder ni expresar aquello que intentaba y le sobrevino la
notoriedad de un personaje que correspondía al apellido del
protagonista del último libro que había leído.
¡Que había leído hacía más de cinco años!
¡Que había leído hacía más de cinco años!
Creyó
que tomando aquella identidad, irreal, la que no era suya, podría
llegar a un puerto virtual y partir sin más.
¿Creyó? ¿Podía creer algo? ¿Estaba consciente?
¿Creyó? ¿Podía creer algo? ¿Estaba consciente?
Mientras
deambulaba él no lo notaba, pero iba extraviando el sentido a todo
lo que debía realizar.
La cordura lo había abandonado. Su propia vida se le iba yendo de su campo de acción y llegó el momento que se desorientó; que no supo donde ir, ni quien era y donde debía detenerse para descansar de aquella falta de respiración y reponerse.
Aún tuvo arrestos para caminar por su derecha—como le habían enseñado en su infancia—horas y horas, sin detenerse, sin saber que debía hacer, sin reconocerse él mismo, y cuando ya se notó sediento se estancó en la fuente de un jardín silencioso, lleno de flores de colorines.
La cordura lo había abandonado. Su propia vida se le iba yendo de su campo de acción y llegó el momento que se desorientó; que no supo donde ir, ni quien era y donde debía detenerse para descansar de aquella falta de respiración y reponerse.
Aún tuvo arrestos para caminar por su derecha—como le habían enseñado en su infancia—horas y horas, sin detenerse, sin saber que debía hacer, sin reconocerse él mismo, y cuando ya se notó sediento se estancó en la fuente de un jardín silencioso, lleno de flores de colorines.
Un
amplio parque sin gente, donde debían jugar los niños y, donde
debían festejar los jóvenes, dónde
se debían confesar
los fogueados
y bebió de aquel líquido magistral, que
manaba con un chorro grueso y potencial.
Se
detuvo una vez ingirió el nítido bebistrajo y se tendió acurrucado
bajo aquel árbol que le recordaba su niñez, su
juventud, sus ideales e ilusiones.
El
almendro que había plantado con la ayuda de su madre cuando no se
valía por sí mismo.
Al
mirar hacia arriba y observar el fruto que asomaba de las ramas entró
en una divina alucinación que le representó una especie de paraíso
nada conocido por los hombres de esta tierra y, creyó que estaba
viviendo en otra época pasada, donde nada estaba descubierto y
notaba la cara feliz de su amada, cuando salía de sus aposentos a la
huerta, con la jofaina llena de ilusiones gimiendo aquellas populares
tonadas que le alegraban la inquietud y que ella interpretaba para
espantar sus penas y no llorar.
Retornaba
y recordaba debajo del árbol, aquel desconocido; el tiempo en que se
emocionaba por todo y lloraba por casi nada, antes de que le llegara
aquella vida de prisas, de milagros, de sucesos agrios que lo
hicieron insensible a todo aquello por lo que vale la pena vivir.
El
cielo se oscureció, y bajo las ramas del almendro se colaban las
gotas que mojaban al desorientado, cuando se abrieron las nubes que lo
cubrían y apareció una imagen de un retablo que había estado
siempre en el salón de su casa paternal, una encarnación que había
presidido todas sus cenas y reuniones, por estar en el escenario
central del recinto.
Un
cuadro que colocó su padre hacía más de sesenta años en la casa
donde nació y que ordenó que nunca fuera desplazado de aquel
frontal, porque era un benefactor al que le tenía mucha fe y que en
aquel instante, sin más preámbulo, se dirigió a él; con una voz
hueca y conocida.
—¡Llevas
muerto mucho tiempo!
Aunque
hayas tenido un plazo nada breve, para que finiquitaras tus
compromisos—voceó
aquel espíritu,
alertando al desconocido
de su confusión
que lo miró y le dijo sin que él lo esperara.
—¡Nadie
te encontrará en este último trecho que has caminado, huyendo
de tu ruindad y
cuando lo hagan como no le importas a nadie, porque no te has hecho
querer por persona alguna.
Pasaran de tu necesidad y serás un difunto más en la morgue comunal
—sin dejarle hablar matizó severo.
—Como tú hay mucha gente, aunque de momento no se dan cuenta, porque no lo piensan y ni siquiera les apetece, pero en el momento que te vas ¡Adiós!
Pasaran de tu necesidad y serás un difunto más en la morgue comunal
—sin dejarle hablar matizó severo.
—Como tú hay mucha gente, aunque de momento no se dan cuenta, porque no lo piensan y ni siquiera les apetece, pero en el momento que te vas ¡Adiós!
Cuando
llega tu última exhalación, cuando te mueres; lo sabes.
En
muchos casos no reaccionas porque
crees que nunca ha de llegar y ¡Llega!
Quedando
todo
tal cual.
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