lunes, 27 de mayo de 2019

Creemos que no llegará...





Aquella mañana se levantó muy matutino y tras darse un baño ligero se marchó sin destino. 
No le dijo adiós a nadie. La pesadumbre que acarreaba era inconcebible y tampoco supo pedir ayuda. 
No pensaba en ayudas, creía ser un valiente que no la necesitaba. En el fondo, imaginaba que no le importaba a nadie y huyó. Llevando encima tan solo lo puesto. Sin más. 
Tampoco lo iba a necesitar.

Un cuerpo cansado, arqueado por los desaires, cabeza alta orgullosa y en la cara se notaba la desilusión encontrada por tantos años en los que estuvo buscando la felicidad. ¡Su felicidad! La tan escurridiza, jamás atada.

No hacía falta que ninguna fuerza exterior le dijera lo que le iba a pasar en breve.

Comenzó la mañana sabiendo lo que anhelaba y se preguntó para sus adentros.
¿Cómo me llamo?—intento responderse a sí mismo, con un nombre que no era el que figuraba en su documentación. 
Sin ser el suyo, ni siquiera se acercaba por casualidad a que fuese una descripción personal acertada. 

No supo responder ni expresar aquello que intentaba y le sobrevino la notoriedad de un personaje que correspondía al apellido del protagonista del último libro que había leído. 

¡Que había leído hacía más de cinco años!

Creyó que tomando aquella identidad, irreal, la que no era suya, podría llegar a un puerto virtual y partir sin más.
¿Creyó? ¿Podía creer algo? ¿Estaba consciente?

Mientras deambulaba él no lo notaba, pero iba extraviando el sentido a todo lo que debía realizar.

La cordura lo había abandonado. Su propia vida se le iba yendo de su campo de acción y llegó el momento que se desorientó; que no supo donde ir, ni quien era y donde debía detenerse para descansar de aquella falta de respiración y reponerse

Aún tuvo arrestos para caminar por su derecha—como le habían enseñado en su infancia—horas y horas, sin detenerse, sin saber que debía hacer, sin reconocerse él mismo, y cuando ya se notó sediento se estancó en la fuente de un jardín silencioso, lleno de flores de colorines

Un amplio parque sin gente, donde debían jugar los niños y, donde debían festejar los jóvenes, dónde se debían confesar los fogueados y bebió de aquel líquido magistral, que manaba con un chorro grueso y potencial.

Se detuvo una vez ingirió el nítido bebistrajo y se tendió acurrucado bajo aquel árbol que le recordaba su niñez, su juventud, sus ideales e ilusiones.
El almendro que había plantado con la ayuda de su madre cuando no se valía por sí mismo.
Al mirar hacia arriba y observar el fruto que asomaba de las ramas entró en una divina alucinación que le representó una especie de paraíso nada conocido por los hombres de esta tierra y, creyó que estaba viviendo en otra época pasada, donde nada estaba descubierto y notaba la cara feliz de su amada, cuando salía de sus aposentos a la huerta, con la jofaina llena de ilusiones gimiendo aquellas populares tonadas que le alegraban la inquietud y que ella interpretaba para espantar sus penas y no llorar. 

Retornaba y recordaba debajo del árbol, aquel desconocido; el tiempo en que se emocionaba por todo y lloraba por casi nada, antes de que le llegara aquella vida de prisas, de milagros, de sucesos agrios que lo hicieron insensible a todo aquello por lo que vale la pena vivir.

El cielo se oscureció, y bajo las ramas del almendro se colaban las gotas que mojaban al desorientado, cuando se abrieron las nubes que lo cubrían y apareció una imagen de un retablo que había estado siempre en el salón de su casa paternal, una encarnación que había presidido todas sus cenas y reuniones, por estar en el escenario central del recinto.
Un cuadro que colocó su padre hacía más de sesenta años en la casa donde nació y que ordenó que nunca fuera desplazado de aquel frontal, porque era un benefactor al que le tenía mucha fe y que en aquel instante, sin más preámbulo, se dirigió a él; con una voz hueca y conocida.

¡Llevas muerto mucho tiempo! Aunque hayas tenido un plazo nada breve, para que finiquitaras tus compromisos—voceó aquel espíritu, alertando al desconocido de su confusión que lo miró y le dijo sin que él lo esperara.

¡Nadie te encontrará en este último trecho que has caminado, huyendo de tu ruindad y cuando lo hagan como no le importas a nadie, porque no te has hecho querer por persona alguna.
Pasaran de tu necesidad y serás un difunto más en la morgue comunal

—sin dejarle hablar matizó severo.

Como tú hay mucha gente, aunque de momento no se dan cuenta, porque no lo piensan y ni siquiera les apetece, pero en el momento que te vas ¡Adiós!

Cuando llega tu última exhalación, cuando te mueres; lo sabes.

En muchos casos no reaccionas porque crees que nunca ha de llegar y ¡Llega!
Quedando todo tal cual.









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